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Gersalius apoyó la escoba contra su cuerpo y se frotó las manos para entrar en calor. Cuando volvió a asir la escoba, lo hizo con firmeza, y empezó a barrer la entrada de piedra.

Jonathan retrocedió mientras profería una carcajada. Seguramente el mago incluso lo oyó, porque de pronto alzó la vista y lo saludó, para después seguir barriendo la nieve. No había sido ningún gigante quien había barrido la nieve, sino aquel anciano con una simple escoba.

Gersalius se agachó y recogió un trozo de tela del suelo. Sacudió el retal, arrugó el ceño y después hizo un movimiento rápido y seco con la mano. El retal desapareció. No hubo luces, ni viento, ni trucos; sencillamente, ya no estaba.

Jonathan se aparto aún más de la ventana para no seguir viendo a aquel inquietante anciano. Tal vez Gersalius no podía volar en una escoba, pero lo que sí podía hacer era ya bastante alarmante.

Alguien llamó con fuerza a la puerta.

– Adelante -exclamó Jonathan.

La puerta se abrió para dejar paso a Thordin. Su ancha espalda llenaba toda la entrada. Su cara redondeada parecía demasiado pequeña sobre aquellos musculosos hombros. Tanto el tamaño como la redondez de la cabeza resaltaban más si cabe debido a su absoluta calvicie. Su calva brillaba ligeramente bajo la luz de la lámpara. Thordin sujetó la puerta mientras Blaine entraba cojeando tras él.

– Blaine, deberías guardar cama y descansar -dijo Jonathan.

– Todavía no he informado sobre lo que sucedió en el bosque.

– Thordin puede hacerlo por los dos.

– Intenté convencerlo de ello. -La voz de Thordin era terriblemente grave. Una cicatriz irregular bajo su barbilla explicaba la razón por la que su voz sonaba como papel de lija-. Pero no hubo manera de que me hiciera caso.

El joven negó con la cabeza.

– Aquel hombre estaba bajo nuestra protección y ahora está muerto. Como mínimo tenía que informar en persona. Se lo debo.

– A los muertos no les interesan los grandes gestos -replicó Thordin-. Simplemente están muertos.

– Se llamaba Pegin Tallyrand, y nunca se había alejado más de unos cuantos kilómetros de su casa. Viajó durante días en lo más crudo del invierno para encontrarnos, para que después nosotros consintiéramos su muerte.

– Nosotros no hicimos tal cosa, muchacho. Tú estuviste a punto de morir al intentar salvarlo.

– Thordin, tú saliste ileso, ¿no es así? No eres de los que se pierden una pelea.

Thordin sonrió.

– En efecto. -Su rostro adoptó una expresión sobria, como si alguien hubiera pasado un trapo por encima-. Luché, pero el maldito árbol era enorme. Pude asestarle unos cuantos golpes, pero era imposible herirlo realmente. Además, yo creía que ya estaba muerto, fulminado por un rayo.

– Estaba muerto -confirmó Blaine-, no había vida en aquello contra lo que luchamos.

Jonathan alzó la vista hacia el muchacho. Nunca había puesto en duda la sensibilidad de Blaine en relación con la naturaleza. Su sabiduría acerca de todo aquello que crecía, se arrastraba o volaba no podía provenir simplemente de la observación. Al igual que en el caso de las visiones de Elaine, la intuición de Blaine era algo en lo que todos confiaban sin cuestionar sus fuentes. ¿Se trataba de magia también? ¿Era Blaine un mago en ciernes?

Jonathan escrutó el rostro familiar. La luz de la lámpara iluminaba los mismos ojos honestos, los rasgos atractivos y en cierto modo delicados. Nada había cambiado, pero de pronto Jonathan lo miraba con otros ojos.

– ¿Cómo sabías que el árbol no estaba habitado por alguna fuerza viva?

Blaine cambió de postura con la muleta y frunció el ceño.

– No lo sé. -Intentó encogerse de hombros, pero no lo consiguió puesto que sólo contaba con un brazo sano.

– Por el amor de Dios, Blaine, toma asiento.

