– Conozco esa historia. Cuando era muy joven, casi una niña, Cordelia se encaprichó de un imposible y, tozuda como es, no entendió que no podía tenerlo.
– Sí, es tozuda. Bastante. Y se le había metido en la cabeza que a Escocia no volvía. Me dijo: «He estado pensando y me gustaría quedarme aquí por un tiempo.» «¿En el hotel?», pregunté yo. «No, en la isla.» «¿Tienes dinero?», pregunté entonces. «No mucho. Calculo que lo suficiente para sobrevivir un mes.» «¿Hablas español?» «Sí», me dijo, «se me dan bien los idiomas, hablo muy bien francés y español y entiendo algo de alemán».
– ¿No te dijo que su madre era española? Nuestra madre era canaria, supongo que precisamente por eso Cordelia escogió Tenerife como destino para su escapada romántica, o su huida, o lo que fuera.
– No, en aquel momento no dijo nada. Lo haría más tarde, pero no entonces. No le gustaba hablar de su familia ni de su pasado. No me explicó hasta mucho después por qué hablaba tan bien español. Siempre pensé que lo había aprendido en el colegio.
– Lo aprendió de mi madre, claro, pero ella murió cuando Cordelia era pequeña, así que más tarde tomó clases particulares. Siempre se le dieron bien los idiomas. En su colegio era la mejor en francés, no sé dónde aprendió el alemán -dijo Gabriel-, probablemente lo aprendió sola. Cordelia era de ese tipo de chicas, ya sabes.
– Sí, justo, de ese tipo de chicas… Sea cual sea. Yo iba a dejar el hotel al cabo de quince días. Le dije que si se quedaba podía venir conmigo al Puerto. Tenía pensado alquilar un apartamento, ya sabía en qué restaurante iba a trabajar yo, y estaba segura de que a una chica como ella no le resultaría difícil encontrar trabajo de camarera. En el Puerto hay muchos bares, pubs y restaurantes que sólo tienen clientela alemana e inglesa, no le costaría encontrar algo. Resulta increíble que le hiciera esa propuesta a una chica a la que acababa de conocer, pero, como te he dicho, la conexión fue inmediata. No sé si te ha pasado alguna vez -a mí, muy pocas- que a partir de una mirada, de una voz, te mareas, como si ya conocieras a esa persona, como si la hubieras echado de menos mucho tiempo. Me lo repetía con la certeza de quien ha encontrado la respuesta al acertijo al que ha estado dándole vueltas en la cabeza durante años, como un repentino arrebato de fe: había encontrado una verdadera amiga, una hermana. Había leído cosas parecidas en algunas novelas, o las había visto en películas, pero siempre había pensado que los autores exageraban el influjo de la primera mirada. Licencia poética, ya me entiendes. Además, cuando hablaban de esa experiencia se referían siempre al enamoramiento y en mi caso el deseo nada tenía que ver con aquella afinidad tan intensa e instantánea. Porque yo, como la mayoría de las personas de este mundo, no puedo decirte exactamente qué es el amor, pero sí puedo decirte que creo en el amor, que creo en su poder, y que creo que no siempre se manifiesta de la misma manera, que no siempre tiene que ver con las palabras sexo, pareja, exclusividad o compromiso, ni con la fuerza que empareja a las personas y fecunda la materia del mundo, pero sé que, sea cual sea el aspecto en el que se manifieste o la variedad en la que aparezca, es lo único que puede proporcionar sentido a una persona, una sensación de pertenencia, y que, cuando aparece, la simple existencia se transforma radicalmente y empieza a ser, por fin, verdaderamente vida.
