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»Durante las dos guerras mundiales, el paso de barcos de guerra y submarinos alemanes por Canarias fue constante: naves que se abastecían en La Palma, La Gomera, Tenerife, Gran Canaria y Fuerteventura. En el caso de los puertos de Gran Canaria y Tenerife existen pruebas documentales del avituallamiento de submarinos nazis durante la segunda guerra mundial, así como de sus barcos nodriza. En Gran Canaria, las tropas alemanas contaban con un chalet en Tafira para refresco de las tripulaciones y con una estación de radio, en el Pico de Bandama. Lo dicho pues: Franco puso las islas Canarias a disposición de los alemanes, por mucho que el país, en teoría, fuera neutral.

– ¿En teoría? ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Helena, evidentemente muy interesada por la historia o, temía Gabriel, por quien la relataba.

– Neutral en teoría y no tanto en la práctica. Porque a partir de la victoria del bando franquista en la guerra civil la implicación del Estado español en el funcionamiento del Tercer Reich fue importante. El aparato franquista se esforzó mucho en estar bien sincronizado con el del Tercer Reich. Franco tuvo su parte de responsabilidad en la larga duración de la segunda guerra mundial por su intenso comercio con el régimen alemán y por el apoyo que se les presto a los nazis desde España, por más que el Estado español se definiera oficialmente como Estado no beligerante o neutral. Eso es bien sabido por cualquier historiador, especialmente por los británicos, que han escrito mucho sobre el particular.

– Tú estudiaste allí, ¿no? -intentó confirmar Gabriel, tanteando al posible rival.

– No exactamente. Fui lector en Oxford, con una beca de investigación… ¿Cómo lo has sabido? ¿Te lo ha dicho mi tía?

– Por el acento, lo he supuesto por el acento y el buen inglés que hablas. Yo también estudié en Oxford, por cierto.

– ¿Qué estudiaste?

– MBA.

– Ah…

Gabriel creía entender el porqué de aquel ah ligeramente despectivo y arrojado como un dardo envenenado. Los estudiantes de empresariales no estaban bien vistos a ojos de los de humanidades, como si hubieran traicionado el espíritu humanista de la institución.

– Me siento halagado de que lo hayas advertido. Tenía la intención de seguir la carrera académica, pero ahora he cambiado de opinión. Puede que escriba un libro, pero no un libro académico; un libro de divulgación, para el gran público. A veces pienso incluso en escribir una novela…

– Y ¿por qué esa decisión? Te veo realmente muy versado. Un erudito, diría yo. Serías un gran profesor, o un gran investigador -dijo Helena, y el halago debió de resultar tan agradable para Virgilio como doloroso para Gabriel.

– Gracias, pero en realidad no es para tanto. Y no me veo de profesor universitario. Quiero vivir aquí y, más tarde, ya veré. Ahora mismo no me imagino viviendo lejos de la isla.

– No me extraña… Supongo que es fácil enamorarse de este sitio. Pero tú no eres canario, ¿no? No tienes acento.

El pensamiento de Gabriel se aceleraba errátil e inseguro: quería pensar que aquello no era un coqueteo, y que imaginaba donde no había, pero le comía una envidia verde y muda de Virgilio, y una tenaz y lúcida avaricia de cada gesto de Helena.

– Mi familia lo es. Yo viví mucho tiempo en Madrid, y luego volví aquí. Es una larga historia, otro día te la cuento.

– Claro. Por favor, sigue con lo que estabas contando. Me parece muy interesante todo eso de la colaboración entre el Estado español y el Tercer Reich.

– Ah, sí. Pues, por ponerte un ejemplo, en el treinta y ocho se firmó un pacto de colaboración entre la Gestapo y el servicio de información de la policía militar española. A través de ese pacto se acordaba que expertos de las SS y la Gestapo asesorarían a agentes españoles en la lucha contra el comunismo. Lo que quiere decir que los alemanes instruyeron a los policías españoles en lo referente a técnicas de interrogatorios, torturas, ficheros, campos de internamiento, etc.

– Suena terriblemente sórdido…

– Lo es, Helena. En bastantes casos de designación de cargos policiales se llegó a aceptar la prioridad de decisión alemana. Incluso se adiestraron policías españoles en Alemania. Durante la segunda guerra mundial, Franco también puso al servicio de los alemanes parte de su infraestructura comercial con los países del sur de América, ofreciéndola a los alemanes como enlace. Y no sé si sabéis que casi cincuenta mil soldados españoles lucharon con el ejército nazi.

