Andy, John y yo mantuvimos una extraña reunión en el hotel Libertador. En realidad, la propuesta inicial de Lizzy fue reunirse sólo con él, pero mi amigo se obstinó en que yo debía estar presente, si se iba a hablar de mí. John Lizzy era un hombre de tez rubicunda, flemático, de gestos pausados, medidos, que a lo largo de la entrevista no dejó de estudiarme en una actitud recelosa. Reprochó a Andy que a qué venía ahora una nueva incorporación en el equipo y le advirtió que no estaba dispuesto a cambios de última hora. Andy apuntó que mi presencia no suponía alteración alguna en el programa; en todo caso aportaba un observador cualificado y eso confería mayor solidez al experimento. Por mi parte, no supe qué decir. Sentía que estaba allí de más, no deseaba crear problemas, pero el caso era que tampoco entendía en qué podía interferir mi presencia al otro lado de un cristal unidireccional. Consciente de que no podían hablar libremente sobre mí, al poco rato me retiré de la reunión y esperé a mi amigo en la cafetería del hotel.
Andy debió de abandonar el hotel por otra salida y no nos encontramos. Lo comprendí al ver a John Lizzy acodado en la barra del bar, una hora después. Yo estaba leyendo el periódico en una butaca junto a la vidriera y de golpe escuché mi nombre y me giré. No se dirigía a mí: John mantenía una conversación telefónica con otra persona, referente a la crispante reunión que acababa de terminar. John se mostraba preocupado porque fallara «el plan» por culpa de mi intromisión, y explicó que Andy se había puesto inflexible a la hora de exigir que su amigo (es decir, yo) supervisara el experimento. Me intrigaba saber en qué consistía mi peligrosidad. Me sorprendió que aludiera a Andy en términos despectivos, como «ese bobo» o «ese zoquete».Varias veces mencionó el Proyecto Psy. Extraño, ya que Andy nunca me había hablado de este proyecto (en todo caso, él se había referido a Inquiring Minds). Lo que me puso definitivamente en alerta de que ahí había algo anómalo fue cuando dijo: «No estoy seguro, pero puede que el amigo sospeche algo (…) Lorenzo me ha dicho que irrumpió en el Zócalo y le sorprendió en pleno ensayo». Tras este intercambio de impresiones, quedaron en verse al cabo de quince minutos «en la oficina».
Seguí a Lizzy a una distancia prudencial. Dejó atrás las avenidas céntricas, enfiló Pedro de Valdivia y, quince minutos después, cerca de la calle Vicuña Mackena, a punto de perderlo de vista por culpa de un autobús parado en un semáforo, eché a correr y alcancé a verlo entrar en un portal.
Subió a grandes zancadas a la primera planta. Allí estaba la oficina a la que se había referido. La puerta estaba abierta y tenía una placa esmaltada:
CHILE SKEPTICS
(CSICOP)
Parecía una modesta redacción de periódico con forma rectangular, dividida en pequeñas dependencias. Antes de entrar, asomando apenas la cabeza, vi a tres jóvenes ocupados en tareas administrativas. Por una radio sonaba una pieza de música clásica a un volumen medio. Zumbaban varios ventiladores. En cuanto traspuse la puerta, la chica de la primera mesa me preguntó en qué podía ayudarme. Le dije que quería hablar con el señor John Lizzy
– Tendrá que esperar, porque acaba de entrar en una reunión.
Y me señaló una butaca vieja del vestíbulo, junto a uno de los ventiladores.
No tomé asiento aún: me entretuve en echar una ojeada al lugar. Tenía una extraña decoración, no exenta de sentido del humor. Presidía las estanterías una colección de muñecos de látex: fantasmas, extraterrestres (incluida una réplica de E.T.), brujas y diversas criaturas monstruosas. Me acerqué a un panel de corcho donde habían clavado recortes de prensa con una característica común: todos trataban de sucesos insólitos y paranormales ocurridos en Chile. Abundaban noticias de avistamientos de ovnis, con sus típicas fotografías borrosas y el granulado de la ampliación, y también de curanderos, adivinos, médiums, tarotistas, mentalistas, etc. Habían dedicado un apartado especial a Juan José Queno, cuyo talento para hacer afirmaciones que le servían en bandeja un titular al periodista era incuestionable. Algunas se referían a la Sábana Santa de Turín, y otras a la relación de Jesucristo con civilizaciones extraterrestres.