»Lo cierto es que un mes después ambas estábamos instaladas en el Puerto, y empezó para mí uno de los períodos más felices y plenos, esos días maravillosos que sólo pueden vivirse en la primera juventud, cuando estás cruzando el puente entre los últimos días de la primera adolescencia y los albores de la vida adulta. Éramos jóvenes, guapas, nos comíamos el mundo. Yo sentía que había tenido una suerte enorme al haber podido reunir el valor para irme de mi casa y empezar a recorrer un camino propio, sin sentimiento de deuda hacia unos padres o una familia. Para muchos jóvenes resulta tan poderosa la influencia de los dogmas y la tradición; tan intenso el miedo al rechazo, al ridículo o a sentirse indignos o desagradecidos, a las responsabilidades implícitas en cualquier intento sincero de cambio y de autonomía; tan profunda la ignorancia juvenil, tan largo el alcance de las mentiras sobre el pasado y el presente que les han inculcado toda la vida, que rara vez reúnen el valor suficiente para manifestarse, para expresar su auténtica voluntad, sus ideas, sus deseos, sus fantasías, sus opiniones, y acaban casándose por el rito de una iglesia en la que no creen y a la que ni siquiera respetan para no defraudar a sus padres o estudiando una carrera que no les interesa para cumplir unos sueños que ni siquiera eran suyos: prefieren mentirse y mentir a afrontar la verdad sobre sí mismos. Y a mis veinte años, con Cordelia, tomé conciencia de que durante toda mi vida había ido creciendo dentro de mí un temor, una inquietud, una angustia inexpresable que me había impedido ver el mundo tal como era y afrontarlo tal como estaba capacitada para hacerlo. Cuando ese temor se acabó me encontré de pronto nadando en las turbulentas aguas de un mar de ansiedad y novedades, en un mundo muy distinto del que yo había vivido, mucho más rico, mucho más complejo, al que tenía que enfrentarme buscando nuevos ideales y deshaciéndome de los antiguos.
»Empezamos a trabajar en el mismo restaurante, en el turno de noche. Cordelia hablaba el suficiente español como para poder desenvolverse, incluso más o menos bien, con los clientes locales. Al cerrar, nos íbamos de juerga, salíamos todas las noches, todas, y cada amanecer nos bañábamos en la playa, era como un ritual, incluso si hacía frío o llovía. Al fin y al cabo. Cordelia estaba acostumbrada al frío escocés. Esta ciudad es pequeña y parece muy tranquila, pero en realidad es mucho más animada de lo que imaginarías a primera vista, y bulle por dentro como un volcán. Está llena de extranjeros y de millonarios, hay mucho viajero de paso, es un continuo trasiego de gente, no te aburres nunca si no quieres. Nos conocían en todas partes, nos invitaban a copas en cada local, los dueños, los camareros, los clientes. Cordelia era muy sociable, tenía una palabra amable para cualquiera que se le acercara. Era como un imán, como una luz de referencia. Cordelia poseía una combinación de belleza, ingenio y simpatía verdaderamente explosiva, que la convertía a ella en el centro de atención, y no pocas veces yo tenía que sobrellevar el hecho de quedarme aislada cuando ella acababa rodeada de gente. Sin embargo, no le daba mayor importancia; no era tan estúpida como para dejarme arrastrar a la trampa de los celos y las envidias. «Lo curioso», me decía Cordelia, «es que en Escocia nunca conocí este éxito, más bien al contrario. Allí era la rara del colegio y del barrio, nadie me entendía, nadie quería hablar conmigo, apenas tenía amigos ni amigas. Mi hermano era el popular, no yo».
– Es cierto -confirmó Gabriel-, pero sólo hasta cierto punto. 1la verdad es que ella era demasiado madura para entenderse con la gente de su edad, y no tenía muchas oportunidades de conocer otro tipo de personas. Supongo que aquí, en la isla, podía hablar con gente de todas las edades, de todos los ambientes, gente que entendiera sus lecturas, su obsesión por la astronomía, por las ciencias ocultas, por Blake, esas cosas que los chicos de nuestro colegio y nuestro barrio no entendían.
– Sí. Muchas veces se enredaba en profundísimas charlas sobre filosofía, literatura, astronomía o poesía, o sobre el sentido de la vida con el primero que estuviera dispuesto a darle réplica. En esta isla no era difícil encontrar a quien quisiera debatir sobre temas semejantes. Ya te he dicho que es un ir y venir de gente, siempre encuentras a tipos nuevos, caras desconocidas y, desde luego, si buscas quien esté dispuesto a hablar sobre esoterismo, enigmática o ciencias ocultas, da por hecho que aquí lo vas a encontrar. «Al mundo hay que infundirle alma», decía Cordelia, «me es imposible pertenecer a un mundo sin alma, sin conciencia, me es imposible pertenecer a un mundo muerto y agonizante, me es imposible pertenecer a un mundo al que sólo otros han infundido alma. Y aquí, en Canarias, es fácil encontrar el alma del mundo».