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JANDÍA

Y allí estaba el paisaje para rescatarle desde sus miedos y atraerle hacia sí, hacia la maravilla de aquel escenario espectacular y cambiante que iban atravesando. A la salida del hotel, el paisaje era parecido al de Tenerife. Las plantas se alzaban en toda su robustez y su exuberancia, con el plumaje verde extendido cual si para un abrazo, y los hibiscos explotaban casi obscenos, como frutos sabrosos o como sexos, mirando hacia un cielo azul inmóvil. Pero según fueron avanzando, el panorama cambió drásticamente y sustituyeron el cuadro exuberante por unas tierras pobres, salobres y planas, cuyo color ocre parecía provenir de su penuria y de los dolores que podían infligir a quienes pretendieran vivir de ellas. Sin embargo, había una belleza extraña en aquella tierra secana que el otoño envolvía en la amarilla dulzura de su claro sol.

Y, de pronto, una llanura pedregosa, como un gran personaje teatral, esperando serenamente. Transmitía a la vez soledad y serenidad, calma y movimiento. Porque a pesar de la aparente inalterabilidad de aquella alfombra amarilla, al menor soplo de viento los contornos cambiaban. El cielo estaba blanco y despejado, sin una sola nube, y el sol caía como lava. Pequeñas columnas de herrumbroso viento color sangre corrían paralelas a la carretera. Extrañas rocas sedimentarias, plutónicas, subvolcánicas, submarinas, hacían pensar en un paisaje lunar y contribuían a dar aún mayor sensación de irrealidad a la aventura. La topografía de la isla era como la de Ada o Helena, reticente y a la par cariñosa, con suaves lomos redondeados y antiquísimos barrancos detenidos en el tiempo que a veces daban lugar a mesas, cuchillos y cerros aislados. No había árboles, sólo palmeras y tarajales. Alguna sufrida planta parecía esconderse entre la arena, y otras recubrían las piedras con un tapiz multicolor.

Más tarde apareció el mar, y las playas, los campos de dunas blancas contra el agua color turquesa. El tipo de paisaje que uno sólo ha conocido en sueños, en películas o en folletos de agencias de viajes. El viento había sido el principal arquitecto de aquel espectacular decorado, arrastrando pacientemente desde la orilla del mar enormes cantidades de finísima arena hasta completar la formación de una asombrosa cordillera de dunas resplandecientes, adornadas por varias playas de aguas cristalinas de extraordinaria transparencia. El mismo viento que azotaba imperiosamente los cristales del todoterreno y que obligaba a las partículas de arena a estrellarse contra las ventanas.

Llegaron a Morro Jable, un enclave perfectamente urbanizado y turístico, lo cruzaron y a partir de allí iniciaron el ascenso de tina pista sin asfaltar, con unas curvas vertiginosas en las que el vehículo daba tales botes como para que más de una vez Helena y Gabriel se golpearan la cabeza contra el techo. Para colmo, el tramo de pista era mucho más estrecho que el de una carretera tipo, y de vez en cuando aparecían todoterrenos en dirección contraria. Hubo momentos en que Gabriel temió que se salieran de la pista y cayeran al mar desde el acantilado, pero pensó que al menos moriría feliz y que se ahorraría el incómodo trámite de tener que explicarles a Patricia y a su familia por qué estaba pensando en anular una boda planeada para más de cien invitados.

– No os preocupéis. La carretera no es peligrosa, pero sí es larga y nos esperan unos buenos dos kilómetros de ascenso entre curvas.

Al llegar a la degollada de la cuesta, Virgilio detuvo el vehículo en un mirador.

– Estamos a doscientos veinte metros sobre el nivel del mar, justo en la divisoria de cumbres, cuando la pista deja de ascender y comienza su descenso hacia la costa de Barlovento.

Desde el mirador se veían unas montañas de piedra negra, y en su falda, como una enagua, un ribete de playa de arenas blanquísimas, cuyas orillas lamían unas aguas intensamente azules que, según iban avanzando mar adentro, iban volviéndose cada vez más oscuras, en gradación cromática. Gabriel se quedó sobrecogido ante aquel espectáculo de montes de paredes verticales y desnudas que caían bruscamente, cautivado por el silencio y la vastedad del paisaje que no podría limitarse nunca a su propia hermosura y majestad: allí, el mar, la tierra y el cielo parecían aliados en una densa conspiración de belleza. La vista era magnífica, el viento infernal.

