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Una espada apareció de pronto y asestó una estocada. La cabeza del lobo cayó dando vueltas, y la sangre salpicó la nieve y la cara de Elaine, que alzó un brazo para cubrirse el rostro. La rama se quebró y el lobo se desplomó sobre ella. La sangre salió a borbotones, se filtró por el cuello del abrigo y le empapó las ropas.

Elaine gritó de nuevo. La sangre le llenó la boca y los ojos. El lobo cayó a un lado, y unas manos la ayudaron a incorporarse. Elaine luchó, gritando, sacudiendo la cabeza, arañándose la cara.

– Elaine, Elaine. -Era la voz de Blaine.

Elaine alzó la vista parpadeando. La sangre le había adherido las pestañas unas a otras. Blaine la arropó contra su abrigo. Las pieles blancas estaban llenas de sangre.

– Creía que el caballo te había matado -dijo Teresa, de pie ante ellos, mientras limpiaba la hoja de su espada con un trozo de tela-. No sabía que estabas enfrentándote con lobos.

Elaine tragó saliva, intentando pensar algo que decir sin que se le ocurriera nada. Blaine estaba vivo. Ella estaba viva. El lobo había muerto. No había nada que decir, salvo.

– ¿Dónde están Konrad y Thordin?

– Aquí estoy -dijo Thordin mientras salía de entre los árboles. En una mano llevaba una tira de cuero, un collar hecho con orejas de lobo recién cortadas, que dejaba un rastro de gotas carmesí en la nieve como si fueran migas de pan.

– ¿Dónde está Konrad? -preguntó Jonathan.

– La bestia que comandaba a esos lobos más pequeños huyó adentrándose en el bosque en cuanto llegamos. -Al decir esto frunció el ceño-. Nunca había visto a una criatura de tales dimensiones irse con el rabo entre las piernas sin siquiera luchar. Konrad y yo lo perseguimos, hostigándolo para que volviera. Pero nuestro principal objetivo era proteger a los viajeros, no cubrirnos de gloria.

A Elaine se le encogió el estómago.

– Konrad está en algún lugar solo con esa bestia. Debemos ayudarlo.

– Muchacha, puede ser que Konrad esté perfectamente y regrese arrastrando la cola de la bestia; en caso contrario… -Thordin se encogió de hombros.

– ¿En caso contrario qué? -preguntó, aunque ya conocía la respuesta. La franqueza de Thordin era demasiado áspera para expresarla con palabras-. Debes ayudarlo.

– Por supuesto que sí, pero antes te oí gritar, y Konrad sabe cuidar mejor de sí mismo que tú, y que tu hermano. -Dicho esto, propinó un golpe suave a Blaine con el pie, acompañado de una sonrisa cómplice.

¿Cómo podían sonreír sin saber si Konrad estaba agonizando o incluso muerto? Elaine sabía que sus visiones le advertían siempre si Blaine estaba a salvo o no, pero no estaba segura de que el sistema funcionase con Konrad. Podía morir sin que ella llegara a saberlo. El mero hecho de pensar en ello hacía que se le hiciera un nudo en la garganta con las lágrimas no derramadas.

– Konrad está bien, Elaine.

Blaine la ayudó a ponerse en pie, e hizo un gesto de dolor al alzarla. Elaine retiró el pesado abrigo de su hombro izquierdo, que presentaba las marcas de los colmillos. La sangre le corría por el brazo.

– ¿Te duele?

Blaine hizo una mueca.

– Habría sido mejor si me hubiera mordido en el mismo brazo herido por el árbol.

– ¿Puedes moverlo, muchacho? -preguntó Thordin, al tiempo que procedía a mover el brazo de Blaine, asegurándose de que podía hacer la gama completa de movimientos. El brazo reaccionó bien, pero Blaine tuvo que apretar los labios, sudando, mientras Thordin maniobraba.

– Está herido, ¿es que no lo ves? -protestó Elaine.

– Sí, pero no lo suficiente como para no poder luchar.

Un caballo se abrió camino entre el sotobosque. Konrad lo montaba. Parecía haber salido ileso. Abrió los ojos con gran asombro, y a continuación saltó de su montura para correr hasta donde estaba Elaine.

– Por el amor de Dios, debes sentarte. Estás herida.

Volvió a colocarla sobre la nieve cubierta de sangre, con el botiquín ya abierto. Con sus dedos fuertes y seguros examinó la cara y el cuello de Elaine, buscó un posible corte en el cráneo. Nunca antes Elaine había sentido las manos de Konrad de ese modo sobre su cuerpo. No sabía si era mejor decir algo o callar.

Pero fue Blaine quien habló.

– No es su sangre.

Konrad ni siquiera alzó la vista. Sus manos sanadoras seguían buscando la herida que él estaba seguro que encontraría.

Blaine le posó una mano en el hombro.

– No está herida. -Ahora le tocó el turno a Blaine de fruncir el ceño-. No estás herida, ¿verdad?

Elaine observó la expresión seria de Konrad, su cara tan cerca de la suya, y finalmente dijo:

– No creo.

Konrad parpadeó como si por primera vez lo hubiera oído.

– ¿No estás herida? -Su voz contenía un tono de incredulidad.

Elaine hubiera deseado estar herida. Tener algún pequeño corte que hubiera sangrado a borbotones y que pareciera más serio de lo que era. Cuando quiso decir que no, se dio cuenta de que sí lo estaba. Sentía un dolor ardiente y amortiguado en las mejillas, los brazos, las costillas. Se llevó una mano a un carrillo y se frotó la sangre del lobo, profiriendo un gemido.

Konrad le giró la cabeza hacia un lado.

– Arañazos. -Bajó la vista hacia el lobo decapitado-. ¿Es ésa la causa?

– Sí.

Con los dedos le sujetó firmemente la barbilla, pero sin hacerle daño. Empapó un trapo con agua e intentó lavar la herida. El agua fría del trapo estaba más caliente que el aire, y le escocía.

– ¿Qué pasó con la bestia a la que perseguías? -preguntó Thordin.

– La perdí entre los árboles.

Dijo esto sin apartar los ojos de Elaine, de su trabajo. Su concentración era totaclass="underline" ya se tratase de luchar, curar o cualquier otra cosa, él se entregaba por completo. Así había sido en el caso del amor hacia su mujer y en la pena que ahora lo consumía.

Elaine se dio cuenta de golpe, casi con un sobresalto físico, de que el rasgo que más amaba de Konrad era el que la hacía invisible ante sus ojos. Su pena sería eterna, tal como hubiera sido su amor.

Elaine miró fijamente sus ojos verdes, pero él en realidad no la veía. Tal vez nunca fuera capaz de verla realmente. La sola idea dolía más que cualquier herida.

Konrad le alzó un brazo. Las zarpas del lobo habían desgarrado la piel aquí y allá, pero era difícil saber si sangraba por alguna herida, porque estaba cubierta por la sangre del lobo.

– ¿Te encontrabas bajo el lobo cuando lo decapitaron? -preguntó.

– Sí.

Konrad dejó escapar un grave bramido de exasperación.

– ¿Quién mató al lobo? -Alzó la vista por primera vez-. ¿Blaine?

– No fui yo. Estaba demasiado ocupado intentando matar al mío. De paso, cuando acabes con Elaine, tal vez puedas echar un vistazo a la mordedura de mi hombro.

– ¿Alguien más está herido?

Volvió a ocuparse de Elaine. Desató los cordones de la manga y retiró la tela para dejar al descubierto su ropa interior. Revisó los arañazos. La tela le había protegido los brazos en su mayor parte, por lo que no tenía heridas profundas.

– Tengo una racha de suerte -comentó Thordin-. Dos encuentros con criaturas maléficas y ni un solo rasguño.

– Yo di muerte al lobo -dijo Teresa.

Konrad aplicó ungüento en todos los arañazos que pudo encontrar.

– ¿Por qué tuviste que decapitar a la maldita bestia encima de ella?

– Estaba a punto de matarla -replicó Teresa con un asomo de ira-. Si no te hubieras alejado para perseguir monstruos, podrías haber estado aquí para echar una mano.

Konrad dejó caer los hombros, abatido. Elaine lo miró fijamente. ¿Qué estaba sucediendo? ¿En qué estaría pensando para que ese comentario lo afectara tanto? Sus manos eran como un suave bálsamo en su mejilla. Al tocarla, el pensamiento bastó para que su mente se abriera para ella de par en par, como una puerta.