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El mago se abrió paso entre ellos, y se arrodilló junto al cuerpo. Su grueso abrigo quedó extendido sobre el duro suelo como una oscura charca. Una mano pálida salió del abrigo para palpar las facciones del hombre. Sus dedos eran largos y finos, manos de músico o de poeta que rozaron los huesos de los pómulos, la barbilla, la frente, el puente de la nariz, los labios carnosos. Sin alzar la vista, dijo:

– ¿Qué ves, Elaine?

– Veo un hombre muerto -respondió ella.

– Mira con algo más que los ojos.

Elaine se estremeció, y se arropó aún más en su abrigo.

– No sé qué quieres decir.

El mago alzó la vista. Sus ojos estaban cubiertos de sombras, como si fueran negras cavidades. La expresión de su cara era extraña, sombría; había dejado de ser amistosa y ni siquiera parecía accesible. Allí arrodillado a la suave luz del fuego, mientras palpaba la cara del cadáver, de repente se había convertido en un brujo, con todo lo que eso implicaba.

– Vamos, Elaine. Ya hemos hablado de este tema antes. Eres una maga en potencia, una bruja, si lo prefieres. Dime qué ves.

Su voz llenó la cabaña, abriéndose paso en la oscuridad. No había sido un grito, y al mismo tiempo sí lo era, como si hubiese dirigido la voz a unos oídos que no eran los oídos normales de Elaine.

– No tenemos toda la noche, mago -dijo Teresa, mientras daba patadas al suelo para entrar en calor-. Puedes preguntarle más tarde, cuando estemos en un lugar más caldeado.

Gersalius ni siquiera la miró; los ojos como dos agujeros negros no se apartaron de la cara de Elaine.

– Tiene que aprender.

– Te pregunté si podías descubrir por qué el árbol gigante había cobrado vida. Me pediste ver el cuerpo. Te traje hasta él. Y ahora te comportas de forma enigmática. ¿Por qué los magos nunca pueden hacer nada como la gente normal?

El mago por fin se volvió hacia ella, con un leve movimiento de cabeza. Cuando sus ojos salieron del ámbito de las sombras, brillaban con una luz verdosa que no coincidía con el color de nada de lo que había en el interior de la cabaña.

¿Era posible que sus ojos estuvieran realmente irradiando esa luz? Elaine prefería no saberlo.

– Querías que descubriera algo acerca del hechizo que asesinó a este hombre, y eso es lo que estoy intentando hacer -explicó el mago con paciencia.

– Me refería al hechizo que dio vida al árbol. Sabemos qué es lo que mató a este hombre -replicó Teresa.

– ¿De veras crees saberlo?

– El árbol lo partió en dos, anciano.

– Así es como murió, en efecto, pero eso no es lo que lo mató.

– Hace demasiado frío para acertijos.

– Y para interrupciones, gitana.

Elaine miró a Teresa de hito en hito. Nadie usaba ese tono con ella y salía incólume para tener una larga vida feliz.

Teresa hizo una larga espiración que llenó el aire de vaho, y apartó los ojos del mago, que seguía arrodillado.

– Tienes razón. Mis disculpas.

El asombro de Elaine no habría sido mayor si a Teresa le hubiera salido de pronto una segunda cabeza. Ella nunca pedía disculpas, por nada.

– ¿Se trata de un hechizo? -preguntó Elaine, sin pensarlo siquiera.

En caso de que así fuera, no era buena idea decirlo en voz alta. O tal vez sí. Gersalius no debería embrujarlos con la mirada. A buen seguro Jonathan no daría su aprobación.

Teresa sonrió.

– No se trata de un hechizo. El mago está intentando enseñarte brujería, y yo estoy poniendo en duda sus métodos. Si yo te adiestrara en el manejo de la espada, tampoco me gustaría que nadie me cuestionara. -Dicho esto, hizo un gesto con los brazos a modo de reverencia-. Te ruego que continúes, mago. Me limitaré a permanecer aquí de pie, congelándome, mientras tú haces de institutriz.

– La elegancia os sienta bien, señora.

