– ¿Os echó a la calle? -preguntó Jonathan.
– No, pero dejó muy claro que no éramos bienvenidos.
– La próxima vez que el maestro cantor de Chebney solicite nuestra ayuda, tal vez decidamos denegársela.
– Destruimos a la bestia -dijo Blaine-. No creo que vuelva a pedirnos ayuda.
– Es el mal. Los hombres ambiciosos cometen los mismos errores una y otra vez, Blaine. Si fue capaz de hacer uso del mal en una ocasión, volverá a hacerlo.
Thordin asintió.
– Tiene una voz hermosa, pero no es demasiado inteligente. Mucho me temo que no ha aprendido la lección.
– ¿Qué hizo a ese hombre, Tallyrand, salir a buscaros en una noche de invierno?
– Su aldea ha sido azotada por una terrible epidemia -explicó Thordin.
– Los muertos se pasean por las calles en la noche -añadió Blaine.
– ¿En serio? ¿O se trata de un cuento para asustar a los niños?
Thordin se encogió de hombros.
– Ya sabes cómo son las cosas, Jonathan. Un pueblo sufre una epidemia y como resultado se entierra a los cadáveres con demasiadas prisas. Entonces éstos se levantan de su tumba, gritan pidiendo ayuda, y la gente cree que se trata de demonios. Podría tratarse de algo tan simple y al mismo tiempo tan atroz.
– Aquel hombre dijo que los zombis no olían mal. Eso parecía sorprenderlo. Los muertos vivientes no apestan porque con el frío nunca llegan a descomponerse. Si todo fuera una invención de Pegin, los muertos probablemente estarían podridos y su aliento emitiría llamaradas. -Blaine se inclinó hacia adelante, haciendo un gesto de dolor al apoyar más peso en la pierna herida-. La historia podría estar aún más adornada. Ya sabemos cómo se extienden los rumores.
– Aquel hombre era franco y realista. No parecía demasiado imaginativo. Nos contó que había enterrado a su propia hija y que una semana después la vio en una ventana intentando entrar en la casa.
– ¿Estaba seguro de que realmente había fallecido?
– Sí, de eso estaba seguro.
– ¿Cuántas personas han muerto debido a la epidemia?
– Más de la mitad de la población de la aldea -dijo Thordin.
Jonathan negó con la cabeza.
– ¿Por qué no pidió ayuda antes?
– Oyó a un bardo narrar la historia de cuando derrotaste al monstruo de Mandried. Cuando el bardo le dijo que existías y no eras una leyenda, los habitantes de la aldea decidieron hacerte llamar.
– Si es cierto que la mitad de ellos han quedado afectados por esa epidemia, se trata de un grave problema. Pero he recibido una misiva de Calum, en la que nos encarga una nueva misión, que no puedo posponer.
– Yo regresaré a la aldea de Pegin -dijo Blaine.
– ¿Solo? -preguntó Thordin.
La expresión ceñuda de Blaine lo hacía parecer aún más joven, como un niño a quien se le ha prohibido hacer algo.
– Murió para salvar su pueblo. No podemos permitir que su muerte no haya servido de nada.
Jonathan suspiró. En ocasiones, el deber hacia la hermandad y los objetivos de mayor relevancia debían postergarse frente a las necesidades más inmediatas. Esta era una de ellas.
– ¿Qué dice Calum en la carta?
Jonathan se la tendió.
Blaine bajó la vista al suelo, mientras la ira empezaba a abrirse paso a través del dolor y el cansancio.
Thordin alzó la vista, con una extraña expresión en su redondo rostro.
– ¿Qué sucede? -preguntó Jonathan.
– Cortton es la aldea de la que venía Pegin Tallyrand.
Blaine alzó la vista de nuevo.
– Eso quiere decir que la hermandad nos pide que ayudemos a la aldea de Pegin.
Thordin le pasó la carta.
Eso parece.
– Bueno, ahora sabemos qué pasa en Cortton -dijo Jonathan.
– Una plaga de muertos vivientes -contestó Thordin con su voz grave y rasgada.
– ¿Cuándo nos pondremos en marcha? -preguntó Blaine.
