Vaya por delante que no hablo a título particular. El comité ejecutivo se reunió ayer en Amherst, Nueva York, con carácter de urgencia, para analizar el problema. La noticia del robo del vídeo y la posibilidad de un chantaje se presentaba a primera vista como el fin inevitable de esta operación. Sin embargo, hemos rastreado su trayectoria, pues hay dos o tres sabuesos de primera magnitud metidos en esto.
Usted, señor Frías, es un físico experimental de primera línea. Como dicen en la mafia, usted es uno de los nuestros, señor Frías, o al menos ésta es nuestra esperanza. Desde el comité, queremos tenderle la mano, y no para que se una al lado oscuro, precisamente. No lo tome como una afrenta a su inteligencia. Esto podría haberle pasado a cualquiera. Déjenos hacer nuestro trabajo, no se interponga en el camino y guarde la debida discreción.
Ah, y otra cosa: ¿sería tan amable de devolverme la cinta de vídeo?
37
Andy pasó a recogerme a las siete de la mañana con su Opel Astra blanco. Estaba eufórico porque había llegado el gran día.
– ¿No lo oyes? -me dijo, haciendo pantalla en el oído-. El Tronador nos está llamando.
Era un guiño al pasado. En las vísperas de nuestros ascensos había hecho el mismo alegre comentario. «El Cervino nos está llamando, ano lo oyes?» En aquella ascensión me salvó la vida. En ésta, la broma cobraba más sentido, porque el Tronador debe su nombre a la leyenda indígena, según la cual, cuando hay tormenta, el monte emite un rugido que se oye a muchos kilómetros de distancia. Existía una explicación menos lírica: sus periódicos estruendos se debían a los frecuentes desprendimientos de seracs.
Me moría de ganas de ascender la cima blanca, pero en aquel momento la presencia de Andy me amedrentaba, era un constante recordatorio de que tenía un dilema peliagudo que me resistía a encarar. No había pegado ojo en toda la noche pensando en la revelación de John Lizzy y en el peso de una responsabilidad -la de mantener el secreto- que me abrumaba. Entendía perfectamente el asunto, y por qué Andy se había convertido en un problema, en un verdadero quebradero de cabeza, aunque no fuera más que un representante de una corriente mucho más numerosa. En sus libros y en sus experimentos, Andy vendía el ideal. Hace falta temple para optar por la realidad cuando nos ofrecen el ideal. En un contexto de duda y confusión, el Nuevo Paradigma suponía avanzar en la dirección equivocada.
Sin embargo, no podía dejar de reconocer a Andy, mi amigo, un hombre al que apreciaba, al que quería aunque fuese enemigo de la ciencia.
Metimos todo el equipaje en el maletero y nos echamos a la carretera. Él se ofreció a conducir primero. Agradecí que pusiera algo de música clásica y no hablara (tal vez me vio ojeroso, le dije que no había dormido bien). Necesitaba pensar. Trataba de pensar en Andy, pero la trayectoria de mis pensamientos se desviaba enseguida y acababa pensando en mí. Era consciente de que el futuro de Andy estaba en mis manos. Su proyecto Inquiring Minds, que él mismo promocionaba en sus conferencias internacionales, le iba a costar muy caro. Cuando terminase la operación y Lizzy diera a conocer el engaño, su carrera se iría a pique.
Podía intentar disuadirle, revelarle lo que sabía, la devastadora verdad. Sería violento, tan desagradable que el mero hecho de pensarlo ya me resultaba un mal trance. Aniquilaría sus esperanzas, le dejaría para el arrastre, pero, si sabía reaccionar, escaparía de la trampa que le habían tendido.
Y si hacía esto, me convertiría en enemigo del CSICOP, actuaría en contra de aquellos hombres sabios que luchan contra las seudociencias, en favor de la verdad. Les desmontaría su Proyecto Psy, sus esfuerzos por acabar con una corriente creciente y perniciosa. Era cierto que cuanta más resonancia tuvieran los aparentes éxitos de Andy, mayor sería el golpe a las seudociencias, pero nunca sería suficiente para desenmascararlas. En todo caso, contribuiría a que muchos científicos no se dejaran engatusar por ciertos cantos de sirena.