– Sí, claro, la División Azul -dijo Helena-. Pero no sabía que habían sido tantos…

– Creí que habías dicho que España era neutral -recordó Gabriel.

– ¿Neutral? Sobre el papel, nada más. En España, la Alemania de Hitler tenía miles de agentes, unos diez mil según las listas de los aliados, infiltrados en casi todos los puntos clave del país: el ejército, la policía, la prensa, la radio nacional española, los puertos… y, por supuesto, los servicios secretos. Las academias de formación de oficiales estaban asesoradas por oficiales alemanes, y la Gestapo organizaba a la policía española. Incluso Iberia empleó aviones alemanes. Al igual que Radio Nacional de España, cuya primera emisora era completamente alemana… Es decir, que España fue el único país oficialmente neutral que apoyó militarmente al Estado nazi en su guerra. Neutral sobre el papel, repito. En el cuarenta y tres, y debido a las múltiples presiones británicas, Franco no tuvo más remedio que retirar a la División Azul del frente, pero no lo hizo porque no apoyara ya el régimen nazi, ni por un distanciamiento ideológico, sino porque no era tonto. Ya se intuía que la guerra la iban a perder los alemanes, de forma que el Generalísimo inició coqueteos políticos con los aliados para garantizar la supervivencia del fascismo español. Pero el ejército español, por ejemplo, siguió colaborando con el alemán en acciones de sabotaje a objetivos británicos. Y durante toda la guerra, España fue la encargada de transferir bienes nazis a terceros países.

»En resumidas cuentas, que cuando ese presunto agente nazi, Gustav Winter, arrienda las tierras de Jandía, en el año treinta y siete, el gobierno nacional -el gobierno del alzamiento, el de Burgos, no el gobierno legítimo de la República- está a partir un piñón con el alemán, como si dijéramos. Después, en el cuarenta y uno, cuando el fascismo ha ganado la guerra, una entidad denominada Dehesa de Jandía, S. A., compró la península entera, en teoría con la intención de destinar el territorio a la explotación agrícola. Y ¿quién era el gerente de esa sociedad?

– Gustav Winter. -Helena respondió inmediatamente, confirmando así su interés en la historia o, triste sospecha que anidaba en Gabriel como una víbora, en su narrador.

– Bingo. El señor Winter, quien se convirtió en el propietario de facto de la península de 1937 a 1962. Resulta extrañísimo que un simple particular, en años tan turbulentos, invirtiera tanto dinero en un área geográfica casi olvidada y de tan difícil acceso. Por no decir que no se entiende que dispusiese en España de contactos al más alto nivel para montar un tinglado jurídico-económico como el que lió. Parece evidente que Winter contaba con el apoyo y la colaboración del gobierno alemán, ¿no?

»Así que, durante la segunda guerra mundial, el señor Gustav Winter, dueño de la península de Jandía, no hace nada por mejorar la agricultura local. Desde luego no inicia ninguna de las acciones supuestamente encaminadas a hacer de Jandía la fértil y próspera explotación agrícola que había prometido crear. La mayoría de los majoreros que vivían entonces en la zona ya han fallecido, pero relataban que el señor Winter dormía a menudo en la playa y que de noche se veían luces extrañas allí. Habéis de tener en cuenta que por entonces no había luz eléctrica, y que los majoreros vivían en Cofete, en la aldea, que no está tan cerca de la playa. La idea de construir a pie de playa es muy moderna. En poblaciones de mar, las viviendas se construyen lejos de la costa, al abrigo de posibles mareas o inundaciones, e intentando evitar que la sal que trae la brisa del mar erosione los muros de las casas. Así que, de noche, con el frío y la oscuridad, nadie paseaba por la playa. Cofete, ya lo veréis, no era sino una pequeña agrupación de casitas alejadas de los bancales y la playa. Cuando lleguemos allí comprobaréis que la playa de Barlovento está bastante desierta, pero en aquellos años lo estaba todavía más. Sin luz eléctrica, desde Cofete, de noche, era imposible entender claramente lo que sucedía allí, qué maniobras se estaban llevando a cabo. Pero las luces sí que se veían.