Francis hizo gala de su sentido del humor durante la cena, que de otro modo hubiera resultado demasiado triste. Recordó momentos divertidos con Elena, sus extravagancias y su afición a las brujas.
– ¿Brujas? -inquirí extrañado.
Francis se echó a reír.
– ¿No sabes que consultaba a una adivina?
– ¿Cómo dices?
– Sí, una de esas que te leen el porvenir.
No me extrañaba demasiado, pues conocía el gran interés de Elena por lo oculto. Tenía en casa un extraño libro: I Ching. Pero nunca creí que se tomara en serio estas cosas.
– Ahora que lo dices, algo me suena -dije, por decir algo.
– Ha estado en el funeral -añadió Ángel-, y te ha saludado. Se llama Vera. Una mujer muy delgada y guapa, con el pelo teñido de caoba.
La recordaba bien. Se había presentado como una amiga de Elena y, naturalmente, no me dijo a qué se dedicaba.
Le pregunté a Francis qué creía que llevaba a Elena a consultar una vidente.
– Yo creo que simplemente buscaba diversión. Ella debe de ser una mujer exótica. Se llevaban muy bien. A mí también me divierte que me echen las cartas del tarot, no es que lo crea a pie juntillas, pero siempre aciertan en algo. Algo de brujas tienen que tener, ¿verdad?
– Haberlas, haylas -corroboró Ángel sonriendo bajo el bigote entrecano.
Guardaban en un cajón una tarjeta de visita que les había dado Elena, para recomendarles que la visitaran. Era de un suave color púrpura, papel granulado y letras en negro:
Vera Vázquez
Vidente
Consulta: de lunes a sábado de 18.00 a 22.00 h.
Tel. 91 8791097
Madrid
El pasillo de tu casa puede llegar a ser una penosa travesía. Es como ingresar en un túnel. Todo me suponía un gran esfuerzo. La cinta de las persianas me oponía una tenaz resistencia. Durante la primera semana tenía la confusa sensación de andar dormido, comer dormido, dormir dormido. Me levantaba dormido y, dormido, me quedaba pensando en qué hacer, dónde guardar las pertenencias de Elena.
Me abrumaban los objetos que se trajo de sus viajes por América Latina: ponchos, sargas y alpacas, amuletos brujos, cholas, jarapas para el sofá, dientes ensartados que dan buena suerte, plumas de cóndor, la miniatura de un trono de Atahualpa, caudillo inca. Lo introduje todo en una gran bolsa de plástico y lo bajé al trastero con un sentimiento persecutorio de estar obrando mal.
La música era mi única compañía. Música antigua, la lluviosa melancolía de John Dowland, una hoguera que crepita en la oscuridad y llena la estancia de calor. Hora tras hora, los discos iban girando en la sombra. El llanto del laúd, el gemido ronco de la viola de gamba, la elegancia de la tiorba. Matthew Locke, Christopher Tye, la guitarra barroca de Gaspar Sanz. Mudarra, Ortiz. Elena prefería a los españoles del barroco temprano. Yo anteponía a los franceses: Lully, Couperin… Cadencias, lenitivos a la angustia. Mientras escucho dejo de pensar, dejo de pensar con palabras.
El ascetismo jansenista de Sainte-Colombe interpretado por Jordi Savall y Wieland Kuijken emergía a todo volumen por dos torres negras de Bang & Oflusen del salón. Íbamos juntos a conciertos, comprábamos las novedades que recomendaban los críticos de la revista Goldberg; por una vez nos sentíamos afines en algo. Elena fracasó en su intento de convertirme a la poesía y al cine de autor con subtítulos, y no precisamente porque no pusiera amor en sus campañas. La música antigua era ese refugio donde nuestras soledades se encontraban, como en aquella primera vez.
Me sentía como esos decapitados en movimiento que todavía dan algunos pasos antes de caer.
