No sé si tía Pam aceptó quedarse con nosotros sólo por el dinero que eso le suponía. Desde luego, no le gustaban los niños, eso tú y yo lo hemos notado siempre. El albacea del testamento era Richard, y nuestra herencia no podía tocarse hasta que ambos cumpliéramos los veintiuno, eso ya lo sabes. (Por cierto, ¿por qué, Cordelia, por qué tuviste que liarte con Richard? ¿Un intento de recuperar al padre que perdiste seduciendo al que fue su mejor amigo? Me dio un vuelco el corazón al enterarme, no podía comprenderlo, me daban arcadas sólo de imaginaros juntos en la cama.) Aunque quizá no sepas es que tía Pam recibía una cantidad at mes para ocuparse de nuestros gastos. Una cantidad muy alta. Quizá soy injusto con la pobre mujer, no sé. No he mantenido mucho trato con ella desde que dejé Aberdeen. La veo una o dos veces al ario. Ella vive ahora con su compañera, puede que sepas quién es, la señorita Hanlan, daba clases de literatura en nuestro colegio. Ambas están retiradas. No sé si son amantes o si han decidido vivir juntas para hacerse compañía. Tía Pam es muy mayor ya como para meterse en líos amorosos, pero nunca se sabe.
Una noche nuestra tía estaba hablando por teléfono en el salón. Creía que los dos estábamos dormidos, pero yo no lo estaba. Me deslicé hasta el primer peldaño de la escalera y me senté allí. No podía verme, pero yo sí podía oírla. Hablaba de mamá. No decía de ella nada agradable: la acusaba de haber provocado el accidente. En la fiesta a la que nuestros padres habían acudido, había bebido mucho y había discutido con nuestro padre (te darás cuenta de que no escribo «papá», pero ¿acaso nos acordamos tanto de él, o te acuerdas tú?). Cuando abandonaron la reunión, iba visiblemente borracha. Y ella conducía.
Nuestra madre despeñó el coche por un puente y se llevó por delante una barandilla. Se precipitaron unos treinta metros hasta caer al rio. La tía Pam decía que el conductor que la seguía aseguraba que nuestra madre había dado un volantazo deliberadamente, que no se trataba de que los neumáticos hubieran resbalado ni de que al coche le hubieran fallado los frenos. «Muy propio de Anna -decía tía Pam-, esa mujer estaba loca. Se suicidó y se llevó a mi hermano por delante, y todo porque él tenía otra amante. Pero cuando ella se casó ya sabía cómo era él, todo Edimburgo lo sabía…»¿Te lo conté alguna vez, Cordelia? ¿Había llegado a tus oídos? ¿Sabías tú de esa historia sórdida? ¿Llegaste a odiar a nuestros padres tanto como yo los odié esa noche? ¿Tanto como yo llegué a odiara tía Pam por hablar así de ellos? No sé, Cordelia, no sé cómo te sentiste tú. Sólo puedo decirte que yo estaba resentido y amargado. Representa un gran esfuerzo recordar los detalles de ese dolor, sólo me queda el eco del sufrimiento, las huellas que ha dejado en mí. Recuerdo más su ausencia que su presencia, porque el hueco que habían dejado en mi vida se hacía casi palpable, como una herida supurante. Yo ya apenas recuerdo a nuestros padres y su aspecto, que sólo puedo reconstruir a partir de las fotografías. Me resulta imposible describirlos como realmente eran, no consigo enfocarlos con precisión, los veo difuminados. Incluso cuando vivía con ellos, los vi siempre ampliados, desde la perspectiva de mi visión de niño y, como todo niño, esperé demasiado de ellos, así que, como siempre sucede, mis padres me decepcionaron. Pero a mí me decepcionaron más que a otros, ahí estriba la diferencia.
