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– ¿Seguimos adelante o bajamos? Podemos intentarlo mañana -dijo Andy.

Me encontraba fatigado y furioso ante la perspectiva de bajar en balde. Propuse seguir por pura terquedad. Había que superar un par de grietas y, dado lo expuesto del paso, montamos un anclaje al pie. Pero antes de que pudiera asegurarlo, resbalé con la puntera y me deslicé pendiente abajo una docena de metros, hasta que logré recuperar el equilibrio, clavar el piolet y afianzar los crampones. En este trance me torcí un tobillo. Me latían las sienes de la tensión. Andy se apresuró a bajar hasta mi posición. Me tendió una mano. Me preguntó si me encontraba bien. Lo cierto es que las fuerzas me habían abandonado en esos segundos de pavor. La cabeza me daba vueltas.

Emprendimos el descenso después de sujetarme el tobillo con una venda. Me acordé de cuando le vendé el tobillo a Elena en aquel refugio del Monte Perdido donde nos encontramos una noche de tormenta, donde nos conocimos y nos enamoramos.

Durante la cena, al calor de la chimenea del refugio Meiling, estaba de pésimo humor, pero Andy trató de animarme con ciertas confidencias sobre el pasado, sobre los hombres que marcaron su biografía sentimental. Al principio no sospechaba adónde iría a parar. Al cabo de un rato me insinuó que en aquellos años escalando los picos del Valais y de la frontera italofrancesa se había enamorado de mí.

Consciente de que no tenía ninguna oportunidad, y temiendo que su declaración enturbiara nuestra amistad, optó por callarlo y disimular. Yo no supe qué decir. Me sentí abrumado e incómodo. ¿A qué venía todo aquello ahora? No sabía qué esperaba de mí, exactamente. Después me relató su peripecia personal desde la adolescencia: los problemas con su padre, que nunca llegó a aceptarlo, la costumbre del disimulo en la escuela, en la universidad. Escuché un relato lleno de dolor, muy humano, en cierto modo emocionante, en el que me había conferido un papel que no había merecido, del que ni siquiera había sido consciente, hasta ese momento. Noches en las que vivaqueamos en una ladera, buscando el calor de nuestros sacos de dormir, y en las que nunca tuve la más mínima sospecha de lo que le bullía por dentro. Mi mal humor se fue mermando.

– De acuerdo -le dije-, me has conmovido. Y ahora, ¿qué? ¿Nos tiramos directamente a una litera o hacemos planes de vida en común?

Por suerte, aún fue capaz de reír.

Me habló, con más alegría, de un nuevo libro que había empezado a escribir: Thinking Outside the Box. Pretendía ser «una exploración más allá de los límites». Empleó otras expresiones grandilocuentes, como «los grandes misterios» y «profundo océano de la verdad».

Mientras escuchaba su apasionada disertación, sentí una furiosa acometida de piedad. ¿Profundo océano de la verdad? ¡Si supiera la profundidad de la mentira en la que se estaba hundiendo! Por encima de la piedad latía una rabia contra mí mismo, por estar ahí, con él, ocultándole todo lo que sabía, fingiendo naturalidad. Tal vez había llegado demasiado lejos. Me sentía un repugnante impostor. Ellos le estaban utilizando y yo lo sabía. ¿Qué clase de amigo era yo? Comprendí que mi gran error del pasado, con Elena, consistió en anteponer la ciencia a las personas.

Me debatía en una lucha interior. ¿Debía decírselo? ¿Le abría los ojos a la cruda realidad, allí, en el refugio? ¿Traicionaba al comité escéptico? Mi nerviosismo me delató.

– No te preocupes -dijo Andy-, sé lo que estás pensando. Convenceré a Lizzy para que te admita. Dará su brazo a torcer. Estoy trabajando en ello. Mi posición es fuerte, porque de mí depende que esto salga adelante. Le he echado un órdago.

– Olvídalo, Andy. No quiero seguir contigo en ese asunto. No quiero saber nada más de ese asunto.

