Laurell K. Hamilton
El Corazón Del Mal
Ravenloft, Nº 11
Título originaclass="underline" Death of a Darklord
Primera edición: noviembre de 2007
© Traducción: Ana Duque de Vega, 2007
Para Baby Bird, que murió mientras escribía este libro. Es la primera novela que escribo, sin ella sobre mi hombro. Con ella se fue un poco de la magia de mi vida.
Capítulo 1
El cráneo estaba sobre la mesa, reluciente bajo la débil luz del sol. Era una pieza de hueso ya vieja, limpia y seca, de aspecto humano hasta que uno la cogía entre las manos y la examinaba. Las cuencas de los ojos eran enormes, casi tan grandes como las de un ave rapaz; los fuertes dientes, amarillentos y afilados. En la parte frontal éstos adoptaban la forma de colmillos, concebidos para perforar la carne y derramar sangre.
Calum Songmaster recordaba el aspecto que aquel ser había tenido en vida. Algo parecido a una mezcla entre halcón y lobo… y lo que había quedado de humano de la criatura de antaño. El hombre había sido Gordin Smey, un amigo, un camarada en la lucha contra el mal. Con lo que conservaba de su propia mente, de su dignidad, había suplicado a Calum que acabara con su vida. Y Calum lo había hecho. Gordin había sido un buen hombre, casado y con hijos. Había eliminado a gran cantidad de monstruos, pero al final se había convertido en uno de ellos. Calum había decidido guardar el cráneo como recordatorio de que el país de Kartakass podía corromper a cualquiera.
Ahora yacía entre los suaves y asfixiantes pliegues de su lecho de enfermo, apoyado de lado como un trozo de carne preparada para el asador, sólo que en vez de un pincho eran las almohadas y los edredones los que lo mantenían en su sitio. Por lo demás, parecía igualmente ensartado. Desvió la mirada hacia el cráneo de su amigo fallecido hacía ya mucho tiempo, mientras sentía envidia por su rápida muerte.
Calum había sobrevivido a todos los representantes del mal durante ochenta años. Había vivido una época prodigiosa, digna de ver. Abyecta hechicería, monstruos, bestias, ladrones, mala gente de toda calaña. Y había conseguido sobrevivir a todo ello. Pero de la vejez no era tan fácil escapar.
Durante muchos meses había sido incapaz de sentarse en su escritorio para trabajar. El dolor de la enfermedad que lo corroía por dentro convertía cada uno de sus movimientos en un tormento. Había sido un hombre alto y fuerte, pero ahora era tan sólo un manojo de huesos revestidos por un pellejo. Había ordenado a su ama de llaves que quitase el espejo de su cuarto, porque ya no reconocía a la frágil criatura que le devolvía la mirada. En su mente seguía siendo joven y fuerte, pero los espejos no mienten, así que decidió desterrar aquel acusador pedazo de cristal. El dolor, y lo que él alcanzaba a ver de su propio cuerpo, ya cumplían con su función de recordatorio.
Sus amigos habían ido a visitarlo. Sus verdaderos amigos. Ésa era la razón de que estuviera recostado, para poder verlos sin tener que moverse, para no tener que contarles que hasta el más mínimo movimiento le dolía. Su ama de llaves era buena para estas cosas. Calum lo había preparado todo para dejarle la casa y el dinero que tenía ahorrado. Después de veinte años, se merecía mucho más, pero era todo lo que poseía. La lucha contra el mal no era un negocio especialmente lucrativo.
Su mejor amigo estaba sentado en una silla al lado de su lecho. Jonathan Ambrose también había envejecido. Tenía casi cincuenta años y la barba encanecida. Los cabellos habían retrocedido hasta formar un fino círculo que mantenía siempre rasurado. La moda era dejarse el pelo largo, pero Jonathan nunca había demostrado excesivo interés por la moda. Llevaba una sencilla toga marrón, limpia y bien remendada, pero absolutamente modesta. Nadie llevaba togas hasta el tobillo desde hacía una década, pero Jonathan las encontraba cómodas. Sus claros ojos azules miraron a Calum. Su rostro emanaba tranquilidad y calma. No mostraba el menor ápice de horror o de compasión. Calum se sentía agradecido por ello; pero, al mismo tiempo, eso lo irritaba.