Recuerdo que muchas veces venías a mi cama a dormir porque tenías miedo del árbol que daba golpes contra tu ventana y la mía. Tenías miedo del viento, de la lluvia, de los ruidos. Hablábamos mucho, pero no recuerdo de qué. Puedo recordar perfectamente imágenes de cuando tenías cuatro años y, sin embargo, no recuerdo una palabra de lo que hablábamos entonces. Nada. Tú tenías once, doce años, calculo, yo quince o dieciséis. A veces jugábamos a las caricias. Con el anverso de la mano, yo le acariciaba las piernas, el estómago, los pechos aún sin desarrollar, trazaba círculos por tu espalda, por tus brazos. Pasaba por tus axilas sin vello sin hacerte cosquillas, ascendía por el cuello largo. Luego mis yemas rozaban tu cara, tus labios entreabiertos, tus cejas apenas delineadas, recorrían una y otra vez los surcos de tu oreja, un laberinto fascinante de curvas y pliegues. Te dabas la vuelta. Te ibas quedando dormida, relajada. Yo te acariciaba la espalda fascinado por el tono natural y definido de los músculos, por las cimas de los omóplatos, por las huellas de cada vértebra, por la curva natural de la espalda, por los dos hoyitos de la cadera, que flanqueaban, simétricos, cada lado de la columna. Luego te quedabas dormida y yo me quedaba dormido, en fraternal sincronía.
Lo creas o no, entonces no veía ninguna intención sexual en el juego. Sólo sabía que mis caricias le tranquilizaban, te relajaban, conseguían que tú te durmieras sin pesadillas, sin fantasmas de fiebre ni insomnio, y yo era feliz haciéndotelas. Estoy seguro, seguro, de que entonces no asociaba el sexo contigo. El sexo era otra cosa. Eran revistas con mujeres de un rubio imposible, no tu dorado cálido y trigal, sino de un tono metálico y agresivo; mujeres que exhibían unos globos hinchados y turgentes allí donde tú sólo tenías unos pezones pequeños sobre un torso perfectamente plano; mujeres que tenían unas nalgas casi esféricas que nada tenían que ver con los hoyos perfectos de tu cadera de virgen; mujeres de revistas tan manoseadas y pegajosas como los órganos de quienes las hojeábamos, mujeres imposibles que pasaban de mano en mano entre los chicos de mi clase. Eso era el sexo para mí a los quince años, y lo tuyo era otra cosa. Tú eras la depositaria de un afecto inocente y puro que yo entregaba con la fe que consideraba connatural a todo gran amor.
¿Recuerdas la moto? Yo tenía dieciocho años, me la compró tía Pam por Navidad (con mi propio dinero, el que aún no había heredado, todo hay que decirlo). Tú, que seguías siendo más alta que cualquier chica de tu edad pero que aún no tenías ni senos ni caderas (¿has llegado a tenerlas alguna vez, Cordelia?, cuando te marchaste eras muy joven aún, casi no habían apuntado, y cuando volví a verte en Punta Teno estabas tan delgada, tan esquelética, que se te marcaban las clavículas, te quedaba el mínimo de carne indispensable adherido al cuerpo, tus piernas no parecían unidas a las caderas sino directamente a la cintura, y no quedaba ni rastro de una curva, y me pregunto si en estos diez años en los que te perdí, Cordelia, te convertiste alguna vez en una mujer de curvas de vértigo, en esa belleza voluptuosa que Helena me hizo imaginar), tú, repito, que no podías conducir legalmente aquella moto, te empeñaste en cruzar con ella el centro de Aberdeen cada día de aquel verano. Yo solía ir agarrado a ti, tocando tu estómago, tus hombros, respirando el olor de aquel mareante perfume de ámbar, ese que llegó a ser una marca identificativa, como una segunda piel que te empeñabas en usar pese a que tía Pam lo odiara, o quizá precisamente por eso. El ámbar mezclado con tu propio olor, un efluvio inocente y dulce, cargado de hormonas y de promesas… Recuerdo aquellos paseos con una nostalgia infinita.
Luego llegó aquella primera carta, a Oxford. Una carta que reventaba de angustia y de cólera, de indignación y amargura, que me recriminaba que hubiera decidido estudiar en Inglaterra cuando mi propia ciudad, Aberdeen, está orgullosa de contar con una de las mejores y más antiguas universidades del Reino Unido. La carta de la chica que se había quedado sola en una casa que odiaba, con una mujer a la que no quería. La carta era tan insultante, tan dura, tan delirante… Folios y folios de escritura enrevesada y de palabras cargadas de veneno que no parecían escritos por una niña de quince años, sino por una mujer de cincuenta, tal era el reconcomio que contenían, el ácido corrosivo que desbordaban entre líneas. Me indigné al recibir la carta, no respondí.