– ¿Fusión nuclear? -protestó-. Estoy en contra de las centrales nucleares y de los residuos radiactivos.
Me eché a reír, por lo absurdo de su réplica. Fusión y fisión: confusión.
Elena Blanco torció un gesto de disgusto por mi risa, se puso en pie y se metió en el refugio. No tardé en ir tras ella. Había bloqueado la puerta. Embestí con el hombro, cedió al segundo intento y apenas puse un pie dentro, tambaleándome por el impulso, se abalanzó sobre mí.
Caímos. Me despojó de la ropa y me hizo el amor. Creo que es una expresión apropiada, habida cuenta de que, siendo mi primera vez, me dejé hacer.
Era como si se hubiera transformado. Nada que ver con la chica asustada e insegura que había visto entrar. También yo me sentí transformado al experimentar su desnudez evolucionando entre mis manos, que la recorrían a ciegas.
Al principio, no tenía muy claro si sus gemidos eran de dolor, por el tobillo, o de placer, o se alternaban. Después vacié mi cabeza de cualquier duda.
Han pasado ocho años y aún me parece ayer, porque era la primera vez, y porque, durante semanas sucesivas, no hice sino evocar esos momentos. Nunca había estado con una chica y nunca volví a estar con otra. Ella, en cambio, había pasado por numerosas relaciones con hombres.
Al amanecer, Elena me habló de su fantasiosa cosmogonía. En ella no había ni fusión nuclear ni elementos causales, sino un Farolero, el que enciende las estrellas en su ronda nocturna por la bóveda celeste. Las enanas blancas eran literalmente enanas y blancas, y también había enanas negras, duendecillos, jugando al escondite por la nebulosa de Orión, y gigantes rojas tocadas con sombrero y con cinturones de asteroides para sujetar sus enormes pantalones.
Para ella, los nombres lo decían todo, encerraban historias nostálgicas: estrella fugaz, constelación, nebulosa, supernova, quásar, asteroide… Hablaba de los mares y ríos de la Luna, de pasadizos transparentes que conectan las puertas de las estrellas, de los anillos concéntricos de Saturno que, como todo el mundo sabe, son de azúcar escarchado. Y había lagunas y estuarios siderales, y ríos de espuma y vías de plata que, si se sabía observar bien, podían verse en los más sutiles telescopios.
Las distancias se medían en año luz y su opuesto, el año tortuga.
Yo le dije que todo eso era maravilloso, y me pareció que podría funcionar. Aún habría que puntualizar algún detalle sobre el Farolero, pero eso no invalidaba tan completa teoría. Me hizo prometer que renunciaría a mi principio del azar que rige el universo, en favor de su fe. Cómo negarme.
Así nos sorprendió el amanecer.
En una hoguera, calentamos agua en cazos de aluminio y desayunamos té. Entre los dos organizamos algo parecido a un desayuno con nuestros bocadillos de embutidos. Examiné su tobillo. Continuaba hinchado, pero pude entablillarlo y, de ese modo, ayudarla mejor en el camino de descenso.
Si antes me había dado una lección de física, poco después me dio una de matemáticas, cuando sacó de su mochila dos botes de crema bronceadora, de protección 10 y 20. Vertió en la mano un poco de cada uno, los mezcló y dijo:
– ¿Quieres protección 30? Es lo mejor para la montaña.
En realidad, no había protección suficiente para guarecerme de aquel amor descalabrado y anumérico. Ni menos aún podía imaginarme que allí comenzaba una relación que duraría ocho años. Todo terminó súbitamente con una llamada telefónica que recibí en Brookhaven, Long Island, en la que me anunciaron que Elena Blanco acababa de fallecer en un accidente.
2
Un gran físico experimental amigo mío, Leon Lederman, consiguió explicarlo con un simple cuento. Allá va.
