Gabriel sacó de la mochila las fotos que había impreso.
– Si te fijas en ésta, aquí, ¿ves?, Heidi está en una tumbona y, al fondo, ¿lo ves?, está la torre. Eso quiere decir, creo, que la casa de Heidi está cerca de la casa grande. Me interesa que veas esta foto, mira. -La imagen mostraba una ventana desde la que se veía el mar-. Esta parece ser la habitación. Pero sólo muestra la ventana, no parece que haya muebles. Quizá la tomó desde la cama. Es decir, sabemos que la casa tiene una ventana que da al mar y que se encuentra bastante cerca de la casa de la torre. Una vez localicemos la casa de la torre, no debería ser difícil localizar la de Heidi.
– Pero ¿a qué crees que vendrá esa obsesión por retratar la casa de la torre? Es como si fuera muy importante para ellas.
– Si te fijas, también ha fotografiado la playa, muchas veces.
– La playa está desierta, mira, ni un chiringuito, ni una sombrilla, nada. Y es raro, tratándose de una playa de arena tan blanca y con un mar tan tranquilo como el que se ve aquí, que no esté urbanizada.
La oficina de turismo del aeropuerto era poco más que un expositor con una chica que lo atendía. Gabriel y Helena esperaron pacientemente a que un grupo de jóvenes muy bronceados, recién desembarcados del mismo avión que los había llevado a ellos a la isla, preguntaran por los albergues y pensiones en El Cotillo. A Gabriel le pareció que hablaban un español muy curioso, hasta que se dio cuenta de que en realidad se expresaban en una extraña mezcla de italiano y español. La chica que les informaba, una mujer pequeñita con el tipo de belleza exótica que Gabriel empezaba ya a asociar a la mujer canaria -cabello negro y rizado, ojos muy oscuros, pómulos altos y labios carnosos- los escuchaba pacientemente. Cuando todos se hubieron marchado, Helena y él se dirigieron a ella. Helena habló en español y Gabriel no entendió bien lo que decía, aún no se había acostumbrado del todo al sonido de la lengua de su madre. Desde que estaba en Canarias pensaba a menudo, como estaba pensando ahora, en lo triste que era que no pudiera entender bien el idioma de su infancia, el idioma en el que ella le había hablado tantas veces. Pero su tía no hablaba español, y no había habido en Aberdeen mucha oportunidad de practicarlo. Cordelia, sin embargo, se había empeñado siempre en leer libros en español e incluso había contado una temporada con la ayuda de un profesor particular, ayuda que consiguió después de mucho suplicar a la tía. Ella siempre estuvo más interesada en mantener sus recuerdos, sus memorias, su identidad, sus raíces, pero él actuaba de una manera completamente diferente: si algo le dolía, prefería enterrarlo en el olvido. No quería pensar mucho en sus padres, no le llevaba a nada. Sumido en estas reflexiones, iba viendo cómo la chica de la mal llamada oficina examinaba las fotos y sonreía. Después dijo algo que Helena tradujo.
– Te lo he dicho: es una casa conocida. Por supuesto, ella sabe perfectamente dónde está.
Gabriel se dirigió a la chica en españoclass="underline"
– ¿Puede darnos un plano o algo para que podamos llegar?
– No es tan fácil -le explicó ella modulando con mucho cuidado las palabras y la entonación, según reparó Gabriel, de forma que su discurso se hizo mucho más inteligible que cuando hablaba con Helena-. Hasta allí sólo se puede llegar en todoterreno. La casa está en la península de Jandía, en la playa de Cofete, que no resulta de muy fácil acceso. La pista, porque no es una carretera, que lleva hasta allí estaba sin asfaltar hasta hace poco, ahora han asfaltado un tramo pero sigue siendo muy peligrosa. No recomendaría a alguien conducir por allí si no conociera muy bien el lugar. Lo sensato es ir en todoterreno porque la pista está llena de curvas y bordea unos acantilados muy altos. Alguien que no conozca bien la zona se arriesga a un accidente si conduce por allí. Sé que hay tour operators alemanes que organizan visitas guiadas a Cofete, pero ahora mismo no sabría ponerlos en contacto con ninguno. La casa no tiene ningún valor arquitectónico ni histórico, y está casi en ruinas, pero, ya se sabe, con toda la leyenda, siempre hay alguien interesado en visitarla, por el morbo…
– ¿La casa tiene una leyenda?
