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Un viento caliente movía blandamente las tardes silenciosas, delgadas tardes inmóviles que decaían con dulzura, como si no estuviesen alertas al paso de las horas. Y luego se presentía la noche, que llegaba sin avisar, como sorprendida en su propia penumbra. En la oscuridad, Gabriel escuchaba el corazón de Helena latir tranquilamente con la mansedumbre del agua que bulle dormida.

Vivían definidos por los tiempos imperfectos. El pasado imperfecto (nos conocimos en un aeropuerto) y el futuro imperfecto (¿cuándo te marcharás?). Vivían acomodados en un espacio existente entre ambos, en el que Gabriel siempre pensaba con todavía (todavía no me ha pedido que me vaya) o aún (aún no hace falta que regrese a la oficina). No tenía ningún sentido planificar el futuro desde aquel presente, siempre pensando en lo que había sucedido en el pasado, siempre recordando a la Cordelia que ya no estaba. Si pensaba así, condenaba al futuro a ser una prolongación del pasado, o sea, más de lo mismo, dos personas unidas por el recuerdo de una tercera.

Y una tarde, al punto de la noche, estando los dos tumbados en la cama, abrazados, soñolientos, Gabriel escuchó un rumor de pisadas y, medio dormido, recordó que en aquella casa nunca se cerraba la puerta de la entrada, que nadie imaginaba ladrones o asaltantes, que vivían en la confianza propia del paraíso. Y entonces oyó la voz de Helena, un aullido visceral, como de animal herido, y vio su silueta recortada contra la puerta. Allí, frente a él, delicada, luminiscente, frágil, transparente acaso, estaba Cordelia. O su fantasma.

15

DE ENTRE LOS MUERTOS

Toda mi vida, desde que yo recuerdo, he deseado intensamente que existiera un más allá y que pudiéramos tocarlo, que hubiera una vida además del mundo visible. Porque, si la había, yo podría contactar con mis padres, y entonces el mundo volvería a tener sentido. El sentido que perdió cuando desapareció el símbolo de la seguridad de mi infancia, pequeño y enorme al mismo tiempo, la persona que me consolaba, me escuchaba, me alimentaba, me arropaba y me contaba cuentos, a la que tantas veces había desobedecido, rechazado o no hecho caso, pero en la que siempre había confiado. Amaba a mi madre. A mi padre también, supongo, pero a él no le necesitaba.

Cuando nos fuimos a vivir con mi tía Pat, ella me obligaba a acostarme todas las noches antes de tener sueño, me daba las «buenas noches, Cordelia», apagaba la luz y desaparecía por el pasillo. Ni siquiera tenía el consuelo de oír su taconeo porque jamás usó tacones. Aquella pena que sentía ante la injusticia tan flagrante de tener que acostarme sin cuentos, sin besos, sin caricias, sin luz, se disolvía como azúcar en agua con las visitas de mi madre. Yo me concentraba en llamarla, repetía su nombre una, dos, tres…, mil veces, y por fin, poco a poco, su imagen se materializaba. Al principio, difusa, suave, casi irreconocible, una sombra blanca. Después iba adquiriendo contornos más tangibles, más nítidos, hasta que la tenía frente a mí, tan viva como antes del accidente. Se sentaba en la cama y, sin hablar, me acariciaba el pelo con expresión de infinita ternura. Pensaréis que eran imaginaciones de niña, delirios, pero a día de hoy sigo creyendo que el espíritu de mi madre venía a verme, porque la necesitaba. Luego, poco a poco, dejó de acudir, hasta que sólo se aparecía en sueños. Así la sigo viendo a menudo. No tanto a mi padre, no estábamos tan unidos.

Con la muerte de Martin, esa necesidad desesperada de Fe, con mayúsculas, revivió. Necesitaba ardientemente una prueba de que aquél no era el final, sino el principio, y que de alguna forma volveríamos a reunimos en alguna parte, en algún lugar en el que mis padres me estaban esperando también.

