»Pasamos allí más o menos un mes, hasta que hube ganado peso y confianza. Durante esos días mi madre estuvo a mi lado constantemente. Dábamos paseos por el campo y hablábamos mucho, de todo y de nada. De su infancia, de la mía, de mi padre. Aprendí a querer a mi madre con un amor sereno, igualitario, no con la dependencia del niño, sino con la admiración del adulto. Me enseñó a cocinar y veíamos películas todas las noches. A mí aquello me resultaba muy difícil. Durante cinco años no había visto un beso en una pantalla, no digamos ya una escena de desnudos o de sexo, porque en el centro censuraban previamente cualquier película que se viera allí. Todo me escandalizaba, pero poco a poco me fui acostumbrando.
»En cuanto volvimos a Madrid mi tío me llevó a ver a un psicólogo especialista en casos como el mío. Se trataba de un sacerdote jesuita, y por tanto podíamos hablar durante largas horas de religión. Me enseñó a darme cuenta de que uno podía abandonar La Firma y seguir perteneciendo sin problemas a la Iglesia católica, de que yo podía seguir siendo creyente y aun así ser contrario a los métodos de la organización. Me habló de numerosos teólogos y sacerdotes católicos que se habían enfrentado con ellos. Y, sobre todo, me enseñó a desembarazarme de la angustia, de la confusión, de la culpa, me enseñó a desconectar el punto candente de mis obligaciones para con los demás, me enseñó a avanzar hacia una meta en la que pudiera ser yo y no el juguete de otros, me enseñó a que en ninguna parte, y mucho menos en los evangelios ni en la Biblia, estaba escrito que debiera abandonarlo todo para seguir a Dios, que debiera renunciar a mi salud física o mental, o a mi propio dinero, que debiera olvidarme de mis intereses, de mi familia y de mí mismo. Me ayudó a atravesar de su mano la niebla emocional, a despejar la confusión y los autorreproches, a encontrar mi propio centro y a situarme en él… Pero eso no sucedió de la noche a la mañana. Durante un año, cada martes y cada jueves, manteníamos largas charlas, y durante un año, diariamente, escribía. De la misma manera que había llevado un diario en La Firma, ahora llevaba otro. Un diario sincero, que hablaba de mis progresos, de la cólera que quebraba toda mi felicidad posible, de las sensaciones rotas, de los sabores futuros, de la pena al desnudo, de los rincones polvorientos del alma que descubría y limpiaba de repente, de los progresos que iba haciendo de puntillas. Gracias a todo lo que escribí puedo contar la historia con tanta precisión ahora, con tanta calma, con tanta distancia.
»Me matriculé de nuevo en la universidad, esta vez en la Autónoma de Madrid, para hacer el doctorado. El Departamento de Historia Contemporánea depende allí de la Facultad de Filosofía y Letras. Hice talleres y cursos de posgrado. Obtuve, como siempre, calificaciones excelentes. Mis compañeros y mis profesores pensaban que era un chico muy tímido y, sabiendo como sabían que me había licenciado en filosofía en la famosa universidad de La Firma, probablemente imaginaban que de una manera u otra era simpatizante, lo que al principio, sospecho, les creó cierta desconfianza. Pero siempre me trataron bien. Dos años después ingresé en un grupo de investigación sobre historia cultural de la política. Seguía siendo un cerebrito y aún me costaba relacionarme con gente de mi edad, sobre todo con las chicas. Leía, leía y leía. Retenía datos en la mente intentando entender, establecer conexiones, buscando la clave recóndita, el hilo del laberinto, desandando los pasos en busca de la encrucijada exacta en la que me desvié del camino y erré la dirección hacia ninguna parte. Y en aquel regreso, los libros hacían de brújula y de guía.
»A los veintiséis años se me presentó la oportunidad de conseguir un lectorado en Oxford. Y ¿sabéis lo que me decidió a marcharme allí, por qué fui? Porque sabía que la capellanía católica de Oxford se había opuesto a la implantación de La Firma en Londres, que incluso el capellán había hecho llegar una advertencia a los estudiantes para que se mostrasen alertas ante posibles maniobras de reclutamiento de La Firma y se ofrecía para charlar al respecto con cualquier estudiante. Durante el año que estuve en Oxford mantuve una estrechísima relación con el capellán y también con muchos profesores católicos, y descubrí una manera de entender la religión que ya mi psicólogo me había indicado: menos artificial, menos impuesta, más auténtica. Con sencillez desnuda, de vuelo de pájaro, de pan y de sal. Con la limpieza necesaria para no sufrir innecesariamente ni hacer sufrir a los demás. Mi fe se mantenía erguida, a pesar de todos los vientos de duda que parecían a punto de derribarla.
