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– Has dejado tu poder demasiado tiempo solo a su libre albedrío, Elaine. Y ahora se ha convertido en algo destructivo, como un niño hambriento y malcriado que ha pasado demasiado tiempo en un cuarto oscuro y ha creado su propio mundo. Pasará mucho tiempo antes de que puedas recuperarlo totalmente. Es posible, pero esta noche deberás alimentarlo conscientemente.

– ¿Cómo?

– Busca el fuego, Elaine, o bien el reflejo de alguna luz. Busca todo aquello que podría enviarte visiones.

Elaine alargó una mano. El aire era glacial sobre su piel desnuda.

La luz de la lámpara osciló con una repentina ráfaga de viento. La nieve se arremolinó, brillando como polvo de plata bajo la luz. Sintió el tirón de una visión, la necesidad de aferrar la luz. Pero no se trataba tan sólo de una visión: sino de su magia, que solicitaba alimento.

Giró la mano lentamente, con la palma hacia arriba. La luz y las sombras danzaron a su alrededor con el color del oro bruñido. Era como si la luz arrojara un hálito tembloroso y se dirigiera hacia su mano. Se deslizó por la piel de su mano como si fuera agua que corriera hacia un desagüe. La luz se filtró en la piel. El frío glacial la absorbió y la caverna se llenó de vida y de calor, que el hielo devoró ansioso.

La lámpara se apagó con un chisporroteo, produciendo una ráfaga de chispas. Quedaron a oscuras. La única luz era el gélido reflejo de las estrellas. Curiosamente, sin embargo, era suficiente. Todo parecía titilar y brillar con un tenue resplandor de luz plateada.

– Ahora mira el cuerpo, Elaine.

Así lo hizo.

El hombre yacía en el suelo helado. Su rostro ya no era normal y corriente. Todavía quedaba una chispa, no de vida, sino del ser humano que había sido. En vida había reído a menudo, y con frecuencia había tenido miedo. ¿Qué era lo que lo había hecho salir en la época más oscura del año? La pregunta dio paso inmediatamente a la respuesta: el amor. Amaba al resto de su familia, a su gente, a su pueblo. Elaine vio la reciente pérdida de su hija como una sombra que atravesaba su rostro inmóvil.

¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía estar tan segura?

– No dudes de ti misma, Elaine. Lo estropearás todo si dudas.

Intentó no hacerlo, pero le resultaba sumamente difícil estar allí observando la luz vacilante que iluminaba el cuerpo y revelaba todos los secretos de aquel hombre. En ese instante lo conocía como ninguna otra persona lo había conocido nunca, ni siquiera su familia, tal vez ni él mismo. Lo vio desnudo y puro ante ella, las culpas al descubierto para su magia, pero también sus puntos fuertes. Su valentía, su amabilidad, su miedo. Pero, sobre todo, el miedo. Había viajado muy lejos para morir aterrorizado.

No era justo. Pero la justicia es para los niños y para los necios. Volvió a escuchar aquella voz suave y pura en su cabeza. La voz de Gersalius, que resonaba dentro de su cabeza.

La luz parpadeante sobre el cuerpo de Pegin Tallyrand era el reflejo de su vida. Una buena vida, llena de cariño, generosa con lo poco que tenía. Muchos lo echarían de menos. La luz se estremeció, como si tuviera pies y pudiera tropezar, y rodeó un bulto que sobresalía en el abrigo de aquel hombre. No era un bolsillo, sino algo pegado a la tela, tal vez cosido.

Elaine se arrodilló y alargó la mano hacia aquella luz intermitente. Las puntas de los dedos dudaron, deteniéndose justo encima de la tela. Se produjo un centelleo tan brillante que casi la deslumbró. A continuación, un olor a tela quemada, y en la mano de Elaine apareció un pequeño hueso tallado.

Se trataba de una articulación de un dedo humano, tallado y pintado con runas que desconocía. La luz se desvaneció. Todo parecía haberlo hecho. Permaneció arrodillada en el suelo helado con el hueso en la palma de la mano. Este brillaba como un fantasma en la oscuridad. El resplandor plateado había desaparecido y la luz de las estrellas era demasiado débil.

Gersalius se inclinó hacia adelante para inspeccionar la mano de Elaine. Sus ojos brillaban en la oscuridad. Diminutas agujas encendidas llameaban en su rostro, verdes frente a las de color violeta de ella, pero se trataba de la misma clase de magia. ¿Habrían brillado sus propios ojos unos momentos antes? Elaine alzó la vista hacia Teresa. Ésta seguía allí de pie, inescrutable en medio de la oscuridad. Elaine no preguntó si sus ojos habían brillado con llamaradas violeta; no estaba preparada para oír una respuesta afirmativa.

