Por lo demás, seguía a vueltas con los dígitos que habían abierto la caja fuerte, 29-11-90. Entonces recordé que al plantearle mi pregunta sobre esta fecha, Vera me había dado otra, la de la muerte de mi novia, y se me ocurrió ponerlas juntas y mirarlas, y en ese momento ocurrió algo extraordinario, algo que me rompió por completo los esquemas, cuando advertí que en realidad eran la misma fecha, invirtiendo la dirección de lectura:
29-11-90
09-11-92
En efecto, la segunda -la fecha de su muerte- era exactamente la inversa de la primera -la que abrió la caja fuerte-. O la misma leída en un espejo. En mi mente fue cobrando forma una posibilidad aterradora: que la verdadera clave de la caja fuerte fuera la fecha de su muerte. Sería posible si, invirtiendo el orden en que giraba los discos -empezando por el anterior y acabando por el posterior-, se abría. Corrí a comprobarlo.
Me sentí como si en vez de abrir una caja fuerte, estuviera desactivando una bomba de relojería. Giré primero el disco del fondo, contiguo a la caja, y lo detuve en el 0, y el inmediatamente anterior lo detuve en el 9. Seguí con los dos discos de la rueda central (1, 1) y terminé con el par de la rueda más pequeña y próxima a mí (9,2).
Las barreras saltaron.
Así pues, la verdadera combinación que Elena programó para abrir la caja era la fecha que le había dado Vera en su predicción del día en que moriría. Esto constituía una prueba sólida de que Vera decía la verdad.
¿Qué fecha más importante para recordar que el día de tu muerte? Ya fuera para sortear la fatalidad o para asumirla, sentiría la necesidad de grabarla en su memoria, se obligó a hacerlo de esa forma. Un secreto que se llevó a la tumba y que casi por accidente yo había descubierto.
¿Pudo acertar Vera por casualidad? Elena tenía treinta años cuando hizo la consulta a la vidente y bien podía haber vivido sesenta más. Supongamos un bombo de lotería que con tiene tantas bolas como días en sesenta años: en total 21.600 bolas. Y eso sin tener en cuenta que, en realidad, las probabilidades se multiplican al acercarse a una edad avanzada, y son menores en los primeros años a contar desde la siniestra profecía.
«Adivinó siniestramente el futuro -pensé-. No cabe otra explicación.»
10
En realidad, sí existía otra explicación. La Idea venenosa. La sentí llegar sigilosamente en la oscuridad de la noche, sibilante, con un frío chirrido. La idea me clavó su letal colmillo en plena noche. La Idea me saltó al cuello y me sumió en el horror. No podía moverme. Sentí que caía, que me hundía, pero no hacia abajo, no por la gravedad, sino hacia el vacío. Implosioné. Me hundía hacia donde no había puntos de referencia. Un vacío pavoroso. Mi cabeza iba a estallar por la presión. El vacío es un caer sin fin. No sabes dónde termina, dónde deja de sentirse su creciente presión. Un frío tenebroso, zumbido de tímpanos, la oscuridad informe. El abrazo de la nada.
¿Dónde estaba? El espacio se había disuelto. Ni siquiera sabía dónde estaba el techo y dónde el suelo. Mi cuerpo era la única referencia a mi alcance. Los latidos retumbando en los oídos. Un boquear de pez fuera del agua: sístole-diástole, sístole-diástole, un tam-tam interior.
Por fin, los dígitos azules del reloj despertador que marcaban las 5.25 en la negrura indistinta me dieron la referencia espacial. Conté un minuto. Ciento veinte pulsaciones. Para desalojar la Idea de mi mente me concentré en este cómputo. A las 5.30 eran ciento diez pulsaciones. A las 5.35 eran noventa. Poco a poco emergía del colapso, recuperaba mi posición en el espacio, lograba situar el emplazamiento de los muebles, el tocador de Elena, el chiffonnier, la cómoda, mi lado de la cama y el lado que ocupaba ella, ahora vacío.
