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– En eso tienes razón -dijo Thordin.

– ¿En qué? -preguntó Silvanus.

– En que este lugar está maldito.

Silvanus hizo caso omiso del comentario, como si no tuviera tiempo para semejantes cosas.

– Mi más viejo amigo yace muerto, y eso ya es una maldición suficiente por ahora. -Y, diciendo eso, se dirigió hacia el hombre de la armadura.

Elaine esperaba que el elfo se arrodillara ante el cuerpo para rezar, o para decir unas últimas palabras de consuelo a su amigo muerto. Efectivamente, se arrodilló, pero lo que hizo fue posar la mano sobre el pecho de su amigo. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. Sus dorados cabellos se derramaron por su espalda.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Elaine.

La expresión del rostro de Thordin era extraña, con una mirada maravillada y amarga a la vez. Los ojos de Gersalius contenían en cambio resignación, como si presintiera una gran decepción y no pudiera evitarla.

– ¿Qué sucede? -volvió a preguntar.

– No lo sé -respondió Teresa, mientras miraba alternativamente al guerrero y al mago-. Vosotros sabéis lo que está haciendo. -No se trataba de una pregunta-. Decídnoslo.

Fue Averil quien habló.

– ¿Nunca antes ha visto a un sacerdote?

– No -confirmó Thordin-, no lo ha visto; por lo menos, ninguno real.

– ¿Qué quieres decir con «real»? -preguntó Averil con la voz alterada, casi como con miedo.

Gersalius tomó aire.

– Su objetivo es devolverle a la vida. Pero no lo conseguirá.

– He visto a mi padre resucitar muertos en varias ocasiones -dijo Averil-. ¿Por qué esta vez ha de ser diferente?

– Por el país en el que nos encontramos -dijo el mago-. Lo impedirá.

– No podemos permitir que resucite a un zombi -dijo Jonathan-. Se trata de magia de la peor clase. Debe renunciar a ello o será encarcelado.

– No se trata de un zombi, Jonathan -intervino Thordin-. Él cree que puede devolver la vida, la verdadera vida, a su amigo recién fallecido.

– Está loco -dijo Konrad.

– No -repuso Thordin-. Lo he visto con mis propios ojos, en mi mundo natal.

– ¿Qué es lo que dices que el mago está intentando hacer? -preguntó Teresa.

– Resucitar a un muerto -dijo el mago como si fuera la cosa más trivial del mundo.

– ¿Pueden los magos resucitar a los muertos? -preguntó Elaine.

– No se trata de un mago, sino de un hombre santo -corrigió Gersalius.

– Nadie puede resucitar a los muertos -insistió Teresa.

– Ya os dije que hay sanadores que pueden curar una herida poniendo la mano sobre ella -dijo Thordin.

– Sí, pero eso es distinto -concedió Teresa.

– Tal vez no tanto -afirmó Gersalius-. Puedo entender el principio en el que se basa el hechizo, aunque no comprenda cómo funciona realmente el mecanismo.

Elaine observó fijamente al elfo todavía arrodillado. Algo estaba pasando. No era como el cosquilleo que había sentido en la piel ante el desbordante torrente de magia que Gersalius le había enseñado. Se trataba de algo más vago, apenas perceptible, que no sólo le recorría la piel, sino que despertaba algo más profundo en su interior. Tampoco tocaba la cueva de poder sobre la que Gersalius le había llamado la atención. Esa fuerza contenida invocaba algo que se encontraba fuera de Elaine; era casi como si la magia no emanara del elfo, sino de algo que se encontraba más allá de él mismo.

– Deberíamos detenerlo -opinó Thordin-. La sacerdotisa que me acompañó en mi viaje hasta aquí lo intentó durante meses, hasta que se volvió loca e intentó hacerse daño a sí misma.

– Unos lo aceptan mejor que otros -repuso Gersalius.

– Pero él trabaja con la magia -dijo Elaine.

El mago se volvió hacia ella.

– ¿Qué quieres decir, muchacha?

– ¿No puedes sentirlo?

El mago negó con la cabeza.

– No siento nada, aparte de frío.

Elaine miró al mago de hito en hito. ¿Acaso se estaba burlando de ella? Por la expresión de su rostro dedujo que no era así.

