Выбрать главу

– ¿Podría tratarse de una de tus visiones que intenta abrirse paso?

– No me lo parece -respondió.

– Estás empezando a controlar tu magia, Elaine. Antes las visiones se producían sin que tú tuvieras control sobre ello, cuando tu magia lo decidía. Tal vez ahora sólo se produzcan cuando tú así lo solicites.

– ¿Y cómo puedo hacer tal cosa?

Las visiones siempre le habían resultado de algún modo fáciles, no le suponían ningún esfuerzo. Era como dejarse caer una vez que uno había decidido saltar. En cuanto se dejaba llevar, lo único que podía hacer era experimentarlas. Estaba segura de que uno podía detenerlas ni cambiar de opinión. Tras sus ojos aumentaba la presión. La luminosidad se estaba expandiendo para llenar el interior de su cráneo de una luz blanca, fría y cálida a un tiempo.

– La magia está pidiendo permiso, Elaine. Déjala venir.

– No sé cómo.

– Concéntrate en la luz. Alimenta tu magia con ella. Deja que se mezclen. Es lo que has venido haciendo desde siempre. Pero ahora lo harás por propia decisión. Simplemente en esta ocasión eres consciente del proceso. Por lo demás, nada ha cambiado.

Elaine sabía que el mago estaba mintiendo, pero no podía saber de qué forma. Se concentró en la luz, en la luminosidad. En cuanto lo hizo, recuperó la vista. Seguía viendo el arbusto cubierto de hielo. La luz del sol le arrancaba destellos, hasta que quedó cubierto de llamas plateadas. Elaine se concentró en una pequeña rama. Memorizó las formas que el hielo adoptaba al moldearse contra la oscura madera, los tenues reflejos azules que perseguían la luz blanca. Casi podía imaginarse su tacto, frío, suave y resbaladizo. Pero en realidad no era así: el hielo presentaba una protuberancia allí donde una de las ramas sobresalía, una pequeña imperfección. Sin embargo, no había forma de que Elaine pudiera haberlo sabido. No podía verlo y todavía estaba sentada a lomos de su caballo, sin tocar la rama.

Percibía la madera dentro del hielo, el frío, y muy débilmente también la vida en estado latente, que esperaba la llegada de la cálida primavera para resurgir. Elaine se apropió de esa calidez. Ésta se extendió por todo su cuerpo como una oleada, que la visión aprovechó…

Un hombre yacía en la nieve. Pero era distinto de cualquier hombre que Elaine hubiera visto antes, con un rostro de pómulos finos y altos. Podría haber sido simplemente eso, un rostro atractivo de pómulos marcados, pero la delicadeza de sus facciones no residía sólo en los huesos. La piel tenía un tono plateado, casi el color de la nieve caldeada por el sol. Su piel era realmente de color plateado, metálica, y en contraste con la nieve semejaba seda. No era humano. Elaine no sabía qué era, pero estaba segura de que no se trataba de un hombre. ¿Acaso era un monstruo? ¿Un monstruo hermoso?

Había una mujer arrodillada a su lado. Una larga cabellera castaña enmarcaba un rostro delgado. También había algo extraño en la cara de la mujer, aunque ésta no presentaba aquella terrible palidez. Pero sus ojos brillaban como una llama dorada que se reflejase en un instrumento de bronce, lo que hacía resaltar lo vulgar de sus cabellos y su piel.

La mujer acercó una pequeña ampolla de cristal a los labios del hombre, y le frotó la garganta para obligarlo a tragar su contenido. ¿Por qué debía Elaine presenciar todo aquello? ¿Acaso la mujer estaba curando a aquella criatura herida? Pero ¿de qué se trataba? ¿Se suponía que debían eliminarla? ¿Era peligrosa?

La mujer alzó la vista hacia algo que Elaine no podía ver. Sus extraños ojos miraban alarmados. Intentó retroceder, tropezando en la nieve. Del cinturón extrajo un cuchillo, todavía arrodillada en la nieve al lado de la criatura caída.

