– ¿Te gustan los niños?
– ¿Qué? ¿Tampoco tengo pinta de que me gusten?
– No, no quería decir eso.
– Pues sí, me gustan… Les proponía juegos en el autobús, canciones y esas cosas para que no se aburrieran, y se me ocurrió la idea de comprar una soga para que todos fueran amarrados a ella, como en un juego, en lugar de ir en fila, así controlaba mejor a los grupos. En principio iba a quedarme sólo dos meses, pero cuando el contrato acabó, vino la relaciones públicas a proponerme que me quedara allí, fija. Yo no tenía ninguna razón para volver a Denia, así que decidí quedarme seis meses más. No voy a contarte cómo se fueron liando las cosas, pero el caso es que me fueron ofreciendo mejores puestos en el hotel y… llevo viviendo aquí diez años.
– ¿Y no echabas de menos tu casa? ¿No querías volver? Al fin y al cabo, para trabajar como camarera o en la hostelería, podrías haber seguido trabajando en el restaurante de tus padres, ¿no?
– No me llevaba bien con mi madre, y además…, bueno, había otro problema.
– ¿Con tu padrastro?
– ¿Cómo lo has adivinado?
– No sé, intuición.
– Pues sí, mi padrastro. La forma en que me miraba… Se le iban los ojos detrás de mí. Me buscaba detrás de la barra y se restregaba a la mínima con la excusa de que allí se estaba muy apretado. Siempre me estaba mirando donde y cuando no debía, siempre diciéndome frases de doble sentido. Yo estaba harta de él, pero mi madre hacía como que no se enteraba, o puede que de verdad no se enterara, o tal vez no quisiera enterarse… No sé… Recuerdo que se lo conté a mi primer novio, el alemán, que era él como muy cartesiano, muy racional, muy… muy alemán, y ¿sabes lo que me dijo? Dijo que no le extrañaba, porque yo soy clavada a mi madre, pero en la versión joven. Como esos anuncios de publicidad que para vender un detergente te dicen eso de «Nuevo Mistol, fórmula mejorada». -Helena rió al ver la sonrisa de Gabriel-. En realidad no es tan gracioso, no era una situación nada graciosa, por eso me fui.
– Lo siento, no quería…
– No, no te preocupes. Yo soy la que ha hecho el chiste. O en realidad lo hizo Jan, en su día. La verdad es que mi padrastro no hizo nada, nunca me tocó, sólo eran sus miradas lo que me ponía tan nerviosa. Y la estupidez de mi madre, que no hacía nada por parar aquello.
– Supongo que en casos así la esposa es la última en enterarse.
– O que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Es una expresión española. Es curioso, porque esa historia de mi padrastro nunca se la conté a Cordelia. Aunque la verdad es que ella nunca preguntó. Ella tampoco contaba nada, o casi nada, de su vida anterior a Tenerife. Era como si las dos hubiéramos nacido aquí, cuando nos conocimos. La verdad, me gustaba esa sensación de tábula rasa, de página en blanco. La mayoría de la gente cuando te conoce quiere saberlo todo sobre ti, de dónde vienes, qué has estudiado, qué historias amorosas has vivido… Cordelia no era así. Ella sólo se fijaba… se fija en lo esencial. Estaba hablando de ella en pasado, ya ves…
Se interrumpió. Los ojos se convirtieron en una bola oscura y brillantísima en la que la pupila no se diferenciaba del iris. Al principio Gabriel pensó que era un efecto de la luz de las velas, hasta que se dio cuenta de que Helena estaba llorando. Le cogió la mano y ella no la retiró.
– Tranquila, estamos ya muy cerca, lo presiento…
– ¿Cerca de qué?
– De encontrarla. Quizá. O de saber qué le ocurrió.
– ¿Y si no estamos cerca? ¿Y si Heidi no está aquí? ¿Y si está, pero con Ulrike? ¿Y si descubrimos que Cordelia se ahogó con los demás?
– Sinceramente, Helena, preferiría tener la certeza de que está muerta a vivir el resto de mi existencia con la duda de no saber si está viva.
– ¿Cómo puedes decir algo así? ¿Cómo puedes?
