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El hombre seguía tumbado en la nieve, dentro del círculo protegido por el hechizo. Había perdido el brazo izquierdo, amputado en el combate y caído junto al escudo, todavía envuelto en la resistente manga de color marrón. La sangre manchaba la nieve en el extremo desgarrado como una flor que acabara de florecer.

Su piel era en cierta forma como el hechizo del escudo. Al mirarlo directamente, parecía pálido; pero, si uno le echaba un vistazo de reojo, veía la piel salpicada aquí y allí de reflejos dorados. Su cabello semejaba oro batido, tan metálico que no parecía real. Sus ojos eran del mismo color que los de su hija.

Averil, la mujer, era su hija. Había practicado un torniquete en el muñón del brazo. De no ser por eso, ya estaría muerto.

– ¿Cómo puede ayudarte Averil, mago? -preguntó el elfo.

Elaine había oído hablar de esas criaturas, pero nunca había visto a ninguna. Le resultaba más fácil mirarlo a él, cuyo aspecto era extraño de pies a cabeza, que sostenerle la mirada a Averil. Los ojos de elfo de la mujer en aquel rostro humano eran en cierto modo más inquietantes todavía, como si hubieran pedido prestada esa cara y no se correspondieran con ella.

– Si coloca las manos sobre el escudo para intentar desactivarlo desde vuestro lado, yo podría hacer lo mismo desde aquí, y así tal vez podamos romper el hechizo.

– Si has podido salvarnos, Gersalius, ¿por qué no puedes desactivar el hechizo? -preguntó Averil.

– Nunca dije que tuviera nada que ver con este trabajo.

– ¿El hechizo no es tuyo? -preguntó Jonathan.

– No.

– Tampoco es mío -intervino Averil.

– ¿De quién, entonces? -preguntó Jonathan con suspicacia.

– De Elaine -dijo el mago. Al decir esto, se volvió hacia ella y le sonrió.

Ella negó con la cabeza.

– Yo no he sido. -Todos tenían la vista fija en ella; pero no parecían demasiado contentos-. Nunca antes oí hablar de semejante hechizo. ¿Cómo podría haberlo conjurado sin conocerlo?»

– ¿Qué estabas haciendo en tu visión, justo antes de que los lobos se abalanzaran sobre ellos? -preguntó el mago.

Elaine bajó la vista hacia el suelo cubierto de nieve, como si pudiera encontrar alguna pista en él.

– No quería ver cómo acababan con su vida. No podía limitarme a mirar. -Alzó la vista de nuevo, para mirar fijamente a Gersalius-. Pensé: «No lo permitiré». Recuerdo que alargué un brazo, como si pudiera tocar a Averil y de ese modo salvarlos.

– Y eso fue lo que hiciste -dijo Gersalius.

Elaine volvió a negar con la cabeza.

– No es posible. No hubiera sabido cómo.

– Ya fuera inconsciente o conscientemente, lo hiciste. Ahora debemos desactivar el conjuro.

– ¿Podemos hacerlo?

– Sí.

– Entonces, ¿por qué le pediste a Averil que te ayudara, y no a mí?

– Porque pensé que te molestaría el hecho de haber conjurado otro hechizo sin darte cuenta. Si Averil y yo no hubiéramos conseguido desactivarlo…

– Ahora ya lo sé. Dime, ¿cómo puedo desactivarlo?

Avanzó hacia él, arrastrando el abrigo de pieles sobre la nieve. El escudo parecía ahora más brillante, del color de las violetas en primavera. A cada paso que daba, aumentaba la intensidad del color, hasta que la nieve quedó bañada en un suave resplandor púrpura.

– Tu magia te reconoce -dijo Gersalius.

Elaine se quedó mirando el escudo centelleante. ¿De veras la reconocía? Intentó sentir miedo, pero en lugar de eso sintió ganas de tocarlo, de rozar su brillante superficie con los dedos. Era algo parecido al deseo que había sentido de tocar las manos del mago en la cocina. La magia atraía a la magia. Y era la llamada de su propia magia la que sentía con mayor intensidad.

– Tócalo -dijo Gersalius con suavidad.

