«Llevaré un cartel con su nombre», le había dicho ella. Pero no lo llevaba. Cuando Gabriel llegó, una mujer morena se acercó a él y le tendió la mano. Caminaba con un contoneo circular tierno y dulce. La masa oscura de una melena vaporosa aureolaba un rostro pequeño y triangular invadido por los ojos inmensos, muy negros, de una gravedad desolada.
– ¿Cómo me ha reconocido?
– Porque eres idéntico a Cordelia.
La mujer que le había recibido en el aeropuerto era incontestablemente guapa, pero se presentía una tristeza en su aire lánguido, como si a la sangre le costara remontar con lentitud el recorrido necesario para mantenerla viva. Tenía el pelo y los ojos oscuros, piel dorada, pómulos angulosos, cuello esbelto, cintura estrecha, brazos y piernas largas, manos suaves y expresivas con uñas bien pulidas, sin esmaltar, y un aire levemente masculino en el vestir: pantalones negros y camisa blanca, ambos de lino. Esa sobria indumentaria transmitía la misma austera dignidad de una reina desposeída que le había fascinado en Ada. Iba sin maquillar y le recordaba también a ella -pese a que Ada fuera rubia- en la naturalidad y la falta de afectación. De edad indefinida, podría tener entre veinticinco y treinta y tantos años. El color de sus ojos pasaba de castaño a negro según la intensidad y la inflexión de la luz que recibieran en un momento determinado. Se la veía tranquila, pero su expresión era seria. Al recibirle, hizo algo inesperado: se alzó de puntillas y besó a Gabriel en la mejilla, imprimiendo allí el tacto de sus labios, suave como un guante de seda. Parecía triste y abatida pero irradiaba serenidad y aplomo, como si hubiera alcanzado, pese a su juventud, un nivel de conocimiento muy superior al de él, o como si flotara por encima de las circunstancias, envuelta en una beatífica niebla de distancia, una sensación de calma, un radiante silencio que ardiera en su interior. Gabriel se sintió inmediatamente atraído hacia ella, cautivado por la deslumbrante sencillez de su actitud, y le pasó como un destello por la cabeza -una reacción espontánea, estímulo y respuesta, el relámpago imaginativo del deseo, como un animalillo que saliera a toda prisa de su madriguera buscando la luz del sol para regresar inmediatamente a su interior, en retirada- la imagen de la chica desnuda, bajo él, sobre él. Los hombres tienen ese tipo de pensamientos veinte veces al día y, en el caso de Gabriel, incluso alguna más, pero sólo porque alguien experimente un momentáneo destello de excitación, se dijo, no significa que tenga intención alguna de hacer algo para que ese destello se plasme en algo concreto. Además, tenía la impresión de que ningún hombre podía permanecer mucho tiempo inmune al implacable encanto de una mujer semejante. Aun así, le asaltó un leve sentimiento de culpa y se recordó que debía llamar a Patricia en cuanto estuviera instalado. Quizá, pensó, aquella reacción suya respondía a cierto resentimiento porque le había sorprendido la frialdad y la falta de tacto y empatía de su prometida cuando le comunicó la noticia de la desaparición de Cordelia. No obstante, lo cierto es que Patricia estaba muy estresada con el asunto de la organización de la boda, así que Gabriel había decidido no tenérselo en cuenta. Una vez más, como tantas otras, Gabriel había colocado una tapa sobre su indignación hirviente, que se consumía a oscuras.
Tras recoger su maleta e introducirla en el maletero, la morena se presentó como Helena, la mejor amiga de Cordelia. Ambas habían vivido juntas en un pueblo en el noreste de la isla, a media hora en coche.
– ¿Has leído algo en los periódicos? -No le miraba mientras hablaba, atenta a la carretera-. Tengo entendido que la prensa de tu país, la televisión, ha comentado el asunto.
– No en detalle. Ni siquiera mencionaban el nombre de mi hermana, gracias a Dios. Aunque sí decían que entre los posibles desaparecidos se encontraba una ciudadana británica.