Retiró bruscamente la mano y se la llevó a la cara para apartar la lágrima que ya empezaba a rodar por la mejilla, adoptando la expresión de la esposa de un soldado acostumbrada a enfrentarse con valor a la desgracia y a la pérdida repentina, con indomable valor y resignada ecuanimidad. Acto seguido cogió la copa de vino y apuró el contenido de un trago. Gabriel entendió entonces que no había la más mínima posibilidad de que pasaran la noche juntos.
Cuando llegó a la habitación de su hotel empezó un furioso diálogo interno. Tenía que aceptar lo evidente: no quería volver a Londres y no quería volver con Patricia. La conciencia no le avergonzaba porque su conciencia se negaba a aceptar la menor responsabilidad en el posible daño que pudiera causar a su prometida. El Gabriel esencial rehusaba seguir otro código que no fuera el de obedecer a sus sentimientos, y esa certeza le proporcionaba la forma más profunda, apacible y misteriosa de disfrutar de la compañía de Helena. Era como si de repente ella le hubiera rediseñado e inventado una futura vida, tanto interior como exterior, con la simple magia de su presencia. Y él no podía dejar de sentirse hechizado por alguien que le adivinaba con tanta claridad como si le estuviera alumbrando por dentro. Pero resultaba completamente ridículo que una atracción hacia una mujer con la que ni siquiera se había acostado pudiera dar al traste con un compromiso serio. Probablemente Helena había servido de catalizador para sacar a la superficie algo más hondo: que Gabriel, en realidad, nunca había querido casarse con Patricia; que no había hecho sino seguir los pasos por donde ella le llevaba porque se sentía confuso y resentido tras el abandono de Ada; que en realidad deseaba escapar de la opresión de su cómoda jaula de oro londinense, de la densa atmósfera de satisfacción personal y soberbia autocomplacencia que emanaba de Patricia como de una caldera de gas con fugas; que Patricia formaba parte del inacabable peaje que Gabriel había ido pagando a la ofendida diosa de la respetabilidad desde que pasó lo que pasó en Edimburgo, aquella historia que su hermana no le había perdonado nunca; que Helena había alterado por completo su forma de ver las cosas; que, de pronto, era como si Gabriel hubiera obtenido un nuevo y extraordinario ángulo de visión, como si su mente hubiese eclosionado desde un capullo de verdades aceptadas y, como el gusano transformado en mariposa, acabara de ver una luz nueva, liberado para emprender el vuelo hacia una nueva aventura.
También el viaje había tenido que ver en ese cambio aparentemente repentino. Los viajes, los cambios de escenario, siempre le afectan a uno, y quizá a Gabriel más que a los demás. Siempre que abandonaba Londres volvía siendo otro Gabriel, un hombre regido por otros horarios y otros protocolos, bañado por una luz más limpia y más tranquila. Cuando se desclavaba del aire extranjero que hubiera habitado para volver a casa, para enraizarse y sembrarse otra vez, dejando atrás un sueño en que la memoria feliz combaba los recuerdos, cuando regresaba a su apartamento de Londres con los ojos hondos de otros paisajes, recorriendo cada habitación y descubriendo cómo las paredes y los zócalos recobraban perfiles y color al subir las persianas, aún se encontraba lejos, aunque va estuviera en casa, porque a sus pupilas las dividían paisajes idénticos y opuestos por el vértice, y Gabriel se veía obligado a revisarse desde el antes, descubrir el motivo, la causa, el impulso, la razón y el hacia adonde, y el desde dónde, y el porqué, y el porqué del porqué para verse de nuevo y entenderse.
El Gabriel retornado desde las islas sería él mismo y la imagen de sí mismo que le llegaría a través de un tiempo al cabo del cual hubiera quedado sólo una memoria, desde otros ojos negros a los que esperaba haberse hecho presente y en los que esperaba dejar otra visión deshabitada. Los fragmentos de sí, distantes uno de otro, dispersos y recónditos, debían reintegrarse. Quería pensar en que en algún momento llegaría a Londres -porque tenía que volver a Londres- con la continuidad del darse cuenta, que cuando encontrara algún final para la historia de Cordelia la reelaboraría en casa, ubicándose, reordenándose y rescatándose en su propia historia de vida, y que allí, y sólo allí, decidiría si merecía la pena organizar el escándalo que iba a suponer la ruptura de su compromiso y la anulación de su boda.