– Muy interesante -dijo Gersalius.

– ¿Qué sucede?

– ¿Qué te dijo tu magia?

– El objeto no pertenecía al hombre. El no sabía que lo llevaba encima.

– Muy bien. ¿Qué más?

Creyó que le costaría recordar lo que le había mostrado la luz, ahora que ésta había desaparecido, pero no fue así. Al contrario, le resultó muy sencillo, como si cada momento hubiera quedado grabado en sus párpados, de modo que nunca pudiera olvidarlo.

– Era un hechizo. Un pedazo de muerte cosido en su manto. Estaba aletargado, esperando, hasta el momento en que Pegin tocó el árbol gigante.

– ¿Por qué el árbol desencadenó el hechizo?

Elaine pensó en ello un instante, haciendo girar el objeto en la luz rememorada.

– Su poder era la muerte. Tenía que esperar hasta que apareciera algo sin vida en su camino.

– Y el árbol gigante estaba muerto, fulminado por un rayo.

– Sí -dijo ella en un susurro.

– ¿Un cadáver también habría liberado el hechizo? -preguntó el mago.

– Sí.

– El hechizo dio vida al árbol muerto con un fin terrible. ¿Cuál, Elaine?

– Quería la muerte de Pegin.

– ¿El hechizo?

– El que conjuró el hechizo lo deseaba.

– ¿Por qué?

Elaine cerró la mano sobre el trozo de hueso.

– El creador del hechizo no quería que Pegin fuera a buscar ayuda. Sea quien sea teme a Jonathan, el exterminador de magos.

– ¿Cómo lo sabes?

– El hueso apesta a miedo.

– ¿No podría tratarse del miedo de la mano de la que procede el hueso?

Elaine asintió con un gesto de cabeza.

– Sí, podría ser, pero el creador del maleficio también tiene miedo.

– ¿Sólo respecto al exterminador de magos?

– No.

– ¿Qué mas?

– La muerte. Teme a la muerte.

Al decir esto, apretó el trozo de hueso hasta que éste se le clavó en la piel. Los huesos de su propia mano se estremecieron en solidaridad con el fragmento contenido en ella. El dolor era agudo y mortal, la herida tan grande que el cuerpo insensibilizó los nervios. No estaba evocando su propio dolor. El dedo había sido cercenado mientras la mujer seguía viva. Había habido muchos hechizos, muchos huesos, mucha sangre.

Unos dedos se curvaron sobre sus manos.

– Déjalo, Elaine. -Gersalius intentó abrirle la mano-. Ya es suficiente.

– No puedo.

– Teresa, ayúdame.

Teresa no preguntó nada. Se limitó a arrodillarse, arrojó los guantes sobre la nieve e intentó separar los dedos de Elaine. Uno por uno, entre ambos consiguieron abrir la mano.

Gersalius hizo girar la mano de Elaine, y el hueso cayó sobre la nieve. Del pequeño corte que el hueso le había dejado en la piel empezó a manar sangre.

Por el rostro de Elaine rodaron lágrimas. Aunque no sabía por qué estaba llorando.

– ¿Qué ha sucedido?

– Tu magia se alimenta de la luz, del calor. Hay otro tipo de magia que se alimenta de otras cosas -aclaró Gersalius.

– ¿Qué otras cosas?

El mago expuso la mano de Elaine hacia la débil luz de las estrellas, y restregó el pulgar por la mancha oscura de la palma de Elaine.

– Sangre, Elaine. Se alimenta de sangre.

Capítulo 7

Jonathan estaba sentado ante su escritorio, con los brazos cruzados. Notaba que tenía el ceño fruncido, pero no le importaba. Si por algo valía la pena poner mala cara, ésa era una buena razón.

Teresa se encontraba de pie, apoyada en la pared opuesta. También tenía los brazos cruzados, apretados contra el estómago, en señal de enojo. Su larga cabellera oscura brillaba como el pelaje de un animal bajo la luz de la lámpara. Los vivos colores de sus ropajes resplandecían con un reflejo radiante. El juego de luces y sombras resaltaba aún más las rotundas facciones de su rostro. La mera visión de su gesto causaba dolor a Jonathan, pero le había pedido un imposible.