Por esta razón, para Gabriel resultaba tan importante, esencial, la disciplina. No se salía jamás de las normas convenidas ni de los formalismos. Nunca perdía la calma, ni siquiera en los momentos de mayor tensión. Había perfeccionado un estilo de relacionarse con los demás que consistía en mostrarse educado y cortés y refrenar la cólera, si ésta aparecía, bajo una protocolaria máscara de sofisticada ironía. Por tanto, nunca se enfadaba con Patricia, y si ella lloraba, manipulaba o mentía, él acababa por darle la razón porque quería evitar los conflictos. Convencido de que siempre le tocaba a él sofocar la depresión o la llantina de Patricia para mantener la paz al precio que fuera, su capacidad de maniobra se limitó hasta que abarcó tan sólo los pocos centímetros de grosor de la cuerda floja sobre la que avanzaba. ¿Cuántas veces, cuántas, antes de llegar a Canarias, Gabriel se había dicho «no puedo dejar a Patricia porque me da mucha pena», «no puedo dejarla porque ella no podría vivir sin mí», «realmente lo de su madre no es para tanto, soy yo el que no cede», etcétera, etcétera? No se había tratado de una actuación en solitario, sino de un dueto. El había sido parte de esa pareja y había participado en aquel chantaje sentimental desde el momento en que había permitido que la coacción ocurriera y, al tolerarla, la había legitimado y había reafirmado a Patricia. Recordó las palabras del sacerdote psicólogo que había ayudado a Virgilio: los ex discípulos tienen mucha prisa por casarse, y se equivocan. Gabriel tenía mucha prisa también, prisa por dejar de estar solo, prisa por sentirse querido, prisa por huir de sí mismo y de sus recuerdos. Entre Ada y Patricia había vagado sin rumbo. O no. Le guiaba la necesidad o el destino, tenía que seguir avanzando como si lo hiciese en medio de una tormenta. Y creyó que Patricia era puerto, refugio seguro. Se equivocó. Era más que posible, ya de paso, que su obsesión por Helena tuviese más de huida de Patricia que de sentimiento real. Porque Gabriel no podría haber dejado a Patricia si no hubiera existido una Helena y, desde luego, no podría haberla dejado si hubiese permanecido en Londres. Ante los lloros, las presiones o las exigencias de su prometida, Gabriel lo había intentado todo: disculparse (incluso si no tenía por qué), razonar (incluso si estaba claro que no iba a mover un milímetro su postura), cambiar citas, anular planes, posponer compromisos, revocar promesas, cortar lazos, descuidar amistades, renunciar a aspiraciones, dinamitar fantasías, aguantar, ceder y rendirse. Nunca había fijado un límite, nunca se había negado, nunca habría tenido valor para marcharse. Y Patricia aprendió hasta dónde podía llegar porque observó hasta dónde Gabriel le permitía hacerlo. En ese sentido, la desaparición de Cordelia había sido providencial, como si ese Destino prefijado en el que su hermana creía tanto hubiese movido hilos para salvarle, para sacarle de una trampa segura.
Las constantes interferencias de Liz, por ejemplo. Cada vez que Gabriel cedía a las súplicas de Patricia y salía con aquella insoportable señora a cenar o a ver una exposición, se veía atrapado. Si decía que se sentía incómodo con Liz, Patricia inmediatamente le tildaba de egoísta o le decía que el hecho de que él no tuviera familia no significaba que debiera obligar a Patricia a actuar como si ella no la tuviera. Si cedía, si no decía nada y aguantaba todas las impertinencias de su futura suegra, entonces acababa por sentirse débil y tonto. Poco a poco fue perdiendo el respeto por sí mismo, sobrepasando sus propios límites. Pero no sabía expresar directamente la ira y ni siquiera sabía si tenía derecho a estar furioso. Empezó a tener miedo a expresar sus sentimientos, perdió la confianza y la disposición y su relación se convirtió en un acuerdo superficial de convivencia. No, jamás hubo discusiones, ni gritos, ni malas caras, pero tampoco hubo verdadera felicidad ni pasión. Como si existiera de prestado, como si aquella vida en la que avanzaba de puntillas para no hacer ruido no fuera sino un burdo simulacro de una vida real que existía fuera de su jaula, una vida real en la que había ruido, estrépito y furia. No había intimidad, excepto en lo sexual, o quizá ni tan siquiera eso, porque, comparada con Helena o con Ada, Patricia era mecánica, contenida, como si actuara movida por un mecanismo de relojería y no por el deseo. La intimidad desapareció desde el momento en que Gabriel aprendió a medir cada palabra que pronunciaba para evitar a toda costa los conflictos y enterrarlos bajo una capa de compostura y silencio. No hablar nunca de cuánto le molestaba Liz porque Patricia le acusaría de egoísta o de posesivo, e interpretaría su resistencia como indicio de su falta de compromiso. No hablar de su infancia porque la utilizaría como prueba de su inestabilidad sentimental. No hablar de sus esperanzas, sueños, planes, metas, fantasías, por si acaso veía en ellos un deseo de Gabriel de alejarse de ella. No hablar de Cordelia. Nunca hablar de Cordelia, porque Patricia no habría entendido jamás la naturaleza de su relación ni las razones de su distanciamiento. El silencio que había ocupado el lugar de la confianza se había convertido en una forma peculiar de comunicación. Aquel silencio en suspenso sobre sus cabezas contenía muchas preguntas y ninguna respuesta concreta. Las emociones que podrían haberse expresado con palabras reconocibles -miedo, traición, deslealtad, presión, asedio, culpa- habían quedado bajo sospecha, convertidas en una apolillada colección de antigüedades.