Su voz contenía cierto tono humorístico, pero era la misma voz que había tenido un efecto tan reconfortante en la cocina. Se volvió hacia Elaine, y, cuando sus ojos entraron en las sombras, empezaron a brillar de nuevo. A primera vista parecía que reflejaban la luz de la lámpara, pero Elaine sabía que no era así. Emitían destellos azules y esmeralda, pero ninguna llama tenía ese color.

Cuando la cara del mago quedó sumida en las sombras y la perturbadora luz se atenuó, éste volvió a hablar.

– Bien, Elaine, ahora dime qué ves.

Elaine respiró hondo y su hálito le veló el rostro. Hacía tanto frío… Estaba tiritando dentro de su cálido abrigo. ¿Por qué sentía tanto frío de repente?

– Elaine, tu magia está intentando controlarte. Eres tú quien debe controlarla.

– No sé cómo.

– Debes aprender o morirás. No hay otra elección.

– ¿Por qué tengo tanto frío?

– Porque estamos en pleno invierno -intervino Teresa.

Gersalius alzó una mano.

– No debe haber interrupciones. -Ninguno de los dos se volvió para ver qué pensaba Teresa de una orden tan categórica-. Tu magia toma forma a partir de dos cosas: o bien se trata de fuerzas externas, como el fuego o la luz de tus visiones, o bien de tu propio cuerpo. Ahora está intentando alimentarse del calor de tu carne. No se lo permitas.

– No lo entiendo.

Cada vez sentía más frío. Pero no se debía al aire invernaclass="underline" el frío provenía de su interior. Podía sentirlo como una gélida ráfaga soplando a través de su vientre.

– ¿Puedes encontrar su origen?

Elaine asintió con la cabeza.

– Sí.

– Explóralo, Elaine. Dime cómo es.

Elaine lo intentó. Buscó el frío con algo parecido a una mano, algo que seguía el viento helado hasta sus orígenes, en lo más profundo de su ser, más allá del volumen real de su frágil cuerpo. Allí, en lo que parecía ser el centro oscuro y frío de su ser, había algo similar a una cueva. No tenía palabras para describirlo, pero Elaine era humana y necesitaba palabras. Así que decidió denominar cueva a aquel lugar, y con la palabra vino el pensamiento: era una cueva. Una cueva de hielo construida con sucesivas capas cristalinas, una encima de otra, hasta adquirir el aspecto de una gran sala llena de espejos. El hielo reflejaba la luz en cada una de sus caras. Sólo que allí no había luz alguna. Únicamente oscuridad.

O tal vez sí que había luz, pero no se trataba de un reflejo. Estaba en el mismo hielo, una luz titilante que atravesaba los cristales como un pez en la corriente. Dio media vuelta y vio, aunque no con los ojos, el azul y el violeta, el púrpura, el rosa brillante de la puesta de sol, y de alguna forma todo aquello formaba parte de ella misma. Era su poder, tan suyo como su propia cara.

– Se trata de ti misma, Elaine, de tu poder, pero has permitido que se vuelva salvaje. Ha construido su propio refugio, y ha buscado su propio camino hacia la libertad, como el agua que se abre paso a través de la tierra. Ha elegido el frío como su hogar, como sus ladrillos. El calor es su mortero. No hay nada malo en el uso del fuego, en el uso de la luz como catalizador para la magia, pero debes entender qué haces y por qué. Debes encontrar la llama que alimente tu fuego, y no permitir que la magia use tu mano para alimentarlo. ¿Lo entiendes?

Todavía podía sentir su propio cuerpo allí, de pie en medio del frío y el viento cortante, pero eso ya no era tan importante como aquella fulgurante luz contenida en el hielo.

– Elaine, responde.

La luz se detuvo. Casi podía tocarla.

– ¡Elaine!

La voz le azotó la mente como un látigo. La muchacha dio un respingo y se tambaleó. De pronto se encontró mirando fijamente el rostro del mago vuelto hacia ella. El hielo y la luz titilante procedente de su interior habían desaparecido. Se quedó allí de pie, sacudida por el viento invernal, muy asustada, pero ya no sentía aquel frío anormal.