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– El principio de inercia es lo que nos saca de las curvas -meditó el Proyectazo con melancolía-. En la universidad, nos dijeron «olvidaos de Newton, eso está superado». ¡Los cojones!

Suicidio generoso, suicidio en el que uno trata de salvar a los seres queridos de la idea de la autodestrucción.

El coche debió de salir proyectado en un breve vuelo de trayectoria elíptica hasta golpear de morro en la roca. El mundo se detuvo para ella. Todos dejamos de existir.

El negro asfalto es un río que anuncia lejanos rugidos. Es un fragor en aumento que, al pasar junto a nosotros, se convierte en un trallazo en los tímpanos que sobresalta. La muerte era un paso más allá de la línea blanca.

Bajando en zigzag por el barranco, a lo largo de un tramo menos pronunciado de tierra seca que crujía bajo nuestros zapatos, sentía una dolorosa presión en la nuca. La tarde estaba clara; un suave flujo de viento, no demasiado frío, agitaba las solapas de nuestros abrigos y traía hasta nosotros el humo de algún lejano vertedero.

No era agradable estar allí, en la curva por la que descarriló mi vida. Aún se descubrían restos de metal roto y retorcido, cristales trizados entre los hierbajos. Respiré hondo el aire frío y recobré la presencia de ánimo para seguir. Válvulas de los neumáticos, pedazos de chasis, la calderilla de la muerte. En un rastreo en círculos concéntricos encontré un pintalabios rojo de Elena, una patilla de sus gafas de sol, una cinta de Edith Piaf que le gustaba escuchar en verano y un pequeño frasco con sus pastillas para la hipertensión. Vertí algunas de estas bolitas de color ámbar en la palma de la mano. Las llevaba siempre consigo. Le inquietaba la posibilidad de sufrir algún día un infarto. A veces padecía leves dolores de cabeza. Cuando yacíamos juntos me preguntaba si podía sentir sus pulsaciones. Hacer el amor le bajaba la tensión y le acercaba el sueño. Yo me sentía mareado de dicha y me quedaba un rato despierto, escuchando su respiración pausada. Cada noche se conformaba con una noche de amor. Una noche que podía ser la última. No queríamos pensar en el mañana.

Finalmente, arrojé el frasco todo lo lejos que pude.

Nos sentamos en las rocas. El Proyectazo sacó dos cigarrillos y me ofreció uno. Al socaire del viento, chasqueó una cerilla y alumbró mi pitillo. Ante nosotros se desplegaba un imponente atardecer de gases de hidrocarburos. Las partículas gaseosas del aire formaban una pantalla que amplificaba las ondas luminosas, al dispersarlas, y las volvía más rojas. Había una indudable belleza en la monotonía de ese yermo de hierbas ralas y brillos invernales, antesala de los polígonos industriales de la gran urbe.

Sin preámbulos, le pregunté al Proyectazo por qué le contó a Elena mis planes en el Laboratorio Nacional de Brookhaven.

Se giró hacia mí bruscamente, alarmado. Parpadeó varias veces con la cara contraída y fea.

– Lucas, por el amor de Dios. ¿En qué te basas para…?

– ¡Basta! -grité, furioso. El grito se fue perdiendo en la soledad de la llanura.

¿Con qué finalidad lo hizo? ¿Por qué le reveló mis intenciones?

Desasistido, miró a los lados, como si buscara un lugar por donde escapar corriendo o un lugar en el que poder esconderse. Nada, salvo una explanada baldía, salpicada de arbustos, rocas, polvorientos matojos y esquistos. Antes de poder dar tres pasos ya me habría abatido sobre él.

Le pregunté cuántas veces se habían visto a mis espaldas. Y qué relación mantuvieron.

– Tuvimos un par de citas, como amigos, eso es todo -balbuceó.

Dejé que mi silencio hostil fuera un espejo que amplificara la tosquedad de su mentira. Esto socavó su confianza. Fumaba con ansiedad.

– De acuerdo, te diré la verdad. Toda la culpa es mía, Lucas. Ella no hizo nada. Me ofrecí a ayudarla. Estaba mal, tú lo sabes. Necesitaba hablar. Desde aquel almuerzo en tu casa… No sé, no sé cómo explicarlo. Un día me la encontré en un café; estaba sola, me senté a su lado, hablamos. Se desahogó conmigo, me contó vuestros problemas. Al cabo de unos días la llamé y quedamos. No pasó nada. Necesitaba un poco de compañía. Yo la escuchaba, la entendía. Pero creo que lo fastidié todo, di un paso en falso. Ella no estaba coqueteando conmigo, te lo juro. Te quería a ti. Cuando me enteré de que ibas a ir a esa entrevista de trabajo… Comprende que no me sentara bien, también me estabas dando a mí una patada en el trasero, y no creo que te importara. Sí, puedes pensar todo lo que quieras, comprendo cómo te sientes, lo utilicé en tu contra, vale, pero me dio la impresión de que no tenías la menor intención de decírselo tú hasta que no fuera cosa hecha.