El insomnio me aficionó a un programa de radio en el que la gente contaba sus miserias personales. Voces que emergían desde siniestras covachas de la noche. La incondicional comprensión que les prodigaba la locutora ponía alas a su afán de contar, de desnudarse y mostrar sus llagas. Gente angustiada a causa de sus relaciones personales, por lo que dicen o piensan los demás, por lo que suponen que quieren decir cuando dicen, por lo que suponen que piensan y no dicen, por cómo los miran, por cómo les hablan, por no entenderlos o por no compartir su forma de ser. Pero también había otros problemas más reales, como el de una mujer que había intentado de todas las formas posibles concebir hijos, y no lo había conseguido. Eso me hizo recordar que Elena ansiaba tener hijos.
Legiones de hormigas carnívoras desfilaban por la mugre de mi conciencia. La cara licuefacta en el espejo. Mirada de verdugo arrepentido. Un verdadero despojo, pero estaba decidido a salir, quería salir. Amo la vida.
La casa era un formidable desorden. Los estados de desorden son siempre mucho más numerosos que los estados de orden, de modo que se tiende hacia ellos, según la segunda ley de la termodinámica. Una entropía muy masculina. Por extraño que parezca, los objetos de casa no tienden a quedarse donde uno los dejó, sino que se confabulan y organizan para amontonarse y distribuirse a su antojo.
Sus libros abiertos, sus cintas de música, su ropa extendida sobre la cama, el último periódico que compró, en el brazo del sillón, el peine en el borde del lavabo, su barra de labios abierta… Recogerlos era una dolorosa purga interior. Me lo impuse como una suerte de penitencia.
Una mañana sucedió algo extraño. Mientras me ajustaba un guante se me cayó el otro por el hueco del ascensor; antes de que pudiera iniciar un movimiento de agacharme lo vi desaparecer en un instante por la estrecha ranura de apenas dos centímetros. Pero un guante se dobla, me dije; un guante no cae de canto, como una lámina; un guante no se desliza por una ranura, limpiamente, ni aunque lo intentes una y otra vez; un guante sencillamente cae de cualquier manera, excepto de ésta. Son tantas las maneras en que puede caer un guante, tantas las posiciones que puede adoptar… ¿Cómo era posible? ¿Por qué se había filtrado limpiamente por el hueco del ascensor?
Para describir con justicia este incidente, debo añadir algo más que la descripción externa y centrarme en una extraña vivencia interior, que no sé realmente cómo calificar. Tuve un presentimiento, o por primera vez en mi vida creo que experimenté eso que la gente llama un presentimiento, y que a mí me ha parecido siempre otra cosa, algo que podría ser expresado de forma más corriente; este presentimiento relampagueante fue como una voz interior que, al percibir la caída de la prenda, me avisó: «Va directa al foso». Decimos «una voz», pero en realidad es nuestra propia voz, y tal vez sería mejor expresar sin rodeos que supe, con una exactitud demoledora, antes de que el guante llegara al suelo, lo que iba a ocurrir en las próximas décimas de segundo. Y la confirmación inmediata de esta fatalidad me llenó primero de una sorda furia, y poco después de perplejidad.
He aquí la anomalía. ¿Cómo lo supe? ¿Lo supe o además contribuí sin querer a que sucediera? Fue como si mi estado anímico negativo hubiese creado alguna suerte de influencia, fuerza, qué sé yo. Como si mi mente hubiera arrojado el guante al foso, para, de nuevo, castigarme a mí mismo. Elena solía decir que nuestras emociones influyen en las cosas, en el mínimo granulado de la realidad, porque todo cuanto existe está conectado por fuerzas misteriosas. Nunca lo creí.
Hipnotizado, me quedaba escudriñando la nebulosa con forma de hélice que forma la espuma clara en la superficie del café, tras revolverlo con la cucharilla. Elena Blanco era un miembro fantasma. Lo sentía ahí, pero no podía tocarlo. Dolía, pero no podía verlo.
Mi contrato en el CERN era por dos años. Fue el momento de reconsiderar nuestra situación y decidir qué peso aquilataba Elena en el fiel de mi vida. Decidí quedarme en Ginebra al menos dos años más. No es que no la amara, sino que mi amor a la investigación de las partículas era una certeza más sólida, algo que, enunciado, parecía cobrar más sentido. Me había especializado en cromodinámica cuántica y mis líneas de trabajo se iban definiendo cada vez más hacia un proyecto que podría arrojar luz sobre los enigmáticos quarks. El corazón de la materia era cada vez más el foco de mi corazón.