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Barry era ya por entonces uno de los físicos experimentales más respetados, especialista en cromodinámica cuántica. Su verbo acerado y campechano y su agudeza le habían granjeado cierta popularidad. Al día siguiente de nuestra presentación, subió al estrado con su andar rotundo, y con su acento californiano afirmó que nuestras pruebas no eran sólidas y que no tenían ni la consistencia de una sopa, ni tan siquiera la evanescencia del humo.

Debo matizar que el término sopa había sido acuñado por los periodistas que difundieron el resumen de nuestra presentación -nosotros hablábamos de plasma- y fue aprovechado por Barry Ledig con fines satíricos. La palabra «humo», en cambio, sí se mentó en nuestras conclusiones finales para referirnos de forma sencilla a las radiaciones por las que deducíamos lo que había ocurrido antes, durante unas fracciones de segundo y a altísimas temperaturas. «No se ve el humo -añadió Barry desde el estrado, mirando a la audiencia con aire desafiante-, ni tampoco el revólver humeante, de modo que nuestros detectives tal vez hayan seguido una pista falsa.»

Por entonces, Barry trabajaba en el RHIC de Brookhaven, donde precisamente estaban interesados en conseguir la separación de quarks; tal vez les habíamos tomado la delantera y por ello intentaban frenarnos.

Durante la cena de clausura del congreso, ya en los postres se acercó a felicitarme mordiendo un puro por la comisura de la boca. Le estreché la mano sin entusiasmo, por cortesía. Era una mano regordeta y menos vigorosa de lo que esperaba. Le pregunté si de veras creía que nuestros resultados eran falsos. Se echó a reír con una risa de granuja y eludió pronunciarse.

Resulta paradójico que ese desengaño fuera el detonante de mi decisión final a favor de Elena. Me sentí menospreciado. En dos días en Turín habían pisoteado varios años de trabajo. Ya no tenía ilusión en seguir por ese camino, de modo que podía renunciar al CERN y establecerme en Madrid junto a Elena. Y eso fue exactamente lo que hice. En realidad, nunca supe si fue Elena lo que me hizo volver a ella, o si fue el despecho y la rabia. Un despecho que hice extensivo a la comunidad de físicos de partículas. Elena Blanco se me ofrecía como un refugio sentimental. Claro que ni yo mismo era consciente de este importante matiz. Creí que mi elección era una apuesta por ella, por un futuro juntos. Así lo entendió también ella.

Fue un error. En cuanto dejé de ocuparme de la pregunta fundamental, ¿cómo empezó el universo?, dejé también de encontrar sentido a mi vida.

Barry Ledig tardó años en hallar pruebas del plasma de quarks en el Laboratorio Nacional de Brookhaven. Llegó a las mismas conclusiones que habíamos presentado en Turín. También descubrió el quark t que nosotros predijimos, y su masa era la que habíamos estimado. Barry no se comió el sombrero, ni entonó el mea culpa; simplemente me ofreció un puesto en Brookhaven, en la división experimental, para seguir estudiando los quarks. Y si superaba unas pruebas de selección, podía ocupar el cargo de subdirector.

Desde su zancadilla en Turín hasta su generosa oferta habían transcurrido algo más de dos años de trabajo estéril en el Servicio Interdepartamental de Investigación de la Facultad de Física, en Madrid, con el Proyectazo. Dos años durante los cuales mi relación con Elena había ido en total declive, hacia el hermetismo autista por mi parte. Dos años de frustración, en los que ansiaba volver a la física de partículas, a los quarks. Era mi gran oportunidad.

En noviembre de 1992 hice un vuelo a Nueva York y desde allí tomé un enlace a Long Island y a Brookhaven. A Elena le dije que era un viaje rutinario de trabajo. Si conseguía el puesto, estaba dispuesto a abandonar Madrid y sacrificar la relación, o lo que quedara aún en pie de ella. Semejante mudanza iba a significar un rumbo nuevo en mi vida, soltando lastres. Por eso, hasta que no se confirmara la oferta, preferí guardar reserva. En caso de no obtener el puesto, todo seguiría igual, al menos durante algún tiempo, aunque lo cierto es que nada marchaba bien. Habría mantenido la mentira sobre la que justifiqué ese viaje, y la mentira de nuestra relación. Y habría prolongado mi existencia narcotizada en Madrid.