»Regresé a España. Veintisiete años. Doctorado con premio extraordinario. Excelente curriculum. Tres idiomas (lo único que le agradezco a la universidad de La Firma es que allí aprendí alemán). Y, sin embargo, yo sentía que en el mundo real, fuera de la cómoda endogamia del sistema universitario, sería incapaz de desenvolverme. Me costaba hablar con mujeres, seguía siendo extraordinariamente tímido, envarado y formalista, carecía de amigos de mi edad, nunca me había emborrachado…
– Disculpa que te pregunte esto y, por supuesto, puedes no responderme, pero ¿habías mantenido alguna relación? Relación amorosa, quiero decir.
– No, nunca. Seguía siendo virgen, si es eso lo que me estás preguntando.
– Pero… ¿por qué? Si eres un hombre muy guapo, e imagino que serías un joven guapísimo…
A Gabriel apenas cinco días antes se le habrían llevado los diablos con semejante comentario. Ahora no le importaba.
– Supongo que te parece raro, pero allí, en Oxford, había mucho estudiante chino, pakistani, británico, pero de familia india… muchos que creían que debían casarse vírgenes o al menos aparentarlo. Así pues, yo no destacaba por eso. Te sorprendería saber cuántos estudiantes se mantienen célibes. Incluso en España, en los años cincuenta, mi situación no habría sorprendido a nadie. Verás, el caso es que, cuando hice la terapia con aquel psicólogo, él me explicó que la mayoría de los discípulos, en cuanto salen, buscan una pareja, y que los resultados suelen ser catastróficos a no ser que encuentren a alguien cercano a La Firma que pueda entenderlos. Tienes que pensar que ingresas muy joven en la organización, con apenas quince años, y que te mantienes como congelado, fuera del mundo, en una vitrina. Cuando yo salí, a los veintitrés, tenía la experiencia sentimental de un preadolescente, y un gran miedo a las mujeres, a las que casi no había tratado. Además, ya sabes lo que les dicen a los alcohólicos en rehabilitación: no pueden empezar una relación hasta que hayan pasado un año exacto sobrios, sin probar una gota. En realidad, tienes que haber aprendido a estar solo, a valorarte a ti mismo antes de iniciar una relación porque, de lo contrario, existe un enorme riesgo de que transfieras la dependencia que tenías del alcohol o de La Firma o de las drogas o lo de que fuera a la nueva relación amorosa.
»Eso lo entendí muy bien y, además, tampoco lo tenía muy fácil para conocer mujeres. En los cursos de doctorado o en los grupos de investigación había muchas, de hecho había más mujeres que hombres, pero todas tenían novio o estaban casadas. Y en Oxford la verdad es que me encerré mucho y apenas salía. Además, yo seguía siendo creyente, buscaba una mujer para casarme, no quería tener tina simple aventura sexual, pero por otra parte tenía verdadero pánico al matrimonio, a equivocarme en mi decisión y a acabar atado de por vida a alguien que no me conviniera, como me pasó con La Firma. En Oxford, salí con una chica coreana, católica. No sé si lo sabes, pero Corea del Sur es el tercer país católico de Asia, ha batido el récord de países en conversiones anuales al catolicismo. Y como suele suceder entre los nuevos conversos, se trata del catolicismo en su versión más estricta. Aquella chica era virgen y quería seguir siéndolo hasta el matrimonio. Yo me mentía a mí mismo y me decía que la respetaba. En el fondo había encontrado la excusa perfecta para esconder bajo una capa de respeto el miedo que tenía al sexo. O, mejor dicho, al fracaso, a no saber comportarme. Así que podría decir que había tenido una novia, pero mentiría. Se trataba simplemente de una amistad romántica. Además, no estaba enamorado de ella. En cualquier caso, aquello no podía durar mucho. Sé que esto resulta difícil de entender, pero cuando pasas tanto tiempo célibe no echas de menos el sexo, no sé por qué, pero de alguna manera desaparece la necesidad. «Deja la lujuria un mes y ella te deja tres», dicen. Pienso que yo, que siempre fui retraído, tras aquellos siete años secuestrado por La Firma (dos fuera de la casa y cinco y pico en ella), tras tantos años de recelos medrosos, condicionado para pensar que las mujeres eran peligrosas, no sabía, no podía acercarme a ellas con naturalidad, y mi propia cobardía me mantenía encerrado en mí mismo, acorazado en mis libros.