Se quedó perplejo y consternado. Creía que Lizzy me había presionado demasiado, que había claudicado contra mi voluntad. Hizo un último intento para ofrecer resistencia, pero lo cierto es que mis últimas resistencias se estaban viniendo abajo.

Había llegado el momento de la verdad. Reuní valor y me preparé para asestar a mi amigo un golpe mortal.

38

E1 viaje de regreso a Santiago fue una auténtica pesadilla. No recordaba haber viajado nunca con él en esas condiciones. Apenas pronunció una palabra. Conducíamos en silencio. A veces yo iniciaba alguna conversación, pero su desdén hacía que me sintiera ridículo en mi torpe intento de distraer lo evidente. Tampoco quería mostrarme paternalista o condescendiente, pero lo cierto era que me preocupaba su estado. Me habría aliviado verlo llorar o gritar, o darme puñetazos, o que me dejara tirado en la carretera, con mi mochila, cualquier gesto de autoprotección. En lugar de eso se hundió en una hermética angustia.

Me había llevado un par de horas la noche anterior, en el refugio, explicarle la conspiración que el CSICOP había urdido para asestar un golpe a las seudociencias; ni siquiera conocía la existencia de esta organización, y ni por asomo se le había pasado por la cabeza que Lorenzo fuera un psicomago a sueldo del CSICOP. Fue arduo, fue como llevarlo de la mano por un campo de minas y al mismo tiempo procurando que no saltara por los aires, mientras él me escuchaba en un silencio al principio perplejo, luego consternado y finalmente desgarrado.

No es que la operación en sí fuera algo difícil de explicar; la dificultad era avanzar sobre la destrucción de lo que para él constituía una realidad incuestionable, como la buena fe y la honradez de sus compañeros, John Lizzy y, sobre todo, Lorenzo Rubio. Era como certificar que en los últimos meses había vivido un sueño, una alucinación, que nada era lo que parecía, que todo era un gigantesco decorado de cartón piedra, y las personas eran actores conchabados, burlándose de él a escondidas. El investigador había acabado siendo el investigado. Esto es algo demasiado duro de asumir así, de golpe, por muchas pruebas que puedas ofrecer. Había que destruir todas sus nociones y percepciones desde su llegada a Chile, y conferirles un significado totalmente distinto, demoledor para su propia imagen, había que aniquilar todos sus proyectos, declarar la invalidez de todas sus horas de trabajo, de todas las expectativas e ilusiones que había albergado sobre el programa Inquiring Minds, había que demoler Inquiring Minds y cuanto lo rodeaba, su inmenso castillo de espejismos, y convertir en ridículos sus discursos, conferencias, contactos, sueños. Era como abrirle los ojos a la futilidad de su propia existencia. A la futilidad de sus principios. A la futilidad de su vida. Nunca me había visto en una situación semejante.

Aunque tal vez era hurgar más en su herida, durante el viaje de regreso reiteré que Lizzy, ese bastardo, había actuado de forma ruin; había intentado hacerme cómplice, en un desesperado intento por salvar la operación. Mostré clara mi indignación, intenté que sumara la suya a la mía, para hacer una especie de frente inútil pero catártico, ideando formas de venganza que nunca consumaríamos. Le sugerí la mejor forma de devolverle el golpe a Lizzy, a Rubio, a todos los implicados en el montaje: dejar que siguieran trabajando para, el día más importante, el de Stanford, no presentarse. Tampoco entró en este juego. Comprendí que tal vez no quería seguir escuchándome y continuamos en un opaco silencio.

39

Llegamos por la noche a su apartamento, le acompañé hasta el salón, le pregunté si estaba bien; no quería retirarme dejándolo en ese estado. Entonces comenzó a repetir machaconamente una pregunta, por qué, y cada vez que lo hacía su mirada se hacía más febril, enajenada. Le llené una copa. De pronto clamó en un espantoso aullido, un grito desgarrador: «¿POR QUÉ?». Me asusté al verlo y el vaso que sostenía en la mano fue a parar al suelo. Tenía el semblante desencajado, los puños apretados, los brazos contraídos, una mirada de loco. Implosionó.