Llegué a Long Island una semana antes del accidente de Elena. Barry me brindó un muy amistoso recibimiento. Me enseñó las instalaciones.

– Si de mí dependiera, el puesto de subdirector sería tuyo. Sin embargo, hay dos directivos que ni siquiera son físicos ni tienen maldita idea de lo que estamos haciendo, ya que ocupan cargos ejecutivos. Ellos quieren que este procedimiento de selección sea totalmente limpio, conforme a las normas. Así que te deseo lo mejor y que la Fuerza fuerte te acompañe.

Barry y su equipo buscaban crear una materia más caliente y densa en los aceleradores del RHIC, y ahí entraría yo. Era un trabajo hecho a mi medida, con una tecnología puntera y desde un cargo que me permitiría tomar decisiones importantes. Pero aún quedaba superar la última prueba de selección.

El Relativistic Heavy Ion Collider (RHIC) me deslumbró. Dos aceleradores circulares de unos cuatro kilómetros de perímetro, capaces de acelerar iones pesados a la velocidad de la luz y crear colisiones entre estas partículas podían proporcionar importantes pistas a las grandes cuestiones sobre el origen del universo y la estructura última de la materia. Colisionando iones de oro a velocidades cercanas a la luz y a una temperatura suficiente para licuar la torre Eiffel en un instante, se iban a liberar los quarks de nuevo, creando ese misterioso plasma que habíamos prefigurado en el CERN.

Una enfermedad terminal del subdirector del laboratorio y mano derecha de Barry había dejado vacante este cargo. Nos presentamos cerca de doscientos candidatos, y tras varias jornadas draconianas de selección, sólo quedamos tres.

La última prueba, la que pretendía despejar al candidato idóneo de los tres que quedábamos, no pudo realizarse debido a la noticia de la muerte de Elena. Esta llamada lo truncó todo a las puertas del final. Viendo mi estado, Barry tomó la decisión de postergar la prueba hasta al cabo de un mes, en diciembre. Puesto que los otros dos candidatos eran un inglés y un alemán, fijó en París el centro geométrico para el encuentro. Estuvimos de acuerdo.

¿Por qué le mentí a Elena? ¿Cómo llegué a hacer las cosas tan mal? Mi silencio farisaico era una medida cautelar. Quería evitar un conflicto innecesario, una dolorosa crisis. Me dije que si conseguía el puesto haría frente al vendaval, pero entonces yo me sentiría mucho más fuerte en mi posición. Me había convencido a mí mismo de que en realidad no la quería, ni la necesitaba, incluso de que sería mucho más feliz lejos de ella.

I don't see the smoking gun. Cuando regresé precipitadamente a Madrid, descubrí aterrado que sí había revólver humeante; yo lo empuñaba, y yo había apretado el gatillo.

4

Sus guisos la habían sobrevivido y durante los primeros días me sirvieron de alimento. Los cajones del congelador estaban llenos. Era tan ordenada y meticulosa que en cada fiambrera adhería una etiqueta manuscrita:

BONITO ESCABECHADO

(3 raciones)

11-10-92

Era puntillosa y lo fechaba todo: fotografías, libros que compraba… Las fechas estuvieron siempre presentes en su vida. Cuando se acabaron sus guisos y pasé a consumir filetes de ternera hormonada envasados al vacío en bandejas de poliestileno, mi madre se presentó con varias cazuelas de comida casera.

– ¡Dios mío, cómo está la casa!

Iba de aquí para allá recogiéndolo todo, sacudiendo la funda del sillón y metiendo ropa sucia en la lavadora. Estas faenas contribuían a su bienestar. Hacía mucho tiempo que no le daba la oportunidad de sentirse tan madre.