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Lo cual le hizo pensar en Elaine. La pequeña Elaine. Durante todo aquel tiempo había albergado a una maga en su casa. Jonathan profirió un suspiro y se recostó en la silla. Una mesa rota levitaba, girando grácilmente para poder pasar a través de la estrecha puerta de la cabaña. ¿Sería capaz Elaine algún día de hacer algo semejante?

El había intuido en lo más profundo de su ser que Elaine tenía poderes, pero había preferido fingir; no había querido admitir esa verdad. Elaine casi había muerto. Cuando la había tocado, su cuerpo estaba frío como el de aquellos que llevan largo rato muertos. No habían sido las palabras de Teresa las que habían convencido a Jonathan, sino la cara de Elaine, pálida como la de un fantasma. La mano inmóvil como la de un cadáver en la suya caliente. El recuerdo de Elaine inconsciente en la nieve había tomado la decisión por él. Si sus poderes mágicos podían matarla, debía recibir instrucción para aprender a controlarlos. No podía asumir el riesgo de que muriera por culpa de sus prejuicios.

Un zarcillo de chispas semejantes a luciérnagas multicolores bailaba en las ventanas de la cabaña. La cuestión era la siguiente: ¿podría Jonathan soportar la presencia de un mago bajo su propio techo? ¿Un mago poderoso y adiestrado en su casa? No había tenido hijos y nunca se había arrepentido. Lo que todavía no había podido reconocer, ni siquiera en lo más íntimo, era que Elaine, Blaine e incluso Konrad eran sus hijos. O, como mínimo, su familia.

Teresa había perdido dos hijos durante el parto. Los médicos habían dicho que otro embarazo podría matarla, y que el niño casi con toda seguridad moriría. Thordin le había hablado de los maestros sanadores de su tierra, que con un solo toque podían curar, que eran capaces de devolver la vida a los muertos. Nadie sabe lo que hubiera dado Jonathan por contar con un sanador semejante que pudiera devolver la vida a sus hijos muertos y curar el dolor que había visto en los ojos de Teresa y en los suyos propios.

Un remolino salió danzando de la puerta de la cabaña. Entre la suciedad y los desechos giratorios relampagueaban luces mágicas, a tal velocidad que las luces se unieron para formar estelas de colores brillantes. La nieve ascendió en forma de columna, reflejando los colores. La suciedad se mezcló con la nieve, atenuando el brillo de las luces. La blancura y las luces multicolores se oscurecieron. El remolino se alzó por encima de la nieve, dejando atrás los desechos para regresar al interior a través de la puerta abierta.

Así era la magia. Bonita, incluso hermosa, pero ensuciaba todo aquello que tocaba.

Con un suspiro, Jonathan se apartó de la ventana. Acercó la silla al escritorio, cuya superficie estaba increíblemente limpia. Teresa lo había obligado recientemente a ordenar todos sus papeles. Había algo reconfortante en los familiares papeles amontonados. Ahora el escritorio desnudo resultaba un tanto intimidatorio.

En el centro de aquella superficie suave y oscura había una carta. En el pesado papel de vitela no había más que unas cuantas palabras garabateadas. La enérgica escritura de Calum Songmaster había quedado reducida a una línea sinuosa. Era la escritura de un anciano enfermo, un moribundo. Jonathan dio tres fuertes puñetazos en el brazo de la silla. No era justo. Simplemente, no era justo.

Negó con la cabeza, mientras una leve sonrisa se abría paso a través de su barba. Jonathan Ambrose, exterminador de magos, se lamentaba del hecho de que el mundo fuera injusto. Como si no lo supiera desde hacía ya muchos años. Resultaba gracioso y al mismo tiempo amargo. Algunas cosas eran demasiado terribles para poder comprenderlas o perdonarlas, por mucho que uno supiera del mundo. La agonía de Calum en su lecho de moribundo era una de ellas.

Thordin insistía en que había sanadores en su tierra natal que podrían salvar a Calum, que podrían devolverle la salud. Jonathan negó enérgicamente con la cabeza, como para expulsar aquellos pensamientos. Amargarse no serviría de nada. Pero responder a aquella carta tal vez sí.