– Trataré de resumírtelo, entonces. Como ya sabes, hasta el momento han aparecido en la playa los cuerpos de siete ciudadanos alemanes. Los siete pertenecían al mismo grupo de meditación, Thule Solaris, y al parecer vivían en la casa de la directora del grupo, Heidi Meyer. Estamos hablando de una secta, en realidad, pero el grupo nunca se inscribió como iglesia ni nada por el estilo. En la práctica, se trataba de personas que convivían en la misma casa sin que existiera ningún registro, contrato de alquiler ni documento similar que los vinculara. Parece que allí vivían unas treinta personas.
La voz de Helena era baja, profunda casi, con cierto revestimiento áspero, como de terciopelo que forrara un guante de cuero.
– Entonces, ¿por qué los medios hablan de una secta?
– Verás, hay muchas sectas que se instalan aquí, en la isla de Tenerife. Cerca de Candelaria, por Grandilla, por Abona o más al norte, en el valle de la Orotava, en Icod, en Garachico, hasta en el Puerto de la Cruz -a Gabriel los nombres no le decían nada, pero supuso que hablaba de poblaciones canarias-, y va ha habido un par de suicidios masivos. Aquí hay tradición, desde los años sesenta, de acoger todo tipo de sectas milenaristas. Suelen ocupar casas apartadas en el interior, donde nadie los ve, sin vecinos…
– Sí, supongo que lo lógico será buscar un sitio apartado, claro…
– Además, en las semanas previas al descubrimiento de los cadáveres, algunos de los alojados en la casa habían ido a despedirse de amigos o les habían enviado cartas anunciando su partida de este mundo. Unos vendieron sus posesiones, otros las remataron a mitad de precio. También se decía que en la casa de Heidi se había ofrecido un gran banquete, y hay quienes hablan de una gran fogata en la que se quemó lo que no se pudo vender. Los testimonios son confusos, pues las que han hablado han sido personas externas a la casa: vecinos, el cartero, familiares de los alojados… Ninguno de los que vivían allí se ha presentado a declarar. Para colmo, pocos días antes de que se encontraran los cadáveres, Heidi, que, como te he dicho, era la propietaria de la casa, había transferido el dinero de todas sus cuentas bancadas, que eran varias y muy nutridas, a diversas cuentas en Liechtenstein y Suiza.
– Algo de eso he leído, o quizá lo haya oído en la televisión… ¿No había tina compañera?, ¿una socia, una cómplice o algo así?
– Ulrike. La compañera que vivía con ella en la casa desde hacía años. Por lo visto era su secretaria personal, su gestora y su amiga íntima. Entre los cuerpos encontrados no se hallan ni el de Heidi ni el de ella. Por cierto, todo el dinero de Ulrike también había sido transferido a cuentas en Suiza.
– Sí, suena raro, la verdad. ¿Cuánta gente has dicho que vivía en la casa?
– Entre treinta y cuarenta personas. Y sólo se han encontrado siete cuerpos, así que es posible que muchos de los cadáveres de los miembros del grupo no aparezcan porque se los haya llevado la corriente.
– ¿Estamos hablando de un suicidio ritual?
– Casi con toda seguridad.
– Y ¿qué te hace pensar que Cordelia vivía en esa casa?
– No lo pienso, lo sé. Ella misma me lo dijo. Vivía conmigo antes de irse a casa de Heidi. Pero, por supuesto, el nombre de Cordelia no consta en ningún sitio, ya que la casa no registraba a los huéspedes. Sí que han quedado registradas numerosas transferencias de dinero desde la cuenta de tu hermana a las de Ulrike y Heidi. En realidad, casi todos los que vivían allí habían hecho transferencias a esas cuentas, cuentas que habían engordado sustancialmente en los últimos dos años.
– Entiendo…
– Perdona si soy indiscreta, pero ¿cuánto hace que no hablabas con Cordelia?
– Diez años, más o menos, desde que se vino a vivir aquí. Sabía de ella a través de su gestor, pero ella había cortado todo contacto conmigo, supongo que te lo habría dicho…