– Dime qué es lo que sientes, Elaine.

– Es una… sensación… que va aumentando poco a poco en intensidad. La magia no proviene del interior, sino del exterior. -Al decir esto, frunció el ceño-. ¿Cómo es posible? Creía que toda forma de magia provenía del interior de las personas. Dijiste que era necesario haber nacido con el don de la magia.

– En efecto, muchacha. También los sanadores deben contar con una vocación natural para poder llevar a cabo su trabajo. Pero pueden invocar ayuda divina. Algo que nosotros, simples magos, no podemos hacer.

– He conocido magos que tenían tratos con poderes oscuros -dijo Jonathan-. Buscaban el poder fuera de sí mismos.

– Los magos son iguales que las demás personas, maese Ambrose. En todas las profesiones hay gente perversa. También en la vuestra. -Gersalius acompañó esta última frase con una sonrisa.

Jonathan se disponía a protestar cuando de pronto Teresa dio un grito ahogado. Todos se volvieron hacia ella, pero sus ojos atónitos eran para el elfo. El cuerpo cubierto por la armadura empezó a temblar. Las manos golpeaban inútilmente la nieve, con unos desagradables movimientos convulsivos.

– Es imposible -dijo Jonathan, hablando en representación de todos los presentes, excepto de una persona.

– Os dije que mi padre podría hacerlo -dijo Averil.

En condiciones normales, Elaine se hubiera vuelto hacia la mujer por una cuestión de cortesía, ya que ésta había tomado la palabra, pero el cuerpo se movía. Y antes estaba muerto. Había visto andar a muertos vivientes, pero nunca había visto resucitar a uno. Aun así, seguía sin creer en la resurrección. Era algo imposible.

La figura con la armadura suspiró profundamente. El «cuerpo» hizo un sonido, casi como un grito, y después calló. Una mano cubierta por un guantelete levantó lentamente la visera e hizo presión contra el yelmo. El elfo intentó ayudarlo a quitárselo, pero era difícil hacer fuerza con una sola mano. Y el hombre, poco antes muerto, no era de excesiva ayuda.

Averil se acercó a él y le quitó el yelmo. El rostro que quedó al descubierto era en efecto bien humano, sin ninguno de los rasgos monstruosos de los muertos vivientes. El hombre lucía un amplio mostacho blanco como la nieve y llevaba el pelo muy corto, coronando un rostro cuadrado. Seguramente sus cabellos hubieran sido rizados de haber tenido un poco más de longitud.

– Silvanus -dijo el hombre con voz entrecortada, pero por lo demás normal-. Me has traído de vuelta, viejo amigo.

Una sonrisa iluminó el rostro extremadamente fino del elfo, transformándolo. De repente, Elaine se olvidó de la rareza de sus rasgos para ver en su cara únicamente amor y alegría.

– No podía permitir que ésta fuera nuestra última aventura, Fredric.

Fredric giró lentamente la cabeza para mirar a Averil.

– ¿Dónde está nuestro joven amigo?

A Averil se le descompuso el rostro.

– Ha sido asesinado.

– ¿Es irreparable?

Intentó incorporarse, pero se habría desplomado en la nieve si Averil no lo hubiera impedido. La mujer era más fuerte de lo que parecía a simple vista; incluso podía sostener a un hombre provisto de una armadura.

– Oh, no, el muchacho no. -Parecía estar a punto de llorar.

– Tal vez podamos ayudarlo, Fredric -dijo el elfo, poniéndose en pie lentamente, como si le costase un gran esfuerzo.

Tropezó y estuvo a punto de caer al suelo. De pie, todavía tambaleándose ligeramente, dio otro paso hacia el segundo cuerpo.

Por las mejillas de Thordin rodaron las lágrimas. Lloraba en silencio. Gersalius le dio unas palmaditas sobre las anchas espaldas.

El elfo se balanceó, y Elaine corrió hacia él para sujetarlo. El brazo que le quedaba era fuerte y más musculoso de lo que parecía a simple vista. Sus ojos dorados la miraron fijamente desde la corta distancia, y ella vio en su cara arrugas de reciente aparición.