Teresa lo aferró fuertemente por los brazos.
– No, no es sólo la magia lo que les hizo merecer la muerte. Era la magia maléfica. En todos los años que llevo contigo, nunca te he visto perseguir a nadie que no hubiera cometido un terrible crimen.
– Me gustaría poder estar seguro de ello.
– En Cortton alguien ha conjurado una plaga que ha acabado con la mitad de la población. Los muertos se han hecho con las calles, y sus presas son los vivos. Eso es un acto malvado, y sólo hay una persona que pueda ponerle fin: el exterminador de magos. Debes dar caza a ese criminal y detenerlo. -Teresa, unos cuantos centímetros más alta que él, lo miró con expresión seria, buscando sus ojos.
– ¿Crees que Gersalius aceptará acompañarnos en la persecución de uno de los suyos?
– Si no desea ayudarnos en nuestra lucha contra un nigromante, en ese caso creo que se trata del mago erróneo para aleccionar a Elaine. -De pronto parecía habérsele ocurrido algo que la hizo sonreír-. Si el mago acepta, con toda seguridad eso es una prueba de que incluso un mago puede no aprobar el asesinato y la resurrección de los muertos como zombis.
Jonathan sabía que Teresa decía eso para reconfortarlo. Si Gersalius estaba de acuerdo en que aquello era algo maligno, probablemente él no era una fuerza del mal, y si un mago daba su aprobación al exterminador de magos, Jonathan no debía de estar tan equivocado al perseguirlos. Pero ¿y si Gersalius sólo los acompañaba para espiar al otro mago? ¿Y si usaba su poder para corromperlos a todos? Y ¿en qué estaba pensando él, Jonathan, para otorgar también al mago poder sobre Blaine? No obstante, en caso de que Blaine contara con poderes mágicos, ¿no existía el riesgo de que éstos emergieran en momentos inoportunos? ¿Acaso Blaine no corría el riesgo de encontrarse en peligro del mismo modo que Elaine?
Jonathan negó con la cabeza. Teresa lo abrazó, rodeándolo por la espalda con sus fuertes brazos, intentando consolarle. Él se aferró a ella, aceptando su calor, pero no se sintió reconfortado. Lo habían asaltado demasiadas dudas. Muchas de las cosas de las que había estado firmemente seguro eran ahora tan frágiles como una fina capa de hielo.
Era el exterminador de magos, pero ahora, por primera vez, se cuestionaba si no era también un asesino. Aquella noche, y en las noches sucesivas, reviviría acontecimientos del pasado. Volvería a buscar el mal en aquellos en cuya destrucción había colaborado. Evocaría cada una de las misiones llevadas a cabo, para comprobar si el mago en cuestión había sido en verdad un representante del mal, o simplemente un insensato; si había habido alguna manera de evitar su asesinato o de que otros acabaran con él.
Apenas unas semanas antes, si Teresa le hubiera hablado de alguien con un comportamiento semejante al de Elaine aquella noche, alguien que hubiera hecho una demostración incontrolable de magia, Jonathan habría hecho que lo encarcelaran, para comprobar si suponía un peligro para los demás. Y nunca habría permitido la presencia de otro mago a su lado, aunque fuera para ayudarlo o aleccionarlo.
Jonathan abrazó a su mujer para oler el aroma de su piel, para sentir el calor de su cuerpo. Se aferró a ella como un hombre a punto de morir ahogado. La culpa empezó a abrirse paso en su mente, alimentando la duda. La culpa y la duda; dos cosas en las que nunca se le había ocurrido pensar al exterminador de magos. Pero ahora todo era distinto.
Capítulo 8
La nieve se hacía cada vez más espesa a medida que se acercaban a Cortton. Los caballos se abrían paso contra el manto de nieve que les llegaba hasta las rodillas. La tranquila yegua que Elaine solía montar se encontraba segura en su establo, demasiado vieja, demasiado gorda, demasiado lenta. En su lugar, un esbelto caballo marrón intentaba brincar a través de la gruesa capa de nieve. Elaine se alegraba de que hubiera nieve; ésta amortiguaría el golpe en caso de una caída.