Al observarlo, parecía que la presencia de Jonathan no obedecía a ninguna razón especial. Calum deseaba gritar: «¿No te das cuenta de que me estoy muriendo? ¡Muriendo!». Estaba molesto porque su amigo podía mirarlo a la cara sin mostrar el dolor que veía en tantos otros rostros. Entonces, ¿por qué se había enfadado con su ama de llaves al verla llorar aquella misma mañana?
Calum profirió un suspiro. Nada podía satisfacerlo. Quería que todo el mundo supiera de su dolor y se compadeciera de él, pero que al mismo tiempo no lo manifestara. O sea, que quería costal y castañas.
– Soy un viejo cascarrabias -dijo Calum con una voz chirriante que apenas pudo reconocer como suya.
Jonathan sonrió con la misma sonrisa amable de siempre.
– Eso nunca lo conseguirás.
Calum no tuvo más remedio que sonreír. La ira se disipó. De pronto se sentía alegre por aquella visita. ¿Acaso aquellos cambios de humor repentinos eran un indicio de la proximidad de la muerte? No podía saberlo a ciencia cierta; al fin y al cabo, era la primera vez que moría.
En una pequeña silla, la misma que solía utilizar su ama de llaves para coser mientras le hacía compañía, se encontraba la única mujer, aparte de la susodicha, que contaba con su permiso para verlo en ese estado. Teresa era alta, ágil y morena. Su espesa melena negra enmarcaba las facciones de su rostro como una nube de cuervos. La túnica corta que llevaba, más a la moda, era de color escarlata, acompañada de unos pantalones bombachos de color verde esmeralda brillante y botas negras. Tenía un pie apoyado en la silla, y se sujetaba la rodilla con sus fuertes manos. El cinturón, del cual pendía una espada corta y varias bolsas, era negro, pero estaba profusamente bordado y brillaba como un arco iris. Jonathan llevaba un cinto similar, que hacía que su toga marrón pareciera todavía más tosca. Pero ambos cinturones eran obra de Teresa, y por eso Jonathan nunca olvidaba el suyo.
No había más sillas, por lo que Konrad Burn permanecía de pie detrás de los demás. Era el más joven de todos, no debía de llegar a la treintena. Su rostro había sido hermoso tiempo atrás. Tenía unos penetrantes ojos verdes que brillaban como piedras preciosas, y llevaba su cabellera castaña recogida con una tira de cuero. Iba completamente ataviado con prendas de cuero en varias tonalidades de marrón que armonizaban con la tez oscura y la piel morena de los brazos. Un hacha pendía de la cadera, y llevaba un pequeño escudo a la espalda.
Calum no estaba seguro de qué era lo que había cambiado en el joven. Su rostro bien afeitado aún no mostraba arrugas, pero tampoco vida. Era como si estuviera mirando un cuadro de mala calidad que representaba a un hombre, pero que no transmitía vida. Únicamente sus ojos brillantes parecían estar vivos… y llenos de ira; la mujer de Konrad y su socio habían sido asesinados hacía dos años.
El cuerpo de Calum se estaba muriendo, pero su mente y su espíritu pedían a gritos la vida. Por el contrario, el cuerpo de Konrad seguía sano y fuerte, pero su mente y su espíritu aguardaban la muerte. Konrad vivía, pero sólo en cuanto a los movimientos estrictamente necesarios. Calum se habría cambiado por él sin dudar. Se preguntó si el joven habría accedido.
– Lo gemelos están fuera -dijo Jonathan-. Desean verte.
– No -respondió Calum-. Son demasiado jóvenes para presenciar cómo acaba la vida.
Jonathan le asió la mano con suavidad, y oprimió la frágil carne.
– No siempre acaba así, Calum. Y tú lo sabes.
– Entonces, ¿por qué debe acabar así la mía? -Las lágrimas ardientes le anegaron los ojos. Intentó no pestañear, obligándose a mantener los ojos bien abiertos. Llorar hubiera sido el colmo del ridículo. Siguió hablando con voz entrecortada y se odió por ello-. He sido un buen hombre, ¿no es así, Jonathan?