Una delegación extraterrestre viene a la Tierra en misión de paz. Pertenecen a una peña deportiva galáctica y están interesados en conocer nuestros deportes. Los llevamos a un campo de hockey sobre patines y presencian una serie de partidos. Resulta que por las particularidades de su órgano visual no pueden percibir un objeto esférico: la pelota. ¿Qué ven? Ven gente corriendo de un lado para otro y no entienden nada. ¿Qué hacen? ¿Por qué se desplazan tan deprisa? ¿Adónde se dirigen? Estudian concienzudamente el asunto. Por los uniformes, deducen que hay dos equipos; por sus carreras, parece que persiguen algo que va cambiando de posición en la pista. El árbitro se desplaza en esta dirección, parece mirar a algo concreto, que nunca se detiene, algo errático y de velocidad variable. Empiezan a trazar diagramas y descubren ciertas simetrías en las posiciones: atacantes, defensores, carreras en paralelo de miembros de un equipo, alineamientos y, en fin, un cierto orden secuencial. Sin embargo, no pueden ver lo fundamental. Así somos los físicos de partículas: intentamos comprender el hockey sin ver la bola. Al final, los alienígenas perciben un abombamiento de la red de la portería, y conjeturan la existencia de una pelota invisible, por la forma que adopta la red en el momento del choque. La hipótesis de la pelota hace que todo cobre sentido.
Reconstruir lo invisible con indicios, observar lo inobservable -radiaciones generadas que miden los detectores tras una colisión, rastros fantasmagóricos como trazos en una cámara de niebla- es un extraño trabajo; sin embargo, tal vez las particularidades del universo invisible no sean tan distintas a las del universo visible que nos rodea, en las que percibimos hechos en cascada que invaden nuestros sentidos, nos exponemos al mundo de las reacciones humanas, al universo psicomental de nuestros semejantes, y tratamos también de descifrar qué es lo que está pasando, y en realidad estamos ciegos, somos ciegos jugando a hacer diagramas, interpretaciones, atribuyendo intenciones, guiándonos por vagos signos que creemos ciertos. Y así sucede también en nuestras relaciones íntimas: entre personas que comparten el mismo espacio, hay algo invisible que no sabes qué es, un patrón anómalo que tratas de identificar, pero que no estás preparado para percibirlo; hay como una ceguera mental, en medio del amor y de la decepción, una ruptura lógica en la cadena de secuencias que tratas de inferir por otros medios, y cuando todo se acaba, estás seguro de que en realidad no sabes qué fue lo que precipitó el desenlace y qué papel tuvo cada uno en la trama. Entonces, quizá, ya no importa, o sí importa, pero no hay nada que hacer.
Una cosa es segura: todo habría sido más fácil entre Elena y yo, desde el principio, si no hubiera tenido que trasladarme a Ginebra en septiembre de 1984, apenas comenzada nuestra relación. Las partículas están aquí, nos rodean, pululan por el mismo aire que respiramos, nos atraviesan y fluyen a través de nuestro cuerpo. Entonces, ¿por qué ir a buscarlas tan lejos, en la frontera franco-suiza? Habría vivido junto a la mujer que amaba sin renunciar a la investigación. El problema es que en España, a mediados de los ochenta, no había nada prometedor para un físico de partículas. Tenía entonces veintisiete años y muchas ambiciones.
Un año después de conocernos en el refugio del Monte Perdido conseguí la plaza que había solicitado en el CERN (Consejo Europeo para la Investigación Nuclear), en Ginebra. La echaba tanto de menos que los primeros meses apenas podía concentrarme. Hablábamos mucho por teléfono y todos los fines de semana volaba a Madrid. Nuestro primer año juntos estuvo hecho de momentos breves, de días fugaces, intensos, ávidos de pasión, siempre con la premura de tener que partir de nuevo a Ginebra, y esos apenas cinco días que nos separarían se nos hacían eternos.
En realidad, con el paso de los meses me acostumbré a esta rutina y hasta me pareció excesivo tener que verla todos los fines de semana, cuando podía adelantar trabajo los sábados. Cada vez me entusiasmaba más lo que aprendía allí a velocidad vertiginosa. Reduje los viajes a Madrid a dos veces por mes.
Me sentía un privilegiado por las oportunidades que me brindaba el CERN. Iba a trabajar en bicicleta, embutido en un plumas con bandas reflectantes, casco de obra y, a la espalda, la mochila con mi ropa de trabajo. La zona fronteriza del CERN tenía una belleza sobrecogedora cuando la cruzaba cada mañana, a las siete y media, recién amanecido, respirando el aire puro y frío, con las majestuosas montañas del jura, a pocos kilómetros, y al sureste, el lago de Ginebra.