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Había perseguido a la enorme bestia como si ésta hubiera matado a su esposa, aunque Elaine no podía entender por qué. Beatrice no había sido asesinada por lobos de ningún tipo. Se sentía culpable por haberlos dejado solos, por haberles fallado, igual que le había fallado a su mujer. ¿Por qué fallado?

Aquellos ojos verdes por fin la miraron, buscaron su rostro. Ahora sí la veían, la miraban de verdad, como ella siempre había querido que la mirara. Pero se trataba de lástima, no de amor. Los pensamientos anegaron los ojos de Konrad como si se tratara de lágrimas, y se derramaron sobre Elaine. Había tragado la sangre del lobo. No se trataba de un lobo normal, y una de las maneras de convertirse en hombre lobo era beber su sangre.

Elaine lo miró fijamente, con la boca muy abierta en una expresión de terror.

– No, no lo era.

La repentina ternura que asomó en la cara de Konrad era excesiva. Su compasión, abrumadora. ¿Por qué no podía tratarse de amor? Las lágrimas saladas le escocieron en los cortes de la cara.

– ¿Qué pasa? -preguntó Blaine.

– ¿Tragaste sangre, Elaine? -preguntó Jonathan.

Ella alzó la vista para mirarlo con pánico.

– Sí. -Su voz salió ahogada.

– Era un simple lobo -dijo Teresa.

– ¿De ese tamaño, y en compañía de un hombre lobo? -inquirió Jonathan, mientras negaba con un gesto de cabeza.

– No -volvió a insistir Teresa, con voz fuerte y segura-. Tan sólo era una bestia atroz, tal vez sobrenatural, pero no un hombre lobo.

– ¿Cómo puedes saberlo, esposa? ¿Cómo?

Teresa hizo un gesto de negación, obstinada.

– No tiene por qué tratarse de un hombre lobo.

– ¿Y si lo es? -dijo Konrad.

Todos miraron a Elaine. Blaine cayó de rodillas a su lado, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas y se congelaban en diminutas perlas plateadas.

– Blaine tiene una mordedura. ¿También corre peligro por ello?

– Tengo un ungüento para arañazos y mordeduras, siempre que se aplique antes de que el veneno se haya extendido, pero… en caso de haber tragado sangre, es inefectivo.

– Seguro que existe una pócima -dijo Teresa.

Konrad negó con la cabeza.

– La mayoría de aquellos que han bebido sangre de un hombre lobo quieren convertirse en uno de ellos. Ninguna pócima puede ayudar a aquellos que no quieren ser salvados.

– Hay una manera de saber si los lobos son simplemente animales o no. -Gersalius apareció a lomos de su caballo en el borde del claro del bosque. Había sido tan sigiloso que Elaine se había olvidado de él.

– ¿Qué pasa con los viajeros? -Dijo Jonathan-. ¿Estarán a salvo mientras esperamos aquí?

– Lo suficiente -dijo el mago.

– Jonathan, si existe una posibilidad de saber si Elaine está infectada, debemos aprovecharla.

Jonathan se volvió hacia su esposa.

– Magia para salvarnos de la magia.

Teresa hizo un leve movimiento de rechazo con las manos.

– Se acabó la discusión, Jonathan. Haz lo que debas, mago.

Jonathan abrió la boca como si quisiera oponerse, pero no lo hizo.

– Yo iré a ver cómo están los viajeros. -Dicho esto, tomó las riendas de su caballo y se fue por donde Thordin y Konrad habían llegado.

Con el corazón encogido, Elaine lo vio alejarse. ¿Era mayor su odio hacia la magia que el amor hacia ella? Lo vio desaparecer entre los árboles temiendo que así fuera.

Gersalius extrajo un pequeño espejo de un bolsillo. Dejó caer unos polvos de color claro sobre el cristal y susurró suavemente unas cuantas palabras. Éstas hicieron que a Elaine se le erizara el vello de todo el cuerpo, con la sensación de que se trataba de un ejército de hormigas en marcha. El aire era demasiado espeso, como si una tormenta flotara en el aire. Elaine miró a Konrad, pero éste estaba observando al mago. Nadie más parecía percibir nada fuera de lo normal. Se produjo un ruido casi audible, como un reventón. A continuación Gersalius retiró el espejo y dijo:

– Se trata simplemente de lobos.