Thordin acercó dos sillas con respaldo de un rincón del estudio y sujetó una de ellas para que Blaine pudiera sentarse. Una vez hecho esto, él también se sentó, pero parecía demasiado grande para la pequeña silla.

Blaine dejó escapar una temblorosa exhalación. En los ojos y en la boca habían aparecido algunas arrugas. La luz de la vela se reflejaba en el sudor que le corría por la frente y por el labio superior. El mero hecho de estar de pie, a base de voluntad pura, le había resultado doloroso. No era el momento de cuestionar sus habilidades, mágicas o no.

– Cuéntame qué ha pasado, Blaine, antes de que te desmayes y tengamos que llevarte a la cama.

– No estoy…

Jonathan rechazó sus protestas con una mano.

– Dime qué sucedió.

Blaine respiró hondo y asintió con la cabeza.

– Estábamos en Chebney.

– ¿La información sobre la presencia de un monstruo era una invención o era cierta?

– Demasiado cierta -intervino Thordin.

Jonathan no lo animó a seguir. Sabía que Thordin continuaría a su propio ritmo.

– Un fantasma deambulaba por los pasillos de la casa del maestro. Una bestia fantasmagórica de ponzoñoso aliento que había robado la voz del maestro. Se dice que tenía una preciosa voz, pero nunca tuvimos oportunidad de escucharla, por lo menos, no la procedente del hombre. El fantasma acechaba por todas las estancias, entonando hermosos y tristes cantos, como una gran campana que tañera anunciando las horas dé oscuridad. Con la luz del día desaparecía, y el maestro cantor podía hablar con nosotros. Pero no cantar.

– Un maestro cantor que no puede cantar no puede defender su puesto.

Thordin asintió con la cabeza.

– Ésa es la razón por la que estaba tan ansioso de que fuéramos, a mi entender. Era sólo cuestión de tiempo antes de que algún advenedizo lo retara. Sin su voz, estaba perdido.

– La bestia tenía una chispa de vida -dijo Blaine.

– Thordin dice que era un fantasma. Los fantasmas son las sombras de los muertos.

– Todo fantasma fue antaño parte de un ser vivo -prosiguió Blaine, finalizando así la historia de Thordin por él-. Pude sentir una parte todavía viva, apenas perceptible, pero ahí estaba. No era simplemente un conjuro maligno.

– ¿Sabéis si ha muerto recientemente algún hechicero del mal?

Thordin volvió a sonreír.

– No exactamente. Podría decirse que es la parte oscura de la persona la que todavía vive.

Jonathan negó con la cabeza.

– Es demasiado tarde para andarnos con acertijos, Thordin. Habla claro, por favor. -Prefería evitar que Blaine hablase de fantasmas y conjuros.

– Parece ser que el maestro cantor envenenó a su último rival, no con la intención de matarlo, sino de robarle la voz, de cerrarle la garganta en el día en que tuvo lugar el desafío. Y lo consiguió, con lo que pasó a ser el dirigente de la población poco después de que el viejo maestro cantor muriera aparentemente por causas naturales. El veneno había sido demasiado efectivo. Al poco de su muerte, apareció la bestia.

– Justicia de ultratumba -comentó Jonathan.

– En efecto.

– ¿Cómo os deshicisteis de la criatura?

– Conseguimos que el maestro cantor confesara en público lo que había hecho. Una vez que se supo la verdad, la bestia no volvió a aparecer.

– ¿Sigue siendo maestro cantor de Chebney?

– Sí -confirmó Thordin-. No hay ninguna norma sobre los métodos para ganar un concurso en Chebney. Aunque el actual maestro cantor hiciera trampas, sigue siendo su líder.

– No es justo -dijo Blaine.

Jonathan miró al muchacho.

– La vida en Kartakass no es justa.

– Ni en ningún otro lugar -añadió Thordin.

Jonathan le dio la razón con un gesto de cabeza.

– ¿Cómo entrasteis en contacto con el hombre que ha resultado muerto?

– Fue él quien acudió a la posada en la que nos alojábamos -dijo Blaine.

– ¿No os daba alojamiento el maestro cantor?

Thordin profirió una repentina carcajada.

– ¿Después de haberlo humillado? Difícil.