Cuando nos dijeron que teníamos que dejar la casa de Martin, me hice a la idea de que volvería allí. Con infinita paciencia, removiendo piedras y quitando cal de las junturas con un taladro, hice estribos en el muro para facilitar la ascensión. A primera vista resultaba imposible advertir que, disimulada entre las piedras del muro, había una especie de escalera. Hice otra similar en la parte interna. Así sabía que, si quería volver, en cualquier momento podría saltar el muro y entrar en la casa.

Tras abandonar la casa de Martin conservé -como recordarás, Helena- las llaves. Una vez instaladas en Punta Teno, un día cogí la furgoneta y decidí volver. Sabía que sus hijos pasaban en la casa los veranos, las vacaciones de pascua y algunos fines de semana, pero que no vivían allí. Por supuesto, la puerta de acceso estaba cerrada, pero no me fue nada difícil saltar, como os he dicho.

No pensaba entrar en la casa, me bastaba con pasearme por el jardín, que estaba descuidado, porque el césped había muerto y sólo sobrevivía vegetación autóctona, de forma que aquello presentaba un aspecto completamente nuevo, pero no peor, sólo distinto. Quería quedarme meditando e invocando al espíritu de Martin mientras contemplaba la puesta del sol sobre el mar. Daba por hecho que los nuevos dueños habrían cambiado las cerraduras de las puertas pero, de todas formas, por si acaso, había llevado las llaves, y decidí probarlas. Efectivamente, no encajaban, ni las de la puerta principal, ni la del porche, ni la del enrejado que protegía el ventanal de la piscina. Sin embargo, para mi sorpresa, no habían considerado necesario cambiar la cerradura de la leñera.

Recordarás que ésta comunicaba con la cocina a través de un ventanuco. Apilé unos cuantos leños, rompí el cristal y luego, con paciencia, fui limpiando el marco de cristales para que no fuera peligroso atravesar el hueco. Como soy tan delgada, no me resultó difícil saltar a la cocina. Ya estaba dentro de la casa.

Me paseé por el interior recorriendo una a una las dependencias. La habían dejado más o menos tal y como estaba mientras vivíamos allí. La disposición de los muebles seguía siendo la misma. Incluso los libros y los cedes de Martin ocupaban su lugar exacto en las estanterías. No quería conducir de noche, así que no me pude quedar mucho tiempo. Recogí todo cuidadosamente para que nadie advirtiera que había estado allí. Como había retirado los cristales, pensaba que era posible que los hijos de Martin no se dieran cuenta de nada si sólo iban a pasar un fin de semana. Si no te fijabas mucho, no se notaba que la ventana ya no tenía cristal.

Nunca te lo dije, Helena, pero regresaba a la casa de vez en cuando para hablar con el espíritu de Martin. Necesitaba violentamente creer que él me escuchaba desde alguna parte. Estaba sedienta de esperanza. Vivir sin esa ilusión era como encerrarse en un cuarto estrecho y herméticamente cerrado: el suicidio por asfixia.

Heidi vino a apagar esa sed, fue la lluvia que riega un campo en el que la semilla ya ha sido sembrada. Desde el día que la conocí, su personalidad ejerció sobre mí una influencia extraordinaria. Se convirtió a mis ojos en la visible encarnación de esc ideal nunca visto pero tanto tiempo imaginado que me había obsesionado durante años. Sólo me sentía plena cuando estaba a su lado, y cuando estaba lejos pensaba en ella a todas horas. Creía que había visto la perfección cara a cara y el mundo se volvió maravilloso, demasiado maravilloso quizá, porque ahora entiendo que aquella adoración no era más que un delirio, un delirio peligroso. Yo vivía envuelta en una nube algodonosa, envenenada de opio. Porque cada vez que ella hablaba me transportaba a su mundo, a su cielo estupefaciente. Su elocuencia era espontánea, ardiente, improvisada. Si ella hablaba, sentía llamas de amor místico que me subían desde el corazón a la cabeza.