– Hasta yo necesito una prueba más sólida -dijo Teresa-. Te limitas a derramar un poco de sal sobre un espejo, a murmurar palabras sin sentido, ¿y esperas que creamos que se trata de magia?

– Echa un vistazo a los trofeos de tu amigo -dijo el mago.

Thordin bajó la vista hacia su collar de orejas. Lo alzó lentamente para que todos pudieran verlo. Dos de las orejas eran humanas.

Gersalius sonrió.

– Es un buen hechizo. No demasiado espectacular, pero funciona.

Teresa se limitó a asentir. Elaine no podía apartar la vista de las dos orejas humanas.

Capítulo 10

Uno de los hombres muertos llevaba una sólida armadura con cota de placas. Elaine únicamente había visto ese metal resplandeciente anteriormente en dos ocasiones: en los ricos o en los tontos. Pero las armaduras no servían para mantener a raya casi nada de lo que asolaba el país. No era ése el caso de los lobos. Cuatro de ellos yacían alrededor del cadáver como si fueran los juguetes rotos de un niño; cuatro funestos lobos atravesados no por flechas, sino por la hoja de una espada. Había sido un gran guerrero. Ahora sólo era comida para gusanos.

Elaine negó con la cabeza, acurrucándose aún más en su abrigo. Con un poco de agua había retirado toda la sangre que pudo, pero parte de ella había quedado congelada en sus cabellos en forma de hielo carmesí. Necesitaba un baño caliente.

El segundo cadáver era joven, más o menos de la misma edad que ella y Blaine. Sus cabellos castaños y rizados eran demasiado cortos para la moda. Su rostro era atractivo incluso muerto y de expresión dulce, como si hubiera sonreído a menudo. Dos lobos yacían a sus pies, uno de ellos atravesado por dos flechas. Las plumas de éstas tenían el mismo diseño que las de su carcaj. Dos flechas habían salido disparadas, y la bestia había caído encima del joven, muerta. Entonces el segundo lobo se había abalanzado sobre él. Apenas había tenido tiempo de desenvainar su espada. El joven y el lobo parecían haberse matado simultáneamente el uno al otro.

Únicamente la mujer y la criatura… semihumana, herida, seguían con vida. Todavía se encontraban enfrente del árbol, en el que aparecían en su visión.

El hechizo que los había salvado seguía activo. Del mismo modo que había mantenido fuera a los lobos, ahora los tenía encerrados dentro.

Gersalius se arrodilló en la nieve frente al hechizo. Éste resplandecía con una luz tenue, el rosa púrpura de las rosas salvajes. Al mirarlo directamente no alcanzaba a verse nada, pero sí podía vislumbrarse con el rabillo del ojo como una luz parpadeante. Gersalius recorrió la brillante superficie con sus largos dedos. Unas diminutas chispas de color rosa violeta chisporrotearon en el aire gélido. Las chispas tenían un color más intenso que el escudo, que así era como el mago había dado en llamarlo: un encantamiento de escudo. Elaine nunca había oído hablar de nada semejante.

– No puedo desactivarlo -dijo al cabo Gersalius, quien se puso en pie despacio, como si le dolieran las rodillas debido al contacto con la fría nieve. De repente parecía más viejo-. Debes ayudarme, Averil.

– ¿Cómo? -preguntó la mujer. Sus ojos desconcertantes, del color de una puesta de sol, lo miraron fijamente.

Elaine no podía sostenerle la mirada. Nunca había visto una mujer con semejantes ojos.

Su aspecto físico era por lo demás normal, aunque encantador. El sol invernal arrancaba profundos reflejos cobrizos de sus cabellos castaños. De estatura mediana, era más bien delgada y delicada como un pájaro. Sus facciones eran finas, pero humanas. Únicamente sus ojos desmentían su carácter terrenal. El abrigo negro que la cubría era grueso, pero no caro. Su vestido, de color marrón rojizo, dejaba al descubierto el lino blanco en las muñecas y el cuello, de corte cuadrado. Por todo adorno lucía una cadena de oro con un amuleto en un extremo, que representaba una esbelta figura humana.