En su rostro podía verse una expresión de entusiasmo. Se sentó más erguido en la silla. Incluso parecía que las heridas no le molestaban tanto. Se disponían a salvar la aldea de Pegin, a pagar la deuda que Blaine sentía para con éste, aliviar la culpa que lo atormentaba debido a la muerte de aquel hombre.
Jonathan lo entendía perfectamente. Veía todos aquellos sentimientos alternándose en el rostro del joven. La cara de Blaine siempre había sido como un espejo. Curiosamente, Elaine era más introvertida, más difícil de leer.
– Unos cuantos días para reunir las provisiones necesarias, preparar el equipaje y para que puedas recuperarte; también debemos intentar establecer la causa de que el enorme árbol cobrara vida. En caso de que haya un maleficio tan cerca de nuestro hogar, debemos ser conscientes de ello. No quiero dejar a los demás expuestos a un posible peligro.
– Y si no podemos determinar lo que sucedió, ¿entonces qué? -preguntó Blaine.
Jonathan no pudo evitar esbozar una sonrisa ante su entusiasmo.
– Entonces saldremos hacia Cortton en el plazo de tres días, hayamos resuelto o no ese misterio. Si nos quedáramos en casa esperando hasta haber podido descifrar cada uno de los enigmas malignos que nos ocupan, nunca podríamos abandonar estas paredes.
Blaine sonrió.
– Bien.
Jonathan observó el rostro entusiasta del joven. ¿También él había sido como aquel joven? No, determinó. Los ojos de Thordin brillaron como respuesta, ansiosos ante el próximo combate. Tal vez Thordin sí había sido como aquel joven; quizá todavía lo era.
Jonathan observó a los dos guerreros. Tal vez aquellos que vivían para el acero, al igual que aquellos que vivían para la magia, tenían la vana ilusión de que sus habilidades podrían resolver todos los problemas. Al reflexionar acerca de ello, recordó que en una ocasión había un exterminador de magos que creía que su poder era a prueba de maleficios. De eso no hacía tanto tiempo. Fue unos cuantos meses antes de que Calum cayera enfermo.
Deseaba tocar a Thordin y a Blaine, sacudirlos hasta que la luz del entusiasmo se apagara en sus ojos. ¿No se daban cuenta de que el acero no siempre bastaba? La magia tampoco bastaba. Ni siquiera la inteligencia era suficiente en todos los casos. Había ciertas atrocidades contra las cuales nada era suficiente.
Ya antes habían luchado contra muertos vivientes y habían vencido. Pero ¿podrían hacer frente a toda una plaga? ¿A más de la mitad de la aldea, que ahora vivía en las tinieblas? ¿Acaso se encontrarían con algo que no podrían derrotar? Por primera vez, el gusano de la duda, aunque minúsculo, empezó a roer a Jonathan Ambrose, exterminador de magos. La duda… y el miedo.
Capítulo 6
El cadáver estaba tendido boca arriba, con las manos a los lados. Su aspecto era normal; de mediana estatura y cabellos castaños, tenía un rostro común, ni feo ni hermoso. Tal vez en vida algún rasgo de humor animaba esa cara, una chispa divina que hacía bello lo ordinario. Elaine ya había visto bastantes cadáveres para saber que a menudo ése era el caso. Era difícil reconocer al amigo o al amado en el rostro de un cadáver, incluso de aquellos que acababan de morir.
La cabaña era un simple cobertizo al que le faltaba una pared, abierto a la noche invernal. La nieve pasaba rozando el cuerpo y se acumulaba en los pliegues de las ropas del hombre con un ruido seco, como si fuese arena. La parte posterior de la cabaña estaba llena hasta el techo de madera espolvoreada por la nieve.
Teresa se encontraba de pie al lado del cuerpo. La lámpara colocada a sus pies arrojaba una luz dorada sobre el rostro sin vida. Las ráfagas de viento helado hacían temblar la luz del farol, que arrojaba sombras titilantes en las paredes de la cabaña. La luz ambarina parecía tan vaga como esas mismas sombras, como una oscuridad con color.
Elaine se acurrucó en su abrigo provisto de capucha. Su capacidad para soportar el frío había sido motivo de discusión, puesto que recientemente había estado a punto de morir, pero al final se había respetado la opinión de Gersalius. Y éste había dicho que no tenía por qué pasarle nada. Se trataba de magia, y en eso, les gustara o no, Gersalius era el experto.