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No obstante, persistía la zozobra que me provocaba el espinoso dilema, cuya sombra no dejaba de planear sobre mi cabeza. Una y otra vez me repetía que, fuera cual fuese mi decisión final, la tomaría al regreso, pues no estaba dispuesto a echar a perder nuestra ascensión. No estaba dispuesto a dejar que se nos nublaran esos días de felicidad. A la mañana siguiente salimos de Bariloche por la ruta 258, bordeando un lago tras otro, aguas de un verde limpio, y nuestro prurito de escaladores se convirtió en urticaria cuando pasamos cerca del cerro Catedral, plagado de agujas y laderas escarpadas. Andy llevaba el mapa y me iba indicando la ruta. Un desvío nos condujo a un puente sobre el río Manso. Varias veces nos detuvimos para sentir la presencia de aquellos escenarios y aspirar aquel aire puro y frío. Nos rodeaban bosques húmedos, prados, extensiones de helechos, lagos y ciclópeas montañas. Fue entonces cuando por fin dejé a un lado todas las preocupaciones. Dejé de pensar en Andy como la persona que estaba siendo utilizada por una organización escéptica para asestar un golpe mortal a la parapsicología. Y dejé de pensar en mí como la persona sobre la que recaía el peso de una difícil decisión. A la mierda con eso.

El camino pronto comenzó a estrecharse y a discurrir entre barrancos al pasar sobre el puente de un arroyo. Entramos en el valle del río Manso en segunda marcha. Quince kilómetros después llegábamos a Pampa Linda, a casi mil metros de altura, fin del trayecto en coche.

Nos registramos en las oficinas de la Gendarmería Nacional y dejamos constancia de la fecha de bajada y del equipo del que disponíamos. La previsión del tiempo era excelente. Soplaría viento del sur, pero esto era una constante allí. Almorzamos en el pueblo y compramos provisiones ligeras para el ascenso.

– Qué pena que aquí no podamos tomarnos una buena raclette -dijo, en un nuevo guiño al pasado, a Zermatt, a aquellas fondas en casas antiguas de madera oscura.

Desde Pampa Linda arrancaba un sendero que, pasado un río de aguas espumeantes, subía en marcada pendiente. Era el tipo de camino que nos gustaba, lleno de curvas cerradas. Podíamos divisar las interminables hileras de cónicos cedros y lengas en las faldas de las montañas, arrayanes de serpenteante tronco, una increíble gama cromática de verdes bordeando las riberas. Andy chilló a pleno pulmón cuando metió la cabeza en el chorro de una alfaguara. Un zorro se esfumó antes de que pudiera sacar su pequeña cámara de fotos. Desde las ramas más altas nos observaban pájaros carpinteros y cada poco nos sobresaltaban sonidos de animales entre los arbustos. El sendero se fue estrechando y la vegetación raleaba para, finalmente, llegar a un lugar señalado como «descanso de los caballos», un calvero de sotobosque que nos abrió la vista del imponente Tronador bajo el cielo de la tarde. A partir de allí la senda discurría por un pedregal. Pronto llegamos a la base del monte, dominada por el Ventisquero Negro, un glaciar cuyo color oscuro contrastaba con el blanco inmaculado de las cumbres. Cerca de allí se precipitaba una cascada de aguas gélidas.

Comimos algo, nos abrigamos bien y seguimos adelante, apretando el paso para llegar al refugio antes de que oscureciera. Dejábamos atrás los primeros glaciares. Hubimos de utilizar linternas para enfocar el último tramo, poco antes de alcanzar el refugio Otto Meiling, a 1.900 metros. Un poco más y hubiera sido difícil seguir por aquel pedregal a oscuras. Nos alegramos de que todo estuviera resultando conforme a lo previsto.

Era, como nos habían anunciado, un refugio de primera categoría. Teníamos a nuestra disposición literas, mantas, una rudimentaria cocina y un botiquín. Compartimos, además del amor a la montaña, nuestros quesos y embutidos con un grupo de nueve escaladores chilenos en un amplio comedor caldeado por el fuego de una chimenea. Los otros iban a seguir una ruta diferente y pensaban coronar la cumbre chilena.