Todavía no había sucedido tal cosa, pero Elaine se aferraba al arzón de la silla con ambas manos, y las riendas atadas a sus manos enguantadas. Había una expresión casi burlona en los ojos del caballo, y Elaine estaba segura de que ella era el motivo de mofa del equino.
Blaine avanzó hasta donde ella se encontraba, con una mano en las riendas, la otra libre para gesticular a su antojo.
– ¿No es hermoso? '
Hizo un gesto amplio que lo abarcaba todo. De todas las ramas pendían carámbanos. Cada arbusto era una escultura de hielo con huesos de madera negra. La intensa luz del sol bailaba y destellaba en cada ramita. Elaine entrecerró los ojos para soportar la claridad. Hasta donde le alcanzaba la vista no había nada más aparte de la luz, su resplandor y una cruda belleza.
Volvió la vista al rostro sonriente de su hermano.
– Sí, es bonito.
La sonrisa de Blaine se borró de repente.
– ¿Qué sucede? -le preguntó Blaine.
Su caballo mordisqueó la rodilla de Blaine. Éste esquivó los dientes de forma mecánica. Elaine suspiró y su aliento formó un velo que fue a unirse a los cristales de hielo que ya colgaban del pelaje de su capucha.
– Nada.
Ladeó la cabeza hacia un lado, y la capucha se deslizó hacia atrás. Sus cabellos rubios brillaban casi tanto como el hielo destellante bajo el sol.
– Elaine, te pasa algo. ¿Qué sucede?
– Es este caballo.
Blaine le propinó una patada en la cadera. El caballo brincó y Elaine profirió un chillido impropio de una señorita.
– ¡Blaine Clairn! ¿Qué demonios crees que estás haciendo?
Inmediatamente se mostró arrepentido y preocupado.
– Realmente le tienes miedo a este caballo, ¿no es así?
Blaine, que no había temido a ningún animal en toda su vida, posó una mano cubierta por un mitón sobre el hombro de su hermana.
– El caballo no quiere hacerte ningún daño. Simplemente es joven y tiene mucho brío.
– Demasiado, para mi gusto -replicó ella.
Blaine volvió a meter la mano bajo el abrigo.
– Siento haber asustado a tu caballo, Elaine. No lo hubiera hecho de haber sabido que te molestaría tanto.
Ella negó con la cabeza, y las pieles de la capucha le rozaron la cara. Un cristal de hielo, afilado y cortante, le arañó la mejilla. Se llevó la punta de los dedos a la cara y una pequeña mancha empezó a extenderse sobre el guante. De pronto parecía sumamente enfadada, como si fuera culpa de Blaine, aunque sabía que no era así. Se trataba tan sólo de un pequeño corte. ¿Por qué sentía tanto enojo? Algo raro estaba sucediendo.
– Llama a Gersalius.
– ¿Por qué?
– ¡Hazlo!
Evitó ver la pena en los ojos de Blaine. Todas sus emociones se reflejaban siempre en ellos. Pero Elaine no disponía de tiempo para ello.
Blaine avanzó en medio de una nube de nieve. Su caballo, al brincar, lanzaba al aire cristales de hielo que parecían chispas. La luz del sol hacía brillar la nieve levantada por el trote del caballo como si se tratara de polvo de diamantes. Un tenue arco iris se dibujó en la nieve espolvoreada. Los destellos de luz hacían daño a los ojos.
Elaine apartó la vista para fijarla de nuevo en un pequeño arbusto que resplandecía con un fuego plateado. La luz se abrió camino a través de su mente. Lo único que podía ver era aquel resplandor plateado, que traspasaba su cerebro como una espada afilada. Elaine deseaba alejarse de allí, cerrar los ojos, pero no era capaz de hacerlo.
– Elaine, ¿me oyes? -Era la cálida y agradable voz de Gersalius, la que había oído por primera vez en la cocina.
– Sí.
– ¿Qué ves?
– Luz.
– ¿Puedes describirla?
– Plateada, blanca. ¡
– ¿Se trata simplemente de la luz que refleja el hielo?
– No lo sé.
– ¿Puedes ver algo aparte de la luz?
Negó con la cabeza, y la luz osciló y tembló como un espejo de metal que hubiera recibido un golpe. Las náuseas hacían que le ardiera el fondo de la garganta. Dio unas cuantas bocanadas, tragando aire helado de forma convulsiva. ‹