– ¿No la conocen?
– No, sólo tenemos las fotos. La señora que aparece en ellas es mi madre. Ella solía venir a Fuerteventura a menudo y estas fotos estaban en su cajón. Nos pareció bonita la playa y el paisaje y quisimos venir a verlo. Mi mujer y yo estamos en viaje de novios, recorriendo las islas… -El propio Gabriel estaba sorprendido de su capacidad de inventiva y su imaginación.
– Ya… O sea, que no saben nada. Pues la casa, según se dice, sirvió de refugio y de base de operaciones a militares nazis durante la segunda guerra mundial, y quizá también después. Esa es la leyenda de la casa, al menos. Se habla de pasadizos subterráneos que conectan la casa con el mar y que servirían para permitir que repostaran en la isla los submarinos alemanes pero yo, si le digo la verdad, no podría decirle cuánto hay de leyenda y cuánto de realidad en esa historia. Si les interesa mucho visitar la casa, puedo buscarles el teléfono de algunos tour operators que organizan visitas, pero el caso es que creo que trabajan sólo con alemanes, no estoy muy segura…
– Y ¿no conocerá usted a alguien que pueda hacer de guía?
– Sí, claro… -la chica sonrió-. En la isla hay muchos que le podrían ayudar, ahora que estamos en temporada baja y que encima hay crisis… Pero, como le digo, hace falta que sea alguien que conozca la zona. Mire, tengo una conocida, Chayo, que trabaja en el Archivo Histórico del Cabildo Insular. Su sobrino hace de guía a veces, y vive en Morro Jable, cerca de la playa de Cofete. Por lo que sé, estudió historia o algo así, y me suena a mí que algo escribió precisamente sobre el despoblamiento de Cofete… ¿O fue la tía la que lo escribió? En fin, no me acuerdo, pero no creo que el sobrino ahora, en invierno, tenga mucho trabajo. Quizá pueda llevarlos hasta allí. Si no, siempre pueden alquilar un Land Rover, pero ya les digo que no se lo aconsejo. Mejor que no conduzcan ustedes si no conocen el terreno. -La chica consultó su reloj-. A estas horas, Chayo estará en la oficina. Si quieren, la llamo.
Gabriel y Helena intercambiaron una mirada rápida y no necesitaron de palabras para entenderse.
– Sí, por favor, llámela -dijo Gabriel.
La chica cogió el teléfono y mantuvo una conversación en español en el transcurso de la cual garrapateó unos números en un papel. Cuando colgó, se lo pasó a Gabriel.
– Este es el número de Virgilio, el sobrino de Chayo. Si necesitan un hotel, puedo proporcionarles también unos folletos. Lo mejor sería, si quieren visitar la playa de Cofete, que se alojaran en Morro Jable. Allí están los mejores hoteles de la isla.
– ¿Y eso dónde está?
– Hacia el sur. Puede llevarlos un taxi.
Fue Helena, por supuesto, la que llamó al tal Virgilio.
– No puede quedar con nosotros hoy, pero se ofrece a llevarnos a Cofete mañana. El tiene su propio vehículo. Ahora tenemos que pensar qué historia podemos contarle para justificar que estamos buscando la casa desde la que se hicieron estas fotos.
– La que he contado, ¿no? He encontrado las fotos en el cajón de mi madre fallecida.
– Demasiado melodramático y poco verosímil. Además, no recuerdo que hayas dicho que tu madre hubiera fallecido.
– Lo he dado a entender.
– Bueno, pues yo no lo he entendido así. Mejor decir…, déjame pensar…, que hace tiempo que no tienes contacto con tu madre después de una pelea familiar, que sabes que está en Fuerteventura y que hace tiempo te envió estas fotos. Y que has venido a buscarla porque no tienes su número de móvil ni ella tampoco tiene correo electrónico.