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– Muchacha, no era mi intención avergonzarte. No lo haría por nada del mundo.

– Pensaba que atendías a los heridos -dijo Randwulf.

– Casi siempre se trata de mi propia familia.

– Elaine desvió la mirada hacia el joven, que estaba desnudo hasta la cintura, con los brazos detrás de la cabeza, como si estuviera posando para impresionarla. Varias cicatrices cruzaban el pecho musculoso. Se incorporó hasta quedar medio sentado, lo cual hizo que las pieles se deslizaran de forma alarmante. Elaine apartó la mirada.

– Ten cuidado, joven estúpido. No es una soldadera a la que puedas impresionar con tus cicatrices -dijo el paladín.

– Tal vez una enfermera se deje impresionar también por ellas.

Fredric emitió un sonido entre suspiro y bufido.

– Tal vez, pero ella tampoco es una enfermera. Es una joven y tú la estás avergonzando.

– Si no permites a Elaine que eche un vistazo a tus heridas, entonces deberé hacerlo yo mismo -dijo Konrad con voz cansina-. Eso significa que las heridas de tu amigo inconsciente tendrán que esperar. Después de lo que hizo por ti, creí que colaborarías.

Fredric se incorporó sobre un codo, mientras con la otra mano seguía apretando las pieles.

– ¿Está realmente herido?

– Ha perdido un brazo, y además ha conjurado un hechizo como nunca antes había visto. Como mínimo debe de estar profundamente agotado, si no algo peor.

El paladín frunció el ceño.

– No te apartes de su lado si de veras está enfermo. Permitiré a tu enfermera que me… atienda, pero tal vez sea ella quien prefiera que otra persona se ocupe de nuestras heridas. Parece sentirse incómoda en presencia de dos extraños casi desnudos, independientemente de que estemos heridos o no.

– Elaine está bien -dijo Konrad sin volver la vista atrás. Había un leve tono de exasperación en su voz, pero eso era todo. La trataba como a un perro fiel.

La cara de Elaine debió de reflejar sus sentimientos, porque Fredric le dijo:

– Si prefieres que venga un hombre en tu lugar, lo entenderemos. Creo que tu amigo no es consciente de lo incómoda que te sientes.

Elaine negó con la cabeza.

– Si Konrad dice que no importa, es que no importa -replicó, aunque no pudo evitar que su voz denotara cierto enojo.

– Aja -comentó Fredric, quien volvió a recostarse con las manos ahora relajadas sobre las pieles-. Algunas personas están más ciegas que las demás ante aquello que ven todos los días.

El hecho de que un perfecto desconocido pudiera darse cuenta tan rápido de sus sentimientos, sumado a la indiferencia que demostraba Konrad, hirió a Elaine, que habría preferido que el paladín le hubiera asestado una puñalada a que la mirase con aquellos ojos compasivos y amables.

– ¿Permitirás que te examine las heridas? -dijo Elaine esquivando su mirada.

Le resultaba demasiado doloroso comprobar que para el paladín sus sentimientos eran obvios. Prefirió intentar que pensara que se trataba de pudor, aunque Elaine temía que éste supiera exactamente por qué no se atrevía a mirarlo a los ojos.

– De acuerdo. -Esas dos palabras estaban cargadas de dignidad.

Elaine lanzó una mirada fugaz a su rostro, ahora neutro, prudente. No la avergonzaría a propósito; estaba segura de ello, como si el paladín lo hubiera dicho en voz alta.

Elaine asió uno de los extremos de las pieles blancas. Fredric alzó las manos levemente para permitir que retirara las mantas. Elaine las retiró despacio, dejando al descubierto una estrecha franja de pálida piel con cada movimiento. En el brazo izquierdo había una mordedura que todavía sangraba. Le quedaría una fea cicatriz de recuerdo, pero no era nada serio, a menos que se infectara. Las infecciones se llevaban a la tumba a gran cantidad de guerreros, a pesar de que la herida en sí no fuera mortal.

Casi en el centro del pecho vio la marca de una cicatriz, y la recorrió suavemente con las puntas de los dedos. La piel era áspera y estaba abultada, como era habitual en las cicatrices. Abandonó la cicatriz para pasar los dedos por todo el pecho, como para comprobar que el resto de la piel era suave y sin imperfecciones, y después volvió a la cicatriz, aún más blanca debido a su antigüedad, una vieja cicatriz, justