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– Tiene usted mucha paciencia con los niños.

Ella sonrió.

– Me gustan mucho los niños. Me llamo Gema Laguna. -Me tendió la mano y nos presentamos en un movimiento lateral un tanto incómodo, al estar atados a los asientos.

– Diría que es una madre estupenda.

– La verdad es que no pude tener hijos -sonrió de nuevo-, me tuve que conformar con los sobrinos. Tengo seis, todos ya adolescentes.

Mientras despegábamos me contó que durante más de una década había estado en trámites de adopción, pero concurrieron una serie de factores adversos: documentación extraviada en el camino, negligencias administrativas, retrasos inauditos… Ser soltera mayor de cuarenta años ralentiza las gestiones, y cuando por fin obtuvo alguna esperanza de las autoridades había llegado a los cincuenta, edad que se había fijado como límite. Hubo de renunciar a la adopción, dado que había entrado en un nuevo ciclo vital, y quería ocuparse de sus padres.

– Cuando retiré mi solicitud, en cierta forma me sentí liberada. Demasiados años de maltrato institucional.

Hablaba con dulzura, sin rencor. Todo en ella era agradable. Trabajaba como profesora de geografía e historia en un instituto de enseñanza secundaria. La conversación resultaba muy interesante, pero, viendo que tenía una novela en el regazo, no dejaba de preguntarme si hubiera preferido pasar el vuelo leyendo antes que conversando con un desconocido, y, tras el primer silencio, se lo insinué.

– Ah, no se preocupe. -Sonrió-. En realidad, sólo me faltan diez páginas para acabarla, y no tengo nada más para leer, porque el periódico acabó hecho añicos en manos de ese niño.

Me mostró la novela, titulada Otra vuelta de tuerca. Le pregunté de qué trataba.

– Bueno, es sobre unos niños que son testigos de una serie de apariciones, que podrían ser figuraciones infantiles, aunque más bien parecen realmente fantasmas -explicó, entusiasmada Y divertida-. Pero no se crea, no es una novela de terror. No intenta dar miedo, pero sí crear una atmósfera inquietante. ¡Y realmente lo consigue! Nunca sabes qué es real y qué es imaginario.

– Los asuntos de fantasmas nunca me llamaron la atención -le comenté.

– ¿Nunca se ha tropezado con uno?

– No, que yo sepa. Ni ellos conmigo.

– Pues le diré que yo sí. Fue la experiencia más extraña de mi vida. Una noche, con veinte años, se me apareció mi difunta abuela.

– ¿No sería un sueño?

– ¡Qué va! Yo volvía a mi casa una madrugada, por una calle desierta, y, de pronto, me la encontré sentada encima de un coche de color azul, mirándome, sonriente. Me sentí tan amedrentada que no pude decirle nada, ni saludarla siquiera; sencillamente pasé de largo y seguí adelante. Llevaba quince años muerta, pero la recordaba perfectamente. Tenía en casa una foto suya, con un vestido negro, muy anticuado, de esos de cuello de encaje y falda con enaguas, y se me apareció con el mismo vestido y la misma cara que en la foto.

– Es increíble.

– ¡Desde luego! No pude dormir en toda la noche. ¿Qué querría? Quizá verme por última vez. No dijo ni una palabra.

– Es que los muertos no hablan.

Nos echamos a reír. Le pregunté qué interpretación le daba ahora, después de tantos años.

– Fue un milagro, claro, algo inexplicable, pero tampoco creo que en realidad fuera un suceso trascendental. Después de mucho pensarlo, creo que mi abuela tuvo la ocurrencia de presentarse así. O a lo mejor quería que me pasara el resto de la vida preguntándome por qué hizo eso. ¡Era muy bromista, mi abuela!

– ¿Es usted religiosa?

– No. Mis padres son agnósticos, igual que yo. Sin embargo, después de aquella aparición me acerqué a algunas religiones, tratando de encontrar una explicación. La religión católica no dice nada de fantasmas. Las orientales suelen hablar de reencarnación, con lo que tampoco me resolvían la papeleta. Así que sigo aferrada a mi agnosticismo, o una variante que incluye vida en el más allá. ¡Agnosticismo con fantasmas!

Ya en el aeropuerto Charles de Gaulle bajamos juntos a la sala de recogida de equipajes y luego tomamos un taxi al centro.

Dejábamos atrás el aeropuerto cuando me preguntó a quemarropa:

– Usted no me cree, ¿verdad? No cree en las apariciones.

Lo admití. No creía en apariciones, pero sí la creía a ella. Es evidente que muchas personas ven apariciones.

Como parecía conocer muy bien la ciudad, le pregunté por algún hotel confortable y no demasiado caro. Me explicó que no hay hoteles baratos en París, pero si no tenía problemas con los muertos, había uno bastante acogedor y económico, porque sus habitaciones daban al cementerio de Montmartre.

– ¡El mundo está lleno de supersticiosos! -Sonrió.

Nos despedimos en Montmartre. No volveríamos a vernos.

14

La sala, amplia y acogedora, estaba tenuemente iluminada por dos apliques y una pequeña lámpara de tulipa sobre una mesa auxiliar. No había escritorios ni muebles pesados entre ella y yo, sólo las dos butacas de diseño donde estábamos sentados en diagonal, a una distancia de tres metros. Eso me permitía mirar hacia otro lado sin volverle el hombro. Ella esperaba en silencio, las piernas cruzadas, orientada hacia mí con una expresión apacible e inquisitiva.

La consulta se hallaba en la cuarta planta de un inmueble antiguo, cerca de la plaza de la Ópera. Conseguí que la secretaria me diera cita para mi primer día en París. Al llegar, me indicó que le docteur Gavin estaba pasando consulta, pero que terminaría pronto. Yo era su último caso del día. Annette era una mujer de elegantes modales, algo más joven que yo, de cabello avellanado. Lucía un pañuelo de tono lavanda en el cuello, blusa blanca, vaqueros y zapatos sin tacón, y a pesar de no llevar ninguna prenda especial, el resultado final era sumamente parisino. Puesto que no sabía quién era yo, comenzó hablándome en francés; su acento no era perfecto, pero sí aromático. Apoyaba en el muslo una libreta Moleskine granate donde iba anotando mis datos, y al dictarle mi nombre y mi ciudad de residencia, alzó súbitamente la cabeza y cambió el francés por su lengua materna.

– ¡Dios mío! ¡Usted es Lucas Frías!

No fue precisamente una exclamación de alegría, sino de perplejidad. Me escrutó en silencio, calibrando la situación. Una situación bastante anómala, sin duda. Me encontraba ocupando el sillón de Elena, ese sillón en donde probablemente habló de mí.

– No viene como paciente, ¿verdad?

Si se refería a una persona con alguna clase de problema que esperaba resolver en ese lugar, no me importaba que se me considerase como tal. Colgado en la pared, junto a una estantería, descubrí un pequeño cartel que había sido puesto allí precisamente para ser leído desde mi posición. Mostraba una graciosa niña con coletas, ceñuda, con los brazos en jarras, y, debajo, un letrero: