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– Sigues siendo un buen hombre, Calum. -Jonathan le apretó la mano como si con ello pudiera ayudarlo.

Calum se aferró a la mano, mientras las traicioneras lágrimas le rodaban por las mejillas.

– He luchado contra el mal en esta tierra durante toda mi vida. Pero no ha servido de mucho.

– Eres Calum Songmaster, uno de los más grandes bardos de Kartakass. Podrías haber sido un maestro cantor en cualquier pueblo o ciudad, si así lo hubieras querido. Podrías haber vivido rodeado de lujos, pero preferiste servir a todo el país. Encontrar y destruir el mal, servir a la hermandad.

– Pero ¿qué conseguí, Jonathan? El mal sigue reinando en este país. La hermandad no está más cerca de descubrir qué o quién envenena Kartakass. La corrupción me sobrevivirá, Jonathan. Crecerá y prosperará, y yo estaré muerto.

– ¿Cómo puedes decir eso? -repuso Jonathan.

Teresa se arrodilló al lado de la cama.

– Eres Calum Songmaster, el que derrotó a los vampiros de Yurt. Calum Songmaster, el que eliminó a la gran bestia de Peí; el salvador de Kuhl.

Al mirar en el fondo de los ojos oscuros de la mujer, Calum casi pudo sentir que la sangre le corría con más fuerza. Por un instante dejó de ser un anciano en el final de sus días, para volver a ser el joven Calum, el Songmaster que había domesticado el lado salvaje y dado muerte a los monstruos que le habían tocado en suerte.

El dolor rugió desde su vientre. Una marea roja y abrasadora de dolor que inundaba su cuerpo y devoraba su mente. La única opción era soportarlo. Era vagamente consciente de la mano que Jonathan tenía aferrada a la suya, pero el resto del mundo se desvanecía mientras se estremecía con los temblores del dolor.

Estaba tumbado en el lecho, débil y jadeante, con el cuerpo empapado en sudor. Su mano, ahora flácida, era incapaz de sostener la de Jonathan. Éste asió la mano temblorosa entre las suyas. Una sola lágrima se abrió paso a través de la barba.

Teresa lo miraba fijamente; ni una lágrima. Pero Calum atisbo un profundo dolor en sus ojos. Nunca la había visto llorar. Se alegró de que aquélla no fuera la primera vez.

Konrad se había apartado de la cama, con los brazos cruzados y una mirada indefinida en sus ojos airados.

– Deja que entren los demás. Necesitan decirte adiós. -La voz de Jonathan era un rumor sordo y suave.

– No -dijo Calum jadeando. Quería acompañar su negativa con un movimiento de cabeza, pero se sentía demasiado débil. Ya casi no podía hablar-. Los jóvenes… no deben… verme… así.

– Te quieren, Calum.

– Se asustarán… si me ven así, se asustarán. '

Jonathan no quiso llevarle la contraria. Alzó la mano de Calum con sumo cuidado hasta que ésta le rozó el rostro, y presionó la débil carne contra la barba.

– Siempre has sido un buen amigo, Calum. Me gustaría poder ayudarte en esto.

– ¿Quieres que vaya a buscar al ama de llaves? -Preguntó Konrad-. Dijo que el doctor estaría aquí en seguida. -Parecía que tenía ganas de irse, como si tuviera algo que hacer aparte de observar el trance de la muerte.

– Ve -dijo Calum.

Konrad no esperó a que Calum insistiera. Se marchó a grandes zancadas, con soltura, maquinalmente. Calum lo odió en ese momento por ello.

El ama de llaves entró en la habitación. Era una mujer diminuta y entrada en carnes, con el pelo recogido en la coronilla en un moño perfecto. Sonrió a todos los presentes como si no pasara nada. Siempre que había alguien delante, se mostraba animada. En privado, había conseguido reconocer los diferentes estados de ánimo de Calum. Cuando necesitaba compasión, se la daba. Y lo mismo cuando necesitaba un punto de vista práctico. Calum había llegado a amar aquel rostro sencillo y sonriente.

