Una relación a distancia produce desgaste. Era consciente de que Elena, en Madrid, podría cansarse de esperarme, conocer otros hombres, o decidir que mi vida y la suya eran vectores divergentes. Tal vez habría sido lo más normal, habida cuenta de que ni siquiera habíamos cohabitado más tiempo seguido que las vacaciones veraniegas que solíamos pasar fuera (la Toscana, los Alpes suizos, la Bretaña, el sur de Irlanda…). Viajes en los que la libertad era nuestra aliada. En cambio, nuestra vida cotidiana consistía en no vernos, en no cruzarnos, en no tocarnos, en no sentirnos sino como el eco de una voz lejana en un auricular, como un recuerdo que iba quedando atrás.
Elena Blanco tampoco paraba demasiado tiempo en Madrid. De hecho, al tercer año de nuestra relación se trasladó al norte de Chile, cerca de Arica, en pleno desierto de Atacama, para trabajar en una serie de excavaciones arqueológicas relacionadas con asentamientos fúnebres y momias, organizadas por el Museo San Miguel de Azapa. «Proyecto Hombre del Desierto», se llamaba. Allí permaneció algo más de un año.
Para mí fue como una prórroga para seguir ocupado en mis quarks sin preocuparme por el futuro de nuestra relación. Me tranquilizaba saber que no me estaba esperando. De hecho, suponía que todo eso era una transición hacia un final inevitable. No quería que me dejara (ni yo quería dejarla), pero comprendía que había hecho una elección y debía estar preparado para cuando llegara ese momento.
Al poco de regresar de Chile, Elena consiguió un puesto como lectora en la Sorbona. Yo seguía en Ginebra. Nuestra relación había resistido hasta entonces la dura prueba de la distancia, pero no sería así por siempre. Durante el verano de 1990 decidimos que no podíamos continuar con una «relación de vacaciones». Nos queríamos, de acuerdo, pero eso tenía que traducirse en algo mas concreto, en algún tipo de fórmula de convivencia o plan de futuro. La elección estaba clara: o el trabajo, o nosotros. Eran términos excluyentes. Elena no sabía francés ni alemán, y era muy difícil que encontrara trabajo en Ginebra. Al término de su estancia en París le ofrecieron una plaza de profesora titular en la Complutense. Madrid se perfilaba como único nexo posible, punto de encuentro donde recomenzar una vida juntos. El peso de la decisión recaía sobre mis hombros.
En aquellos meses en que ella se hallaba en París, mi vida estaba en un punto álgido. Me encontraba en un momento crucial en mis investigaciones sobre los quarks. Era el coordinador de un equipo de un centenar de investigadores y nos hallábamos inmersos en un programa trascendental de experimentos. Teníamos preparada toda una maquinaria titánica. íbamos a unir toda la potencia disponible para, a una temperatura y una energía nunca logradas hasta entonces, romper definitivamente el protón y liberar sus tres quarks. Calculábamos que lo conseguiríamos provocando una colisión entre iones pesados a la increíble energía de 33 TeV, a una temperatura cien mil veces superior a la del núcleo del sol. No podía abandonarlo todo por ella en ese momento. Y no lo hice.
Todo estaba preparado, teníamos dispuestos siete detectores experimentales diferentes en un tiempo, cuando Elena me telefoneó y me dio un ultimátum. O volvía, o me dejaba.
3
EL CERN AFIRMA DISPONER DE INDICIOS DE UN NUEVO ESTADO DE LA MATERIA
Turín. B.T. Unos experimentos realizados en el Laboratorio Europeo de Física de Partículas del CERN, en Ginebra, han arrojado indicios de un nuevo estado de la materia, en el que las más minúsculas partículas elementales subatómicas -los quarks-, vagabundean libremente, en vez de estar férreamente enlazadas formando protones y neutrones que, a su vez, componen los núcleos atómicos. Es como una especie de sopa de quarks que fue el estado del universo unos 10 microsegundos después del Big Bang, cuando el cosmos era extremadamente caliente y denso. Poco después, ese universo infernal se fue enfriando y los quarks se asociaron formando neutrones y protones que acabarían constituyendo los núcleos de los átomos.
Para reproducir tal situación extrema y lograr fundir los protones y neutrones hasta liberar sus quarks constituyentes, los físicos del CERN han hecho colisionar núcleos de plomo a altísimas velocidades, logrando condiciones de alta densidad.
El CERN afirma haber creado un nuevo estado de materia: «Los datos combinados de siete experimentos del programa Iones Pesados del CERN dan una imagen clara de un nuevo estado de la materia».
En estos experimentos no se ve directamente esa sopa, puesto que dura sólo unas fracciones de segundo, pero se puede deducir su existencia por el humo resultante, es decir, por la producción de otras partículas y radiaciones generadas, que es lo que miden los detectores. Lucas Frías, de la división de física experimental del CERN, afirma que es como ver la sonrisa del gato de Cheshire de Alicia en el país de las maravillas, que permanece después de que el gato haya desaparecido.
Sin embargo, varios expertos del Laboratorio de Brookhaven (EE.UU.), donde trabajan en este mismo campo, han tildado de exagerada la pretensión del laboratorio europeo y la polémica no se ha hecho esperar. El director del CERN matizó: «Es un paso en la investigación… no es la última palabra…».
En EE.UU. abundan los comentarios escépticos sobre un descubrimiento «ampliamente discutido» según Los Angeles Times. En los datos del CERN «no aparece la pistola humeante», señala el profesor Barry Ledig, del Laboratorio de Brookhaven.
«I don't see the smoking gun»; su frase aún resuena en mis oídos. Sin embargo, sí había pistola humeante, sí había balística, aunque Barry Ledig entonces no supiera advertirlo, por que le faltó verdadero olfato de sabueso. No realizó bien la inspección ocular. Había caso.
Releo ahora esta noticia de prensa de mayo de 1990, que Elena recortó y plastificó con orgullo, y conservó en una carpeta de documentos importantes, porque para ella yo sí que había cosechado un gran éxito para la ciencia.
Releo la noticia y pienso en Barry Ledig, en cómo me puso la zancadilla en un momento en que necesitaba un empuje. Tres años después localizó mi número de teléfono y me comunicó que buscaban a un físico experimental para codirigir el equipo del Laboratorio Nacional de Brookhaven en Upton, Long Island. Había pensado en mí, entre otros, «por mis hallazgos en el CERN». Ésta fue su manera de reconocer su error, de tenderme la mano.
Barry y yo nos conocimos en el Palacio de Congresos de Turín, en 1990, donde se celebraba la conferencia internacional sobre el modelo estándar de partículas que reseña la noticia. En mi ponencia, titulada Quark Matter, presenté los trabajos que me habían mantenido ocupado durante ese período en el que Elena me llamaba por teléfono y me apremiaba a tomar una decisión. Quería saber si pensaba quedarme definitivamente en Ginebra, quería saber a qué atenerse conmigo. Estaba cansada de esperarme.
La conferencia de Turín había sido mi meta después de largos años de esfuerzo, una gran oportunidad para aportar algo relevante a la ciencia. Nuestro equipo llegaba con un gran descubrimiento y mi estado de ánimo en aquel entonces era febril. Las últimas noches no había podido conciliar el sueño, ultimando detalles de la exposición. Quería ser brillante, quería ser diáfano. Quería sorprender a la comunidad científica y ganarme el respeto de todos. Los trabajos sobre los quarks en estado libre merecían una gran recepción y la habrían tenido, sin duda, si no nos hubiéramos tropezado con Barry Ledig.