– ¿Y la foto de la tumbona?
– Bien pudo haber traído la tumbona para acampar… No sé.
– ¿Y la foto de la habitación y la ventana?
– La verdad, no lo sé. Verás, la zona está desertizada, y hay algunas antiguas estructuras alrededor de la casa, antiguas residencias de majoreros. Sé que al menos hay una habitable, que fue rehabilitada, aunque dudo mucho que cuente con agua corriente y electricidad. Se nutre de un grupo electrógeno, supongo, y de un aljibe, como la misma casa Winter. Puede que tu madre se instalara en una de esas casas, o la ocupara para acampar, como los turistas que acampaban en el cementerio…
– Pero Cordelia habló de una casa, de un retiro -dijo Helena.
– La verdad es que no hay muchas casas por allí, y si hubiera una turista inglesa alojada en una de ellas, yo lo sabría, o debería saberlo.
– Mi madre es alemana -mintió Gabriel-. Vive con una mujer, su amiga, también alemana.
– Dos señoras alemanas… Tampoco me suena. Hay algunos alemanes que alquilan a veces en Cofete, pero cerca de la casa Winter… creo que no. En fin, quizá lo mejor sea que vayamos a explorar la zona. Tardaremos aproximadamente una media hora en llegar, quizá más. En el camino, si queréis, os puedo ir contando la historia de la casa Winter, es de lo más interesante. Llevad calzado resistente y un jersey. A veces hace frío. Si queréis, podéis subir a por vuestras cosas, yo os espero aquí.
Como si el deseo que sentía se fuese extendiendo por el interior del coche en oleadas, en círculos concéntricos, en el viaje a través de la isla Gabriel sintió plena conciencia de su cuerpo y de todas las sensaciones que le acercaban a Helena -los latidos acelerados del corazón, la sangre efervescente circulando por sus venas, la expansión y contracción de los pulmones que aspiraban su perfume- como quien es consciente del zumbido de los motores y la tensión de un barco en alta mar. El pasajero no tiene que preocuparse del funcionamiento del barco, de eso se encarga la tripulación. Pero Gabriel, más que pasajero, se sentía un capitán indolente o perezoso, acostado en el camarote cuando debería haber estado en la sala de mandos decidiendo qué rumbo tomar: hacia Patricia o contra Patricia. El presente, dentro de aquel vehículo, era un pequeño limbo de satisfacción en el que no había un pasado con Cordelia, sin Cordelia, con Ada, sin Ada, con Patricia, y un futuro con Patricia o sin Patricia.
Su guía, en el camino, les fue contando la extraña historia de la casa Winter.
Mecido por el motor, con la curiosa sensación de que el tiempo no tenía bisagras, Gabriel escuchó el relato como en un sueño.
7
– Lo que os voy a contar, que podría ser una novela pero es una historia real, habla de cómo se despobló una península entera y se desertizó un paraíso…
»Cofete es un pueblo, o más bien una población, que no llegó a tener en su momento más de veinticinco casas. Sus habitantes vivieron durante siglos de los cultivos y la ganadería, sin casi pagar impuestos de medianería. La aldea estaba situada en la península de Jandía, en un lugar de muy difícil acceso, por lo que la gente allí vivía muy aislada, sin relacionarse apenas con los habitantes del resto de la isla. La zona es una de las más bonitas de aquí, y se trata de uno de los pocos lugares de Fuerteventura, quizá el único, en el que el agua no escasea. Está rodeada por una cadena de montañas que ejerce un efecto pantalla frente al calor extremo, de modo que, incluso en lo más duro del verano, hay aire fresco y temperaturas más o menos agradables.