Iniciaron el descenso. Las mismas curvas de vértigo, el mismo miedo a despeñarse.

Y, de pronto, se acabaron las curvas y la tierra se volvió roja. Una mezcla de ocres salpicados de rojo muy intenso y, de vez en cuando, algunos arbustos.

– Si queréis, pasamos por el Risco del Moro para llegar a Cofete -sugirió Virgilio-. Siempre recomiendo pasar por este lugar aunque haya que desviarse, en el pueblo hay un guachinche donde se come pescado, y del bueno. Pero por una vez no se trata de una simple recomendación gastronómica. No hay pueblo en sí, cuando digo pueblo quiero decir…, apenas hay una veintena de casas pero, ya digo, hay un bar que tiene electricidad solar y agua de manantial, ya que no hay ninguna infraestructura pública que llegue hasta allí. Preguntaremos si alguna pareja de alemanas ha alquilado una casa en Cofete. Ya os he dicho que apenas hay veinte casas, de forma que si están allí nos lo dirán.

Cofete era una reunión de casas en el sentido isleño, no en el sentido de lo que Gabriel entendía por casa. Se trataba de pequeñas construcciones rectangulares hechas de piedra encalada que apenas podrían contener una habitación o dos.

Llegaron al restaurante, que, efectivamente, dependía de un grupo electrógeno y un enorme aljibe que parecían custodiar su entrada. Virgilio se puso a hablar con el camarero. Gabriel, como de costumbre, no entendía nada de lo que decían. Ni siquiera captaba retazos de la conversación, como le sucedía a veces.

– ¿De qué hablan? -le preguntó a Helena.

– Virgilio ha pedido pescado. Ahora le está preguntando si dos turistas alemanas han alquilado una casa en la zona. El camarero está haciendo una lista de todos los alemanes que han pasado por aquí últimamente. Han venido algunos, pero siempre en grupos mixtos, de hombres y mujeres. No recuerda haber visto a dos mujeres solas. Si te digo la verdad, yo tampoco entiendo mucho lo que dicen: el camarero tiene un acento muy raro. Aquí hablan distinto, y no me refiero sólo a Fuerteventura. Me da la impresión de que los de aquí, los de esta zona, hablan de otra manera…

El camarero les llevó una bandeja con pescado fresco acompañado de aquella especie de harina tostada canaria que Gabriel había empezado a reconocer como típica -gofio, se llamaba- y de unas cervezas. Lo apuró todo sin hambre pero con ansiedad, deseoso como estaba de ponerse a buscar cuanto antes la casa de las fotografías.

– Si os parece -dijo Virgilio-, paseamos hasta la playa y luego volvemos a coger el jeep. Dentro de cinco minutos estaremos en la zona de las fotos.

Los tres salieron del restaurante, y Virgilio volvió a adoptar su tono profesoral.

– Como veis, esto es como un anfiteatro natural, de piedra. Construido por la erosión del mar, con paciencia, durante millones de años. Hay casi ochocientos metros de desnivel entre las cumbres más altas y la base situada a orillas del mar.

Frente a sus ojos se extendía una playa de arenas rubias, la orilla moteada de restos de maderas arrastradas por las olas, resguardada de la vista de los curiosos por la cadena montañosa del macizo de Jandía. Daba la impresión de ser un amplio territorio virgen, no se veían bañistas en sus aguas ni toallas en sus arenas. Ni un chiringuito para turistas ni una atalaya para el socorrista. Era una de esas playas de postal que Gabriel había visto fotografiadas muchas veces, pero no había contemplado nunca en la realidad. La impresión, al natural, era completamente distinta, impactante, casi… religiosa. Sólo blanco y azul extendiéndose hacia el horizonte. El azul del mar y el del cielo eran muy oscuros, intensos. Del mismo color de los ojos de Cordelia. Un presagio, quizá.