Elaine quería ver qué era lo que tanto la había asustado. Por primera vez, Elaine dejó de contemplar la visión, y pudo desviar la mirada de la muchacha hacia aquello que ésta estaba mirando. En un primer momento pensó que se trataba de un lobo. Pero la criatura se irguió sobre sus patas traseras flexionadas, mostrando los músculos de las manos como garras. De las fauces enormes e irregulares salió su aliento con un resoplido, como una nube de humo blanco.

La sangre adornaba la nieve como una cinta carmesí. Un hombre yacía en la nieve desgarrado, pero todavía vivo, a los pies de la bestia. Tras ella, lobos del tamaño de pequeños ponis esperaban su turno, hasta que su señor les permitiera alimentarse de su presa.

– No -dijo Elaine. La bestia alzó la vista hacia el cielo, como si la hubiera oído. ¿Era posible?-. Dejadlo en paz.

La bestia intentó descubrir de dónde procedía la voz, sin ver nada, pero no atacó a la mujer.

– Blaine, encuéntralos. Ve hacia ella. Ayúdala.

– ¿Dónde está? -preguntó una voz que a Elaine se le antojó distante.

Elaine notó que su brazo se movía, señalando lentamente.

Oyó caballos avanzando al galope por la nieve. El tintineo de los arneses, el sonido de las hojas al ser desenvainadas.

– Rápido -añadió Elaine.

La bestia avanzó hacia la mujer, y los ominosos lobos se abalanzaron en tropel hacia adelante. La criatura se volvió con un rugido. Los lobos retrocedieron, con el rabo escondido y arrastrando la panza por la nieve. Los grandes cánidos se postraron; debían de ser criaturas atroces, pero el hombre bestia los hacía parecer pequeños y vulgares. Un horror normal, en comparación con él.

Elaine volvió la vista hacia la mujer. Le pareció que movía la cabeza, pero no eran sus ojos los que veían. La mujer seguía arrodillada al lado del hombre caído. Se puso en pie, con el cuchillo a punto, pero le temblaba la mano. Un cuchillo no era suficiente para hacer frente a semejante monstruo.

La bestia saltó hacia adelante, con una velocidad imposible para sus piernas contrahechas. Atacó a la mujer; ella gritó, dando un paso atrás.

¿Dónde estaba Blaine? ¿Por qué no acudía en su auxilio?

El hombre extraño se movió sobre la nieve con un movimiento suave, como si estuviera caminando. La gran bestia cayó de rodillas y alargó las garras hacia la víctima que estaba más próxima. La mujer se abalanzó sobre el monstruo y lo apuñaló con el minúsculo cuchillo. Brotó la sangre, y la criatura retrocedió con un bramido. La sangre manaba de una profunda herida en el brazo. La mujer parecía sorprendida por haber conseguido herirlo.

La criatura enseñó los dientes apartando los labios. Un terrible y grave rugido salió resonando desde el pecho. Hasta ese momento había estado jugando con ella, creyendo que era inofensiva. Pero eso había cambiado.

La rodeó, intentando obligarla a apartarse del hombre herido y salir a campo abierto. Cuando los lobos quedaran a su espalda, su muerte sería segura; no podría vencerlos a todos.

Pero la mujer no se apartaba de su compañero herido. Se quedó allí, observándolo, mientras el hombre luchaba por despertar de algo más profundo que el sueño.

La bestia hizo una señal con una mano, y los lobos avanzaron. ¿Dónde estaba Blaine? Para cuando llegaran sería demasiado tarde.

Los lobos se precipitaron hacia adelante rugiendo. La bestia los espoleaba, con el hocico apuntado hacia el cielo, aullando.

Elaine profirió un grito sin voz mientras alzaba una mano, como si pudiera tocarlos o protegerlos de algún modo.

Los lobos, una masa casi compacta de pelaje y colmillos, avanzaron en tropel sobre sus musculosos miembros, corriendo como un viento oscuro que se abalanzaba sobre la mujer, pero de pronto se replegaron bajo una lluvia de chispas de color violeta. Los lobos quedaron aturdidos y amontonados, a poca distancia del hombre herido. Justo delante de ellos se veía un resplandor de color azul violeta.

La bestia se acercó acechante, apartando de su camino a patadas a los lobos caídos. Agitó precavido una zarpa en el aire. En las puntas de sus garras aparecieron chispas de color púrpura, que cayeron como un arco iris sobre la nieve, con un chisporroteo.