¿Qué hacer? ¿Traicionar al movimiento escéptico o traicionar a Andy? Me encontraba en un serio apuro. Si hacía de la razón mi guía, el alineamiento con la causa escéptica era incondicional. Y si escogía el silencio, dejaría que se estrellase el hombre que me había salvado la vida en un paso aéreo, con una sima de hielo a mis pies, asiendo firmemente mi muñeca mientras yo, con la misma mano, me aferraba a la suya.
Almorzamos algo ligero en Chillán y allí me puse al volante. Siguiendo por la ruta 5, llegamos a Osorno para pernoctar en una hostería que, por cierto, nos recordó mucho al estilo de las casas de campo de los Alpes alemanes. Nos alegró la vista un escenario de bosques autóctonos y un gran lago, tras el cual se erigía un gigantesco volcán del mismo nombre que la ciudad. El paseo que dimos después de cenar me oxigenó la cabeza y me aligeró de la pesadumbre. Por un rato, no quise pensar más, simplemente vivir, respirar aquel aire de la noche lleno de aromas del campo, la libertad, la sensación de espacio abierto.
Sin embargo, en cuanto me tendí en la cama y cerré los ojos volvió a acometerme el tormento de la duda. Pensé en el CSICOP, en todo cuanto había visto en aquella oficina, en lo que me relató John Lizzy. Me agradaba su filosofía. Tenían una gran revista. Siempre admiré a científicos como Carl Sagan, Isaac Asimov o Martin Gardner. Era un empeño noble. ¿Qué había hecho Andy para merecer que lo escogieran en su lucha contra el fraude? Cada uno actúa y trabaja desde sus creencias y principios, y él estaba en su derecho. No había intentado engañarme a mí, ni a nadie. Había tenido mucho éxito con su libro y con su Nuevo Paradigma, eso era todo. Unos tipos listos se habían fijado en él y habían decidido convertirlo en su objetivo.
Trampas contra trampas. Juego sucio contra el fraude. Habiendo tantos impostores por el mundo vendiendo el elixir de la felicidad, ¿por qué habría de tocarle a él? Había cruzado una frontera invisible, donde la vigilancia se extrema. Era la frontera de la ciencia, una zona protegida de la manipulación, la demagogia, la estafa. El CSICOP patrullaba este paso fronterizo para impedir que se colaran los impostores. Sentía que yo debía contribuir a esta causa, la del rigor y la honestidad. Sin embargo, me daba cuenta de lo ingenuo de este sentimiento. ¿Acaso tenía yo algún vínculo sentimental con John Lizzy o con el CSICOP? ¿Por qué este deseo de alinearme con ellos y contribuir a sus planes? ¿No ocultaba un fondo de despecho por mis propios errores y mi autoengaño? Lo que me unía al CSICOP era el odio a Vera, a los videntes, a todos los que engañaron a Elena. Pero Andy nunca engañó a Elena. Tampoco a mí. Fui yo quien deseó ser engañado. Nunca imaginé que los parapsicólogos pudieran llegar a ser tan nocivos.
Proseguimos el viaje a la mañana siguiente hacia el oeste, cuando el sol del amanecer restalló en el lago. Las temperaturas descendían a medida que nos adentrábamos entre montañas y paredes de roca, por donde silbaban los vientos patagónicos. El paisaje se volvió yermo. En el paso del Cardenal Salmoré, entre el papeleo de la aduana chilena y la aduana argentina perdimos casi una hora. La carretera empeoró bastante en la vertiente oeste de la cordillera, con lo que el recibimiento al nuevo país no fue el mejor. La carretera serpenteaba entre collados de rala vegetación, sin apenas tráfico. Llegamos al anochecer a San Carlos de Bariloche, una pequeña ciudad llena de lujosas casas, residencia veraniega de bonaerenses acaudalados, enclavada en un bello paisaje. Durante todo el trayecto, Andy evocó los mejores momentos de nuestras escaladas, aquellos tiempos del CERN, cruzando los Alpes como Aníbal. Y las horas se pasaron en un vuelo, entre animadas conversaciones y música de Freddie, y también de Bono. Propusimos dos temas imprescindibles para el disco de oro de la próxima sonda espacial Voyager. I was born to love you, por su parte, y Desire, por la mía.