»Regresé a Madrid, como os decía, completamente perdido. Como una mariposa torpe y desorientada, no hacía más que estrellarme una y otra vez contra el cristal de mi propio miedo, que me impedía salir al mundo. Tenía claro que no quería seguir en la universidad, que aquélla había sido una fase de mi vida, pero que no iba con mi carácter. Me planteé buscar un trabajo, pero antes me dije que podía tomarme un tiempo de descanso. Por primera vez desde que ingresé en La Firma no me sentía impelido a llenar mi vida de ocupaciones, podía estar a solas conmigo mismo, sin trabajo, sin libros, sin rosarios, sin jaculatorias, sin horarios que cumplir ni obligaciones que satisfacer, simplemente no haciendo nada, disfrutando del placer de ser y estar. Decidí darme unos meses antes de ponerme a buscar trabajo en serio para darme la oportunidad de recuperar el tiempo perdido y hacer las cosas que no había hecho durante todos aquellos años. Por las mañanas me iba a cualquier exposición gratuita que hubiera en la ciudad, que hay muchas, os lo juro, y por las tardes me iba al cine. Me saqué el abono de la Filmoteca Nacional y muchas veces veía dos o tres películas en una misma tarde. ¿Sabéis lo increíble que me parecía poder ver escenas de sexo sin sentirme culpable ni avergonzado? No iba a bares porque nunca había fumado ni bebido, y no me sentía cómodo allí. Pero iba a muchos cafés, cafés antiguos de los de velador de mármol (ahora no quedan muchos, algunos quizá en el barrio de las letras, entonces había más), me compraba cuatro periódicos, cuatro, y los leía los cuatro, encantado, disfrutando hasta de la más mínima noticia, incluso leía las necrológicas, lo juro, ávido de información después de tantos años en los que sólo pude leer el ABC de cuando en cuando, y con las noticias recortadas. Y entonces, en un café, me topé con ella.
– ¿Con quién?
– Con ella. Con la mujer que siempre acaba por aparecer en este tipo de historias. Ya la conocía, de hecho. Había coincidido con ella en el grupo de investigación, y ya entonces me gustaba. Pero en aquel tiempo ella tenía novio, a pesar de que yo creía notar cierto matiz amistoso en su sonrisa, unos segundos de más al mantenerla y una forma de clavarme la mirada que me desligaba del resto del grupo. Estaba sola, en la mesa de enfrente, leyendo un periódico también. Acababa de salir de la consulta del médico, una revisión de rutina, y había decidido tomarse un café. La reconocí inmediatamente, pero fue ella la que se acercó a saludarme, yo aún era demasiado tímido y no sé si habría tenido valor para levantarme y cruzar la distancia que nos separaba. Estuvo encantadora, me preguntó por mi vida, qué tal me iba, esas cosas, y entonces escribió su número en una servilleta y me dijo que algún día tendríamos que quedar. Y no tuvo que explicarme que ya no tenía novio, resultaba evidente.
»Tardé una semana en llamar, una semana. Dejé pasar siete días, pero durante cada uno de los siete pensaba en cómo marcaría las cifras y qué le diría, deseando que el tiempo se deslizase veloz y fluido hasta el momento en que encontrara finalmente el valor necesario para llamarla. Y te juro que, cuando finalmente lo hice, tartamudeaba. Ansioso, temblando, marqué las nueve cifras, y fue una suerte que ella no pudiera ver lo sonrojado que estaba, aunque seguro que percibió el nerviosismo de mi voz. Nunca me había palpitado el corazón de semejante manera, acelerado pero a la vez estático, ni me había sentido nunca hasta entonces enrojecer, ni me habían flaqueado así las piernas, ni me había fallado la voz de aquel modo lamentable. Así de tímido, así de frágil, así de vulnerable era.
– Pero… ¿no habías estado con nadie desde que saliste de La Firma?
– Sólo había estado con la coreana y, gracias a ella, tenía cierta experiencia, no mucha, en lo relativo a los preliminares del amor, pero no sabía nada del sexo propiamente dicho. En fin, cuando me reencontré con aquella mujer fue una experiencia… arrasadora. Me volví loco. Supongo que como no había vivido el amor adolescente en su momento, lo viví tarde, con toda la ingenuidad y la intensidad del primer amor, con todo su desgarro. Me ahogué en una densidad de emoción y sentimientos como nunca antes había experimentado, la certidumbre repentina y total de que aquello era el amor, de que aquello era la entrega, algo que cortaba el aliento, que daba escalofríos, que hacía llorar y reír, una especie de bosque oscuro y peligroso pero fragante y acogedor a la vez desde cuyo centro una fuerza misteriosa me atraía, y a mí no me quedaba más remedio que adentrarme hacia el corazón del bosque a sabiendas de que probablemente nunca encontraría el camino de salida. Y, claro, ella quizá me amaba, incluso puede que me amase con un amor más profundo y más sereno que el mío, pero no podía corresponder a mi intensidad. Porque ya no hubo en mi vida, desde que la conocí, otro pensamiento ni otra ocupación que Luisa y mi amor por Luisa. Pensaba en ella obsesivamente a cada hora de cada día y con ella soñaba cada noche, y los acontecimientos del mundo alcanzaban a llamarme sólo en la medida en que podía relacionarlos con ella, no me interesaban otras noticias ni otros libros ni otras canciones ni otras películas que no tuvieran que ver con los que a ella pudieran interesarle o que no me recordaran de alguna manera a ella, y era como si a través de Luisa estuviera aprendiendo una clave hasta entonces ignorada y una nueva manera de entender el mundo. Eso era el amor: tina nueva manera de percibir el mundo.
– Exactamente, así lo siento yo -dijo Gabriel.
Helena se le quedó mirando con los ojos desmesurados pero no articuló palabra.
– Pero yo no sabía cómo expresar aquello -prosiguió Virgilio-. Veréis, en La Firma uno de los gestos de amor que más se inculcan se basa en la repetición constante de jaculatorias a la Virgen María, una forma como cualquier otra de control mental. Y yo, pobre infeliz, convertí a la buena de Luisa en el objeto de mis saetas amorosas. Podía decirle que la quería setenta veces en dos horas. Pero de la Virgen no esperas que conteste, y de tu novia sí. Y mi novia no estaba para esos juegos de niño. Ni para mis escenas de celos. Porque yo era muy celoso, mucho. Me convertí en el hombre más celoso de Madrid. Tal era mi inseguridad y mi inexperiencia que llegué a seguirla a la salida del trabajo, a leerle los mensajes del móvil, a interceptarle la cuenta de correo. Y el mensaje más inocente adquiría a mis ojos la contundencia de una declaración y me sumía en un estado de furia espeso y silencioso. No os voy a contar toda la historia porque sería demasiado larga, pero se resume en una frase muy simple: no duró porque no podía durar, porque mis años en La Firma me habían infantilizado emocionalmente. Y, cuando ella por fin tuvo el valor para decirme que no quería seguir conmigo, me hundió. O, mejor dicho, me hundí, me hundí yo solito. Luisa no tenía la culpa de nada. Y de nuevo vino mi tío, el novio de mi madre, al rescate. Fue a él al que se le ocurrió que los tres, mi madre, él y yo, podíamos venir a la isla a pasar quince días de vacaciones.