»Al inicio de la historia que os voy a relatar, Cofete era una hermosa y alegre vega con manantiales y cultivos. Imaginad la mayor propiedad rústica de todo Canarias en la época, una península entera, en un lugar por entonces casi desértico, aislado del progreso y de todo signo de civilización. Resultaba muy arduo entrar y salir de la península en camello o en burro, que eran los únicos vehículos que utilizaban los habitantes de la isla por entonces, puesto que los caballos son difíciles y caros de mantener en un clima tan seco y en un entorno tan montañoso. Así que los naturales de Cofete vivían muy a su aire. Porque la península de Jandía dependió desde antiguo de los señores de Lanzarote, y no de los de Fuerteventura, así que los medianeros de Cofete no estaban tan vigilados como el resto de los de la isla, probablemente la gran mayoría no sabían siquiera quién poseía sus tierras ni a quién estaba llegando la parte de la cosecha que cedían por arriendo, porque el propietario de Jandía nunca las visitó, sino que nombró un administrador en Canarias, que a su vez designó a un arrendatario en Jandía.
El tal Virgilio se expresaba en un inglés perfecto, de tono académico, casi doctoral, modulando la voz con elegancia, como si estuviera dando una clase. Helena parecía pendiente de sus palabras. A Gabriel le comían unos celos tiranos. En realidad, siempre había sido un hombre muy celoso, pero odiaba reconocérselo a sí mismo, y desde luego, jamás se lo habría reconocido a nadie más, encerrado como estaba en el refugio ilusorio de su contención británica.
»Hasta que en 1937 -proseguía Virgilio- Gustav Winter, un ingeniero alemán, se interesa por la zona y les propone un ventajosísimo trato a los marqueses de Lanzarote, condes de Santa Coloma, que eran los propietarios, para arrendarles la península. Nadie entendía por qué precisamente un alemán estaba interesado en arrendar un terreno situado en una isla perdida de la mano de Dios, pues debéis de recordar que por entonces Fuerteventura no era un destino turístico, sino una isla a la que apenas llegaban viajeros. Una isla muy poco poblada, seca, dura, paupérrima…
– Más o menos como ahora, ¿no? -Gabriel formuló la pregunta en un tono correctísimo, pero el veneno que transportaba la observación era evidente.
– Mucho peor -correctísimo también él, Virgilio no se dio por ofendido-. Para que te hagas una idea, aquí, en Fuerteventura, en Tefia, existió un campo de concentración franquista y ni siquiera tenía vallas o alambradas. Estaba en medio del desierto, así que ¿a dónde podría un prisionero escapar? En fin, como iba diciendo, el repentino interés del alemán llamó mucho la atención y más aún el hecho de que inmediatamente decidiera construir una carretera. Hubo mucho intercambio de cartas entre alcaldes, gobernador civil y demás, pero las actividades de Winter no sólo habían alertado al gobierno nacional. Al Almirantazgo británico la presencia del alemán también le había colocado la mosca detrás de la oreja: sospechaban que Herr Winter era súbdito del Reich, y que lo que pretendía construir en la isla era una base militar alemana que podía servir tanto para el suministro o abastecimiento de navíos como para la observación o para refugio.
– Winterr, Raij… -Helena parecía paladear las palabras como si fueran los nombres de un postre exótico-. Qué bien pronuncias el alemán…
– Me encanta tener a una mujer tan guapa tan interesada en lo que cuento, no me suele suceder a menudo.
Helena sonrió, una sonrisa radiante y cálida como el propio día, y Gabriel sintió que los demonios de los celos le mordían por todas partes.
– Pero sigue, por favor, no quería interrumpir.
– ;Por dónde iba?
– Los ingleses sospechaban de Herr Winter.
– Pues sí, el Almirantazgo británico insistía en que el apéndice de Jandía se había convertido en una rada privilegiada para los submarinos alemanes. Hay que tener en cuenta que Jandía constituye un enclave de importancia geográfica y estratégica incomparable, pues supone un paso obligado en la ruta a África, amén de que desde Barlovento se disfruta de una vista excepcional para poder divisar cualquier barco que viaje de un continente a otro. Tened en cuenta que por aquel entonces pendía sobre Canarias una amenaza de invasión angloamericana. Buques de guerra del Tercer Reich atracaban a menudo en los puertos canarios, eso os lo puede confirmar cualquier viejo de más de ochenta años. De aquélla llegaban regularmente a Canarias navíos alemanes a través de la consignataria Woermann Linie, con base en el Puerto de la Luz, que actuaba oficiosamente como base de inteligencia del Reich.