Nosotros nos enfrentaríamos con el Pico Argentino. Conversamos sobre las ventajas e inconvenientes de la nieve granulada, la nieve fresca, las placas de viento y los tramos mixtos de hielo y roca. Dedicamos un rato a marcar los puntos de referencia sobre el papel. Fue reconfortante irse a dormir a la litera pensando que el día siguiente era el gran día.

Y el gran día llegó. El sol restallaba en los glaciares. Nos pusimos las botas con crampones que hacía casi tres años que no me ajustaba. Hierros, cuerdas, arneses, mosquetones, y el hielo deslizante bajo los pies. Mis primeros pasos fueron torpes, me sentí lento y pesado como un saurio, pero al cabo de una hora ya había recuperado las viejas sensaciones.

Continuamos desde el refugio por el Filo de la Motte, una arista de suave pendiente nevada que divide las cuencas de los glaciares, hacia el cielo abierto. Hasta aquí no había posibilidad de salirse del rumbo, ya que fuera del Filo sólo había derrumbaderos y laderas muy quebradas. Continuamos hasta un promontorio de roca, una de nuestras referencias, a 2.400 metros. Eran las once.

Nuestro siguiente paso era escalar el Filo de la Vieja, antesala del tramo que continuaba hacia la cumbre. Era el ascenso más técnico y exigente. Todo iba bien hasta que cometimos el error de salirnos de la ruta, ya que en lugar de descender hacia la izquierda, seguimos por el filo en dirección a la cumbre. Allí nos encontramos con una zona impracticable, peligrosa, llena de grietas y paredes verticales, en la que nos atascamos y derrochamos mucha energía. Nos dimos cuenta de que aquélla no podía ser la vía correcta porque no había cordadas fijas.

Cuando regresamos al punto donde habíamos equivocado la dirección eran las tres. Habíamos perdido algo más de una hora y eso nos descabalaba los tiempos marcados. Nos hidratamos y discutimos si aún era factible coronar o, mejor dicho, si podíamos coronar y también realizar el descenso antes de que nos cercara la noche. Andy propuso bajar, pero yo creía que aún teníamos tiempo. Le convencí para seguir, pero lo cierto es que estábamos nerviosos.

Días después comprendí por qué me había obcecado en continuar, cuando la prudencia aconsejaba lo contrario. El contacto con la naturaleza en estado puro me había provocado una suerte de catarsis. Necesitaba esa inyección de energía, la recompensa de la cumbre, para afrontar la dura prueba que me esperaba después: resolver el conflicto que implicaba a Andy, enfrentarme con mis sentimientos hacia Annette, aceptar mi fracaso y, sobre todo, consumar mi duelo por la pérdida de Elena dejando en la cima, bajo el cielo austral, los últimos restos de remordimiento por lo que mi actitud había contribuido a su muerte. Necesitaba llegar a ese punto en el que lo viera todo diáfano alrededor, para despojarme de un gran peso, enterrarlo simbólicamente en la nieve y descender liberado de cargas. Sólo esa cumbre podía marcar el antes y el después. Y, de ese modo, podría partir a Brookhaven con la certeza de que iniciaba una nueva etapa en mi vida, ya sin lastres.

Después de descender el Filo de la Vieja hubo que continuar rodeándolo por la izquierda y empezar a dirigirse hacia el portezuelo, sorteando grietas y rodeando seracs. Nos desplazamos encordados, caminando en simultáneo, en paralelo a la ladera, sin hacer una sola pausa en dos horas. A las cinco llegamos a la depresión del portezuelo, un plano de intersección entre el Pico Argentino y la cumbre Internacional. Era un impresionante balcón al Parque Nacional Nahuel Huapi y al valle del río Negro.

Ante nosotros teníamos la pared norte del Pico Argentino del Tronador, medio kilómetro de desnivel y 55 grados de inclinación, con fuerte exposición al viento del sur. No hubiera representado un escollo en los tiempos del CERN, pues habíamos salvado paredes más difíciles, pero acusaba la falta de entrenamiento y el gran desgaste físico de haber llegado hasta allí con demasiada prisa. Quedaban pocas horas de luz.