Tras leer durante un rato el abigarrado collage de recortes periodísticos, di con uno que aumentó mi perplejidad. Se refería al escándalo televisivo de Vera, al igual que el que me proporcionara Annette, y la fotografía era la misma, pero pertenecía a otro periódico y cambiaba ligeramente la redacción. El entrante estaba subrayado en rojo: «Un grupo de activistas escépticos desmantela en directo el burdo engaño de la famosa vidente». No tardé en entender a qué se debía esta coincidencia: me hallaba en una organización de activistas escépticos, cuya misión consistía en combatir el fraude y la manipulación de la información que alimenta supercherías, en defensa de la veracidad y el rigor informativo.
Sobre una mesa hallé un rimero de ejemplares de una revista que no conocía: The Skeptical Inquirer, publicación oficial del Committee for the Scientific Investigation that Claims of the Paranormal. Sus siglas coincidían con la placa de la entrada. Dicho comité -leí en la ficha técnica- había sido fundado en 1976 por Paul Kurtz y otros líderes escépticos, en Norteamérica. Lideraban una red de organizaciones escépticas que se extendía por muchos países del mundo. Citaba algunas, como la de París, L'Union Rationaliste, y la de Londres, British Humanistic Asociation. Esta última defendía un modelo social laico, «libre de religiones y supersticiones». En Italia se denominaba CICAP (Comité Italiano por el Control de las Afirmaciones sobre fenómenos Paranormales) y, en España, Sociedad por el Avance del Pensamiento Crítico. Entre los miembros honoríficos del comité escéptico internacional figuraban celebridades y genios como Richard Dawkins, Carl Sagan, Isaac Asimov y Martin Gardner. Una nómina deslumbrante.
Me entretuve un rato leyendo un artículo de Mario Bunge, muy beligerante con las seudociencias, entre las que incluía el psicoanálisis y la homeopatía. Sobre esta última versaba otro artículo muy relevante, escrito por un bioquímico de la Universidad de Nueva York, redactor honorario de Nature y presidente de los consultores de ZOL, Nueva York, donde explicaba por qué los remedios homeopáticos son puro placebo, esto es, una estafa mundial. Otro artículo abordaba el auge de las falsas terapias alternativas. En definitiva, una revista que no vendía ilusiones y que contaba con todos los ingredientes para que nadie la comprara.
Dejé la revista, nervioso e impaciente por desentrañar todo ese embrollo lo antes posible. Deseé que Andy estuviera ahí, conmigo, que fuera testigo de lo que estaba viendo, pues me iba a ser difícil relatarle después las desagradables sensaciones que me producía relacionar a John Lizzy con ese lugar. Sudaba y no creo que fuera sólo debido al calor, sino a la confusión y al torrente de preguntas que me inundaba. ¿Qué hacía un tipo como John Lizzy dirigiendo un proyecto para estudiar efectos psicoquinéticos y al mismo tiempo trabajando para una organización escéptica? Eran dos datos difícilmente conciliables. ¿Sabía Andy que Lizzy estaba involucrado en esa organización para combatir las seudociencias y la superstición? ¿Tenía idea Andy de la existencia del CSICOP? Nunca me había hablado de eso. Y mientras me perdía en estas reflexiones, mis ojos se detuvieron en la placa dorada de la puerta de enfrente. Con un escalofrío leí: «Dr. Lorenzo Rubio».
Los jóvenes estaban concentrados en sus tareas, tecleando en máquinas de escribir electrónicas o fotocopiando documentos, y no me prestaban atención. Uno de ellos abandonó la oficina para hacer una diligencia. Otro atendió una llamada telefónica. Comencé a sentir la adrenalina en mi sangre: ya había tomado la determinación. Debía arriesgarme y llegar hasta el fondo del asunto.