Si lo pensaba, el método de captación de La Firma, el proceso mediante el cual Virgilio había sido atraído y anulado, presentaba paralelismos sorprendentes -o quizá no tanto- con su propia historia. Virgilio, Cordelia y Gabriel, los tres compartían muchas características. Una infancia complicada, un carácter muy inseguro, mucho atractivo físico -Gabriel era consciente de ello, sin falsas modestias-, dinero y posición social, lo que los convertía en presas tan deseables como vulnerables. Los tres habían sido seducidos tras la pérdida de un ser querido (en el caso de Cordelia, su novio había fallecido; Virgilio y Gabriel habían sido abandonados por sus amadas). A los tres se los había cautivado desde la vanidad. A los tres se les había hecho sentir especiales, elegidos, llamados. Porque cuando Gabriel lo recordaba… Oh, sí, qué encendidas fueron, al principio de su relación, las declaraciones de Patricia, qué halagadores sus cumplidos, que subyugadores sus comentarios. Qué arrebatador el torrente de atención que le dedicaba, qué románticos sus mensajes, qué largas sus cartas, qué inspiradas sus frases. Nunca en su vida había recibido tanta consideración y afecto y se llegó a tener, es cierto, por un hombre distinto, un hombre especial, muy inteligente, con unas capacidades de espiritualidad, entrega y sacrificio por encima de la media, así se había sentido en brazos de Patricia cuando ella no dejaba de decirle y repetirle lo maravilloso que él era. Pero, al igual que le sucedió a Virgilio, cuando a Gabriel se le propuso un compromiso para toda la vida, dudó. Como a él, sentía que le venía grande la propuesta que se le hacía, que no estaba seguro de ser capaz de semejante renuncia, de olvidarse de otras mujeres o de otras posibilidades de vida sin Patricia. Temía que su vida de pareja se convirtiera en un simple zoo glorificado en el que se le encerrara junto a ella en una jaula y se le sirviera pienso a horas fijas. Y Patricia, ante sus dudas, vino a utilizar los mismos argumentos que el sacerdote había utilizado con Virgilio: que las dudas eran normales, que sólo probaban que Gabriel estaba enamorado -pues todos los hombres muy enamorados se asustan ante la magnitud de sus sentimientos-, que ella veía claramente que él la quería, que aquello era evidente, que Gabriel no podía cerrar los ojos ante algo así, que aquel tipo de amor sólo se vivía una vez en la vida y que dejarlo pasar sería arruinarse la existencia, que supondría una enorme traición tanto a Patricia como a sí mismo, como a la idea y al espíritu mismos del amor. ¿Y si perdía la Gran Oportunidad? ¿Y si destrozaba su futuro? ¿Y si arruinaba sus opciones? ¿Y si acababa solo? Cualquiera diría, escuchando a Patricia, que los solos, los solitarios, eran personas extrañas, criaturas nocturnas enfundadas en gabardinas de cuello alzado que proyectaban largas y amenazantes sombras, hostiles como lobos merodeando por las lindes del bosque, o personas que a menudo escondían en la nevera un cadáver descuartizado. No amaban a nadie y nadie los amaba. Desde la distancia, Gabriel recordaba cómo cada noche Patricia, con aquella voz de miel y aquellas caricias de seda, con aquel timbre perfectamente modulado que se estremecía íntimo en la confidencia y el susurro y se elevaba cuando hacía falta en vibrantes tonos apasionados aunque, eso sí, siempre contenido, siempre cadencioso, con aquel sonsonete musical e hipnótico, iba desplegando su calculada estrategia, desgranando argumentos para convencerle, porque una fortaleza asediada siempre acaba por ceder. Noche a noche, como una gota que va horadando la piedra, las mismas consignas, como la araña que teje la red, las mismas palabras melosas, como el domador que amansa a la fiera, las mismas frases persuasivas, como el flautista que arrastra a los niños, los mismos besos envolventes, hasta que Gabriel dijo sí.