Cuando terminó aquel primer curso de meditación al que acudí, el entusiasmo y la fe se leían en todas las miradas, y yo sentí que la unción de Heidi corría a lo largo de la sala a modo de una influencia magnética, como si entre los que habíamos acudido fluyera una corriente que ella generaba. Si hubieras tocado a alguno, habrían saltado chispas eléctricas.
Pronto me di cuenta de que ella sentía algo por mí. Lo notaba en cómo me miraba, no como a una más de entre los discípulos, sino como a alguien especial, destacado, y ese saberme diferente y elegida entre los llamados me hacía aún más dependiente de su atención, de su mirada. Cuando me reflejaba en los ojos de Heidi veía a una mujer distinta, tocada por la gracia, destinada a algo grande y maravilloso. Ella me regalaba el oído y el alma con palabras de esperanza y de halago, con ofrecimientos de luz y poesía, de una historia importante empleada en algo digno, más grande que la vida. En Heidi estaba la garantía de una existencia plena de ocupaciones sublimes que exigían tanto esfuerzo y sacrificio como recompensas prometían.
Muchas veces íbamos juntas a una cala desierta que estaba en el norte. Casi nadie conocía aquel retiro secreto, y allí nos sentíamos a gusto, lejos de las miradas del resto del grupo. Contemplábamos el crepúsculo tomadas de la mano y ella me repetía que yo era especial, su discípula más amada.
Sin embargo, tenía una promesa hecha, un pacto, y no quería faltar a él. Por eso me negué durante tanto tiempo a vivir en la casa. Porque no quería dejar sola a Helena pese a que, poco a poco, su imagen se fuera empequeñeciendo más y más en mi paisaje, a medida que la de Heidi iba adquiriendo mayor protagonismo. De todas maneras, ella no insistía. Muchos de los discípulos no vivían en la casa, aunque acudían casi a diario para las sesiones de meditación y los rituales. Creo, además, que existía otra razón para que Heidi no insistiera: Ulrike. Ella toleraba mi presencia y la evidente fascinación mutua que existía entre Heidi y yo, pero no habría soportado compartir su puesto en la casa.
Cuando casi llevaba más o menos un año bajo el influjo de Heidi, uno de los discípulos falleció en la casa. Apareció muerto una mañana y nadie se planteó el porqué. Resulta sorprendente que nadie se hiciera preguntas, que nadie sugiriera que había que llamar a un médico para averiguar la causa de la defunción. Pero así era. La voluntad y las ideas de Heidi no se discutían. Ella anunció que Willem había ascendido a un estado superior y que debíamos alegrarnos por él. Más tarde, Ulrike trajo algo de beber, una especie de vino especiado que se consumía a veces en los rituales, y todos brindamos por él, para que despertara contento en la dimensión superior. Después de que varias mujeres hubieron lavado el cadáver con trapos impregnados en aceites esenciales, llevaron el cuerpo a la sala de meditación y uno a uno nos fuimos despidiendo de él.
Al atardecer encendimos velas e incienso mientras uno de los chicos más jóvenes empezaba a tocar la guitarra y entonábamos cánticos. Las llamas cálidas iluminaban el rostro de Willem, que parecía dormir plácido y tranquilo. Reunidos en torno al cadáver, celebramos los dones que nos había dado en vida. De vez en cuando alguien traía un cuenco lleno de vino especiado y nos lo íbamos pasando de mano en mano y bebiendo. A medida que la noche avanzaba, algo sagrado y solemne se iba apoderando de nosotros. Entramos en un trance mágico y durante algunas horas experimentamos la realidad sin tiempo ni espacio del alma.
En cuanto aparecieron las primeras luces tenues y blancas del alba, nos subimos todos a los coches que alguien había preparado y reunido durante la noche y emprendimos una excursión. Seguíamos al primero, que iba conducido por Heidi y Ulrike. Llegamos a Punta Teno. Aparcamos y estuvimos ascendiendo durante largo rato. Tres hombres cargaban el cuerpo de Willem, amortajado con trapos blancos. Por fin llegamos a un lugar desierto, un acantilado altísimo desde el cual se tenía acceso a una vista realmente increíble del mar. Alguien agitaba un pebetero y pesados vapores de incienso se mezclaban con el aire marino oscureciendo el cerebro. La simple cadencia de los cánticos, la extraña monotonía de la música, toda llena de repeticiones complicadas y de movimientos sabiamente repetidos, evocaba en el ánimo una especie de trance enfermizo. Me atraía aquel ritual tanto por su soberbio desdén de la evidencia de los sentidos como por la sencillez primitiva de sus elementos. Llevaba dos noches sin dormir, y aquel vino -que llevaba algún tipo de droga, ahora estoy segura- se me había subido a la cabeza, dejando mi conciencia liviana y flotante. Si Heidi me hubiera dicho en aquel momento que me arrojara al mar, lo habría hecho de buen grado, feliz y gozosa de sumergirme en el agua y bucear hacia el vacío absoluto, un vacío lleno de todo lo que contiene el universo, nada y todo a la vez, para hacerme inmortal.