El doctor entró tras ella. Era un hombre de pequeña estatura, encorvado, que lucía una melena blanca como la nieve. Habría parecido incluso anciano si Calum no le hubiera llevado veinte años. La expresión de su rostro era profesionalmente alentadora. Ninguna emoción se haría patente en su cara o en su cuerpo a menos que él mismo así lo deseara. Calum envidiaba su capacidad de autocontrol.

– Lo siento, pero las visitas deben irse ahora -dijo el doctor-. Tengo que ver cómo está nuestro amigo.

Jonathan le apretó la mano.

– Te veré pronto, Calum.

Calum miró fijamente el rostro de su amigo, pero no respondió. Ambos eran conscientes de que quizá aquella vez sería la última.

Teresa lo besó en la frente con sus suaves labios. Su larga melena se abría en abanico enmarcándole el rostro, con un aroma de hierbas: pino, romero, dulce lavanda. Pronunció unas palabras en su musical y gutural lengua materna. Acaso una bendición, o tal vez una maldición, poco importaba ahora.

Konrad no regresó. Ni siquiera para despedirse. Nunca se había sentido cómodo en la cercanía de la enfermedad. Calum habría deseado que ninguno de ellos lo hubiera visto así. El hecho de que Konrad no se hubiera despedido de él despertó su ira.

La visita del doctor fue piadosamente breve. Le dejó otro frasco de su medicina, para lo que pudiera servir, y abandonó la estancia, siempre agradable, siempre sonriente. ¿Qué se les dice a un paciente que se está muriendo, y todos a su alrededor lo saben?

El ama de llaves salió tras el doctor. Acompañaría a los amigos de Calum hasta la puerta, no sin antes comprobar que todos estuvieran servidos, con una taza de té o un bocadillo. Su mirada se detuvo en la pared del fondo y el brillante tapiz que la recubría. Por un momento, su rostro afable se torció en una mueca de desaprobación. Después cerró la puerta tras ella.

En el silencio de la habitación, el tapiz fue apartado con un ruido sordo y blando. Un hombre alto y esbelto se abrió paso a través de la entrada oculta. Su larga y gruesa cabellera era tan oscura que bajo la tenue luz del sol presentaba reflejos azulados. La barba y el mostacho cuidadosamente recortados enmarcaban un rostro atractivo, por el que algunas mujeres suspirarían en momentos románticos. Entró deslizándose en la estancia con sus andares gráciles y briosos. Fuera a donde fuera siempre entraba de ese modo, como si se tratase de sus aposentos privados, como si siempre llevase consigo su propio reino a su alrededor, de manera que siempre se sentía como en casa, a sus anchas.

Vestía una camisa de seda blanca, y sobre ella un chaleco rojo escarlata bordado en oro. También eran del mismo color los pantalones, metidos en unas resplandecientes botas negras. De la cadera pendía una espada ropera. En la mano, adornada con varios anillos destellantes, llevaba un sombrero a juego con una vistosa pluma negra.

– Y bien, Calum, ¿qué opinas ahora de tu joven amigo?

Su voz era la de un sonoro tenor, y contenía algo de la musicalidad con la que se ganaba la vida.

Calum estaba recostado sobre la espalda, sostenido por varios cojines que lo obligaban a mirar a aquel hombre.

– ¿Has venido a susurrar más mentiras a mis oídos?

– No se trata de mentiras, amigo mío, sino de promesas.

– ¿Qué quieres de mí, Harkon?

– Tu ayuda. -Harkon Lukas depositó el sombrero a los pies de la cama y se apoyó en uno de sus pilares.

– No puedo traicionar a mis amigos.

Harkon sonrió y su blanca dentadura brilló en su tez morena.

– Te di mi palabra de que ninguno de los demás saldrá perjudicado. Sólo quiero a Konrad Burn.

– ¿Por qué a él?

Harkon se encogió de hombros, un gesto en cierta manera gracioso en un hombre de aquella estatura.

– Es atractivo, joven, fuerte; puede viajar más allá de las fronteras de Kartakass. No puedes negarme que, como bardo, nunca deseaste escapar a esta prisión, recorrer los países de los que te hablaron tu amigo Jonathan y su mujer gitana. Las canciones que podría cantar. Las historias que todavía quedan por narrar. Piensa en ello, Calum.

– Pero ¿por qué poseer su cuerpo? ¿Qué será de Konrad cuando tú estés en su interior?