Elaine se acercó aún más y, al hacerlo, sintió un cosquilleo en las manos. Su piel se tiñó de violeta y cobró un aspecto tan artificial como la del elfo, pero eso no le importó. Hundió las manos en el resplandor, lo que provocó un torrente de chispas cuyo brillo la cegó por un momento. Respiró profundamente, y cuando el aire entró en sus pulmones, el hechizo penetró a través de su piel. Y sintió cómo lo absorbía, como si se tratara de una hormigante loción. Entonces, el escudo desapareció.

Elaine se encontraba ahora de pie ante Averil y su padre, cara a cara, sin escudo. Se sentía fresca y limpia, como si se hubiese bañado en el agua más pura. Alzó una mano temblorosa hacia sus cabellos, y se sorprendió al descubrir que seguían impregnados de sangre. Sentía el cuerpo purificado, pero la piel todavía estaba manchada. De algún modo la sorprendió, como si la magia por sí sola tuviera que bastar para limpiarlo todo.

Los dorados ojos de Averil la observaban ahora fijamente. Elaine se obligó a sostenerle la mirada, para no demostrar que la importunaba. Eso hubiera sido el colmo de la mala educación. La mujer no podía evitar tener aquel aspecto.

– ¿Cuánto tiempo hace que estudias magia?

Elaine recapacitó brevemente. '

– Tres días.

Averil la miró boquiabierta.

– ¿Sólo tres días? Eres muy hábil, para tan corto espacio de tiempo. Yo llevo cuatro años estudiando, y todavía no puedo conjurar un escudo semejante.

Elaine desvió la vista hacia Gersalius.

– Supongo que se debe a que tengo un buen profesor.

El mago intentó quitar importancia al cumplido.

– Mis clases no tienen nada que ver con su talento natural. Elaine no ha empezado a estudiar magia hasta hace muy poco, pero siempre ha estado en contacto con ella, de una forma u otra.

La mirada de Averil era demasiado intensa, demasiado reflexiva. No fue el aspecto extraordinario de sus ojos lo que hizo a Elaine desviar la mirada.

– Una persona puede estudiar durante años, pero semejante talento natural no puede comprarse, ni siquiera aprenderse -dijo Averil; parecía tener cierta envidia.

– Eres una buena maga, hija.

Averil bajó la vista hacia el elfo, que seguía sentado en la nieve.

– Nunca tendré la soltura que ella ha demostrado ni la que tenía mi madre.

El elfo suspiró.

– Tu madre era una gran hechicera, pero lo que uno puede conseguir con talento, otro lo consigue con trabajo duro. ¿No es cierto, mago?

Gersalius asintió.

– Muy cierto. En Kartakass no podrás encontrar mucha gente con el talento natural de Elaine.

– ¿Kartakass? -Repitió el elfo-. ¿Es el nombre de una ciudad cercana?

– Me temo que no -dijo el mago.

Thordin avanzó hacia ellos.

– Ya me imaginé que erais recién llegados en este país. -Al pronunciar estas palabras, no parecía demasiado entusiasmado.

– ¿Qué país? -Preguntó Averil-. No hemos cruzado ninguna frontera.

– Mucho me temo que sí -dijo Gersalius.

Con ayuda de su hija, el elfo se puso en pie.

– Aquí ha sucedido algo extraño, ¿no es así?

– Efectivamente, amigo mío -dijo Thordin. La expresión de su rostro era demasiado seria, incluso triste-. Os encontráis en un nuevo país, distinto de cualquier otro que hayáis visitado.

– Puesto que no conoces nuestro país, ¿cómo puedes estar tan seguro de ello?

– Estoy tan seguro de ello como de mis propias pesadillas -repuso Thordin.

– ¿Pesadillas?

– Bienvenidos a Kartakass -dijo Thordin con voz suave.

Capítulo 11

El elfo, Silvanus Brillantine, hizo una respiración profunda, mientras alzaba la mano que le quedaba.

– ¿La explicación será larga?

Thordin cruzó una mirada con Gersalius.

– Sí -confirmó el guerrero-, será larga.

– Entonces déjame ocuparme de mis amigos antes de que la noche nos sorprenda en este lugar maldito.