Finalmente, entre todos alzamos el cuerpo de Willem, cubierto aún con el blanco sudario, y lo arrojamos al agua. Ni siquiera me fijé en si flotó o no. Aquélla era una pared recta, no había rocas ni playas visibles en el fondo, el cuerpo debió de caer directamente al agua, y supongo que la corriente lo arrastró mar adentro. Si alguna vez llegó a la costa, no tengo ni idea. Pero, si lo hizo, debía de hallarse en un estado tal de descomposición, comido por los peces, que nadie lo reconocería. En aquel momento ni siquiera se me ocurrió pensar que lo que hacíamos era ilegal, que deberíamos haber dado parte a las autoridades, que alguien debería haberse puesto en contacto con los familiares de Willem para comunicarles la noticia. Te digo que entonces sólo veía por los ojos de Heidi. Ahora pienso que lo más posible es que él, como tantos de los que vivían en la casa Meyer, hubiera cortado por completo los lazos con su familia. Ni siquiera deben de saber que ha muerto.
Había pasado año y medio desde mi primer encuentro con Heidi cuando ella me propuso hacer un viaje muy especial, pero me hizo prometer que de ninguna de las maneras revelaría lo que sucediera en el viaje a nadie, ni tampoco nuestro destino. Le di mi palabra y entonces tomamos el ferry desde Santa Cruz de Tenerife a Puerto del Rosario, íbamos en su Land Rover. Condujimos por la isla durante lo que a mí me parecieron horas, hasta que llegamos a Cofete, a la casa de un medianero. Heidi y Ulrike acudían al menos una vez al mes, y Heidi se retiraba allí largas temporadas para meditar y escribir. Además de ella, en el grupo sólo Ulrike sabía de su existencia. Y, a partir de entonces, también yo.
Heidi me explicó que su padre había sido en cierto modo el alma de Thule Solaris, el que había mantenido Thule viva durante muchos años en los que la orden zozobraba, y que había iniciado a su hijo, el hermano mayor de Heidi, para sucederle en esa misión. Pero éste había fallecido muy joven y el plan se había truncado, así que hubo que modificarlo. Nadie esperaba de Heidi que fuera iniciada, pero al morir su hermano su padre la instruyó en todos los ritos y ceremonias y la preparó para continuar su camino. Más tarde, debería haber concebido un heredero para que perpetuase la tradición, pero no había podido hacerlo. No había encontrado, me dijo, a lo largo de su vida, al padre adecuado. Los hombres no le atraían y, aunque se había acostado con algunos para quedarse embarazada, nunca lo había conseguido. Visitó a varios médicos y aparentemente no encontraron nada en su constitución ni en su aparato reproductor que la hiciera estéril o infértil, pero en cualquier caso el ansiado embarazo nunca llegó. Cuando la inseminación artificial se presentó como la solución al problema, resultó que ya era demasiado mayor. No sé exactamente la edad que podría tener Heidi, he calculado que unos sesenta y tantos años, aunque se mantenía en una forma física excelente, gracias a la dieta estricta, al ejercicio y al yoga, y no aparentaba ni cincuenta. El caso es que las nuevas técnicas de reproducción asistida llegaron tarde para ella, y no consiguió tampoco por ese método concebir al tan ansiado heredero o heredera. Pero yo era joven, inteligente, creativa. Y aria pura. Porque Heidi me aseguraba que yo descendía de los vikingos por la parte escocesa y de los guanches por la canaria. Los antiguos pobladores de la isla eran rubios, me juraba que su padre lo había demostrado fehacientemente. «La mujer más beila de entre todas mis discípulas -decía Heidi-, probablemente la más bella de la isla, y dotada de un cerebro excepcional.» Sólo teníamos que casarnos y después ir a una clínica de Estados Unidos y elegir el esperma de un donante ario e inteligente. La orden había encontrado un nuevo camino y Heidi iba a llevar adelante la construcción de un nuevo mundo, un nuevo orden de cosas que estaría más en armonía con la naturaleza, contra las fuerzas oscuras que había que derribar a fin de conseguirlo. Ordnung. Me hechizaba con esa palabra que mantenía en pie todo el edificio de su pensamiento, me embelesaba con ella. «¿Y Ulrike?», pregunté. «Ulrike tendrá que aceptarlo -me dijo-. Ella es demasiado mayor para poder concebir, y lo sabe, y la Sociedad de Thule necesita un delfín.»Sé que tal y como lo cuento suena exactamente a lo que era: una locura, pero cuando estás en un entorno de locos la mayor locura consiste en permanecer cuerdo. Cegada como estaba por el hechizo de Heidi, y lavado y centrifugado mi cerebro a través de todos los rituales de la secta, la proposición no sólo me pareció lógica, sino, además, un honor. Me entusiasmé con aquel caudal de palabras nuevas, de proposiciones dulces, y yo misma pronuncié palabras que no había usado en la vida: compromiso, fidelidad, matrimonio. Me sentía exultante de felicidad. Asentí con un sí trémulo, y sentí un estallido dentro de mi ser, un gozo que se deshizo en chispas brillantes: Yo era la Elegida.