La nota decía simplemente:

Querido Jonathan:

La aldea de Cortton ha caído bajo el influjo de un conjuro maléfico. Han solicitado ayuda de la hermandad. Te ruego los ayudes.

Siempre tuyo,

CALUM SONGMASTER.

Jonathan releyó la carta. Pero siempre decía lo mismo. No había informaciones nuevas. Semejante brevedad no era propia de Calum, pero y si le costaba escribir… Sin embargo, el hecho de que fuera tan escueto lo inquietaba.

Calum era su contacto, su único vínculo con el resto de la hermandad y quien les encomendaba las misiones que debían llevar a cabo. Jonathan había estado a su servicio durante la mayor parte de su vida adulta, pero no conocía a nadie, aparte de Calum y unos cuantos más, que a su vez recibían órdenes de Calum. En un principio, lo que se pretendía con ello era proteger a los dirigentes de la hermandad. Si uno de.sus componentes era capturado y torturado, sólo podría revelar unos cuantos nombres y, en todo caso, a nadie que fuera irreemplazable. El movimiento no sufriría por ello. Ahora Jonathan se sentía irritado por tantas trabas. Calum estaba agonizando, y si moría sin comunicar sus contactos a nadie, todos los agentes quedarían aislados.

Jonathan podría seguir luchando contra el mal, pero como un vigilante que corre de una catástrofe a otra. Ya no habría un objetivo a largo plazo que lo animara a seguir trabajando. Combatir el mal a solas era algo positivo que hacer con la vida de uno, pero en última instancia inútil. El mal resurgía con mayor rapidez de la que cualquier persona o grupo reducido tardaba en aniquilarlo. Pero si conseguían acabar con el mal que infectaba el país, cortar de raíz la maldad en sus orígenes, entonces ya no aparecerían nuevos monstruos. Si el mal dejaba de reproducirse, sería posible capturar a los monstruos uno a uno y eliminarlos. Incluso desaparecería la magia maléfica, aquella que corrompía a todos los que se valían de la magia. Jonathan no estaba seguro de sí creía esto a pies juntillas. Los magos eran en general débiles, y se dejaban tentar fácilmente. Suspiró.

Sus pensamientos regresaron a Elaine. Colocó la silla al lado de la ventana. Un tenue resplandor ambarino iluminaba la cabaña. Jonathan tardó todavía unos instantes en darse cuenta de que se trataba de un fuego normal y corriente que resplandecía a través de la ventana y la puerta abiertas. Las sombras titilantes acariciaban la nieve al otro lado de la puerta.

Los montones de desechos habían desaparecido. Parecía como si alguien con una enorme escoba hubiera barrido la suciedad de la nieve. ¿Dónde habrían ido a parar todos los restos de la porcelana hecha añicos, los muebles deformados, la suciedad, los trapos podridos? Negó con la cabeza. No estaba seguro de querer saberlo. Esperaba que Lilian, su criada, no hubiera presenciado aquello. Si llegaba a saber lo rápido que podía limpiar la magia, a buen seguro se sentiría tentada.

Por supuesto, según los conocimientos de Jonathan, una persona debía estar maldita por la magia desde su nacimiento. Era algo que uno no podía escoger.

Gersalius se acercó a la puerta abierta de la cabaña. La luz del fuego bañaba su silueta en tonalidades cálidas. Tenía una escoba en la mano.

Jonathan se sentó aún más erguido en su silla. En caso de que el viejo mago se dispusiera a despegar a lomos de la escoba, no quería perdérselo. Había oído hablar de prodigios semejantes, pero nunca los había presenciado.

El mago se inclinó sobre la escoba, con las manos separadas sobre el palo. Las sombras anaranjadas conferían a la escoba un tono dorado, o ¿tal vez sería ése su verdadero color? El mago respiró profundamente, lo que provocó un gran vaho en el aire. ¿Quizá una orden?

Jonathan se puso en pie, acercándose al frío cristal.