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Fue Virgilio el que rompió el silencio al cabo de un rato.

– Creo que viene un helicóptero.

– ¿Dónde?

– Aquel punto de allá.

– No veo nada.

– Es un helicóptero, fijo. Aquí, en Fuerteventura, hay una unidad de rescate muy eficiente. Porque aquí pasa de todo. Surfistas que se van mar adentro y luego no pueden volver… Eso sucede cada dos por tres, y los rescatan con helicópteros. Y me acuerdo de que recogieron a casi cien inmigrantes del fondo de un acantilado de Fuerteventura contra el que se habían estrellado las dos pateras en las que viajaban. Y utilizaron un helicóptero y una grúa aérea, también, creo… Vamos, que lo sé, que lo sé… Ése es el helicóptero de la Guardia Civil. No puede ser otra cosa.

9

LAS PLEGARIAS ATENDIDAS

Cuando llegaron al hotel, en un coche de la Guardia Civil, Helena estaba tan cansada que se quedó dormida en su hombro. Gabriel tuvo que zarandearla para despertarla. Al principio, ella, aturdida, no parecía recordar nada de lo que había pasado. Preguntó dónde estaban con voz vacilante y quebrada. El la agarró por la cintura porque la chica, dócil y enajenada, parecía a punto de desmayarse. Llegaron a la recepción y Gabriel pidió las llaves de las dos habitaciones. Acompañó a Helena a la suya y decidió que no podía dejarla sola en aquel estado. Se la veía incapaz de sostener la mirada -los ojos perdidos, húmedos, atónitos, incrédulos, dilatados, en suspenso- y respiraba de modo desigual y desacompasado, agitada y confusa como un animalito atrapado. Helena se tiró en la cama y se tumbó boca abajo. El decidió que dormiría a su lado. No estaba pensando en tocarla, pero tenía miedo de que si la dejaba sola ella pudiera cometer alguna locura. Arrojarse por la terraza, quizá. El piso era alto.

Lo recordaba todo como en un sueño. El helicóptero, los jeeps, las luces, los hombres con uniforme, las dos mujeres y su extraña pasividad, cómo se dejaron subir al coche como si la cosa no fuera con ellas, con elegancia incluso. Las declaraciones en la comisaría. El intérprete. Las lágrimas de Helena. Preguntas y preguntas.

Helena empezó a llorar, abrazada a la almohada, con unos sollozos que le partían el pecho. Gabriel la abrazó. Parecía muy pequeña entre sus brazos, muy frágil. Y fue ella la que le buscó la boca. Después se enredaron manos, dedos, piernas, brazos, lenguas, todo con una urgencia salvaje. Las yemas de los dedos de Helena acariciaban su cuerpo como si estuvieran definiéndolo, trazando sus límites con el mundo exterior. Gabriel reprimía un sufrimiento muy intenso en el que no se hundía, sino que, por el contrario, soportaba con todas las fuerzas que le quedaban, al borde de la experiencia culminante que sería la felicidad. Increíble que en aquel grado extremo de desolación y ansiedad, a punto de tocar fondo y de trasponer límites, el cuerpo pudiera aún responder y desear. Y, cuando acariciaba los rizos sedosos y castaños de Helena y se abría paso con el dedo índice en el sexo húmedo y tibio que se separaba y le llamaba, comprendía perfectamente por qué Helena le deseaba precisamente entonces y no antes, por qué le estaba usando, en busca de un asidero que le permitiera sobrevivir hasta la mañana siguiente, en busca, quién sabe, de liberación o de restitución, y por qué él se dejaba usar: porque existe un grado extremo del sufrimiento en el que pierden sentido todas las nociones lógicas, y en el que lo único que importa es cómo va uno a superar el altísimo muro erizado de cristales en que la noche puede convertirse, gracias a qué extraña y poderosa alquimia seguirá palpitando el pulso de la sangre, cómo se contraerán y se expandirán los pulmones para inhalar y exhalar aire, y si esa magia se concreta en un cuerpo cercano todo vale, y Gabriel sentía que toda aquella situación le sobrepasaba y le desbordaba, y sabía que la certeza de la desaparición de Cordelia había abierto diques y derribado murallas, y que ambos, Helena y Gabriel, eran como dos náufragos que se aferraban desesperadamente el uno al otro.

Si dos erizos se acercan, las púas de cada uno dañarán al otro. El miedo a ese dolor hace que se aíslen para evitarlo y, en consecuencia, terminan sufriendo por su soledad. El erizo no desea acercarse a otros por el sufrimiento que eso podría causarle, pero quedarse en soledad también le causa sufrimiento. Haga lo que haga, está destinado a sufrir.