Ciento veinte es lo que marcaba en ese momento el indicador de velocidad.
– No te imaginas cuánto he sentido lo de Elena -murmuró el Proyectazo mirando a través de la ventanilla empañada las vaguadas cubiertas por la escarcha.
Trece grados de temperatura exterior, las cuatro de la tarde del 19 de noviembre. Diez días atrás, Elena se había matado por esa misma carretera, la N-501 dirección Ávila. El Proyectazo insistió en acompañarme en lo que quiso mostrar como un gesto de amistad, de no dejarme solo en este duro trance. En realidad, me necesitaba para consolarse; yo era su compañero de duelo. Mi dolor era su lenitivo. Su falsa solidaridad me hacía peor persona, albergar peores sentimientos hacia la humanidad, y muy en especial hacia él. Ni siquiera sospechaba que lo sabía.
Apenas le escuché cuando hablaba de asuntos relacionados con nuestro trabajo. Iba imbuido en la negrura de mis pensamientos. Tenemos una ecuación: P=C=F, donde P es la Profecía de Vera, C es la Combinación que abrió la caja fuerte, y F, la Fecha fatídica. ¿Cómo se explicaba que las tres tuvieran el mismo valor? ¿Cómo se explicaba la coincidencia?
Una explicación es que Vera acertara, y otra, que Elena se suicidara en la fecha de Vera. Esta posibilidad me resultaba tan lacerante que, apenas entraba en mi campo de conciencia, producía una rápida devastación. Poner fin a tu vida cuando ha perdido todo valor, evitando a los familiares y seres queridos el estigma del suicidio. Morir dentro de los límites socialmente aceptados, morir una muerte común.
Necesitaba saber más, necesitaba conocer las claves del accidente. El coche circulaba a 160 kilómetros por hora cuando se salió de la curva; es lo que marcaba la aguja del cuentakilómetros en el momento en que quedó atascado por la colisión, según el atestado policial. No había huellas de frenada en la calzada. La hipótesis era que se durmió al volante. Fue alrededor de las once de la mañana, una hora en la que Elena solía encontrarse despejada. El coche estaba en buenas condiciones: seis meses antes había. superado una revisión mecánica. Descartado el fallo mecánico. ¿Un fallo de reflejos, entonces? Quería examinar esa curva, su radio, su peligrosidad real. Una curva fatídica podría explicar un error no forzado.
Según las estadísticas, el número de suicidios es superior al de muertos en la carretera entre los treinta y los cuarenta años. Y eso sin contar con que muchas muertes contabilizadas como accidentes de carretera sean, en realidad, suicidios encubiertos. Aun así, me costaba creer que Elena deseara morir. Detuve el coche en la curva del kilómetro 124, en un tramo descendente, y nos apeamos. Ahí fue donde el coche rompió el guardarraíl. Se apreciaba bien la pieza nueva.
– Puedo traer un ramo de dalias y ponerlas aquí, como recuerdo -se ofreció.
Se trataba de una curva a la derecha de unos 700 metros de radio. Es el radio que se considera el parámetro mínimo adecuado para una carretera de gran capacidad. De modo que no era una curva especialmente peligrosa. Podía tomarse a 120 kilómetros por hora sin riesgos, podía tomarse tranquilamente a 130. ¿Por qué circulaba a 160? Ella no era una adicta a la velocidad. No solía rebasar los 130. Pudo dormirse, claro. Pudo distraerse. A veces, cuando uno está tenso y preocupado tiende a pisar el acelerador sin darse cuenta. No mira el panel de mandos, es como si la velocidad, la adrenalina, le aliviaran a uno. Era sólo una posibilidad. Elena conducía bien, pero tenía tendencia a acortar las curvas por la tangente, cambiando de carril.
Pasamos al otro lado de la barrera y nos asomamos al barranco, quince metros de caída en un plano casi vertical. Tras la cortada había una zona rocosa y, más allá, se extendía una inmensa explanada yerma. Era una caída mortal, un lugar donde era difícil errar si uno buscaba perder la vida al volante.