En ese momento sentí un invencible deseo de lanzarme sobre él, estrangularlo, golpear su nuca contra la roca. Nadie nos vería. Apreté los dientes y finalmente me conformé con escupirle a la cara y llamarlo hijo de puta. Él no respondió.

Comencé a subir zigzagueando por el barranco, a grandes zancadas. Cuando se dio cuenta de mis intenciones, reaccionó y se apresuró a alcanzarme.

Antes de que abriera la portezuela del coche consiguió llegar hasta la cuneta. Volví, le asesté un puñetazo entre el mentón y la mejilla izquierda que le hizo retroceder y perder el equilibrio. Sentí la fuerza del impacto en los nudillos y la muñeca, un dolor agradable, liberador. Rodó unos metros por el terraplén, pero consiguió frenar antes de precipitarse por el barranco. Se levantó con esfuerzo y me miró desde abajo, con la comisura de los labios sangrando y sonrisa enloquecida, babeante. Sus ojos brillaron febriles en la oscuridad. Gritó:

– ¡Me la follé ochenta veces! ¡Qué polvazos! -Hizo un meneo de pelvis que le desequilibró y estuvo a punto de caerse de nuevo.

Me senté al volante. Ahí te quedas, Polvazo. Con ese careto que te he dejado, dudo que alguien se atreva a recogerte. Feliz noche.

11

La Idea hizo que volviera a la consulta de la vidente. La Idea me había dejado reducido a cenizas. Privado de sentido.

¿Por qué no me habló de su relación con Vera? Comprendía que mi rígida mentalidad no favoreció esta clase de confidencias (tampoco la de la dead line). Quizá su contacto con otras culturas más espirituales la hizo más sensible a todo esto. Lady Macbeth me miraba con sus ojos fosfóricos, y tan pronto estaba ahí como se había esfumado por alguna fractura del espacio/tiempo.

Esta vez Vera vestía un peto vaquero y zapatillas deportivas. Iba sin maquillar. Le pedí disculpas por mi comportamiento de la otra vez.

– ¿En qué puedo ayudarte ahora? -Su tono de voz era en sí mismo un reproche.

¿En qué podía ayudarme? Bien, tenía algo así como un millón de preguntas; verbigracia, ¿es el tiempo reversible? ¿Qué es el tiempo? ¿Cómo se puede ver el futuro? ¿Se la tiró realmente el Polvazo?

En lugar de eso, le pregunté simplemente cómo lo hacía. Ella se echó a reír y antes de entrar en conversación puso un disco titulado El misterio de las voces búlgaras, tras lo cual se sentó junto a mí y me miró con expresión aprobadora y magnánima. Una corriente de voces entrelazadas comenzó a envolvernos suavemente.

Me explicó que ejercer de sibila es peligroso, además de irresponsable. Ella prefería interpretar el presente y guiar a las personas en el sendero de la felicidad.

– El futuro puede verse, pero no cambiarse, Lucas. Hay unos versos de Borges: «el porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer». -Me observaba con una dulce sonrisa, como si pudiera entender lo que pasaba por mi cabeza en ese momento-. Yo no tengo una bola de cristal. La clarividencia consiste en descubrir lo que ya sabemos, pero hemos olvidado. Incursionarnos en ese olvido. Todo está dentro de nosotros. La luz y la sombra, el pasado y el futuro… -Esbozó un amplio arco en el aire.

»Quiso practicar conmigo, hacer un ejercicio. En aquella ocasión conectamos nuestras mentes en la oscuridad. Ella proponía, como en un juego de búsquedas. Ella proponía y yo la guiaba, en silencio. Nos sentamos en el suelo tocándonos las espaldas, para estar en contacto pero no vernos la cara, en total concentración. Yo trataba de recibir los mensajes de su pensamiento, ella tenía lápiz y papel, por si podía registrar lo que ocurría, al final escribió esa fecha; dijo que se la transmití con una voz interior, tras concentrarnos en su futuro, en su último día; no sé si la vi yo o la vio ella, pero al final creí que había sido un simple ejercicio de telepatía, no de precognición. Una fecha cualquiera que había pasado de una mente a otra, sin más trascendencia. Traté de quitarle importancia a esa fecha, ni yo misma creía que fuera cierta, pero me di cuenta de que, jugando juntas, habíamos ido más allá de las reglas, más allá de lo razonable. Estaba un poco asustada, las dos lo estábamos; esa fecha era demasiado cercana, no podía ser cierta. Le aconsejé que lo olvidara, pero ella se lo tomó en serio; había experimentado una conexión psíquica con su futuro, con su final, para ella la experiencia había sido real. Lo fue, por desgracia. Y no pudo evitarlo. Nadie puede escapar al destino. Por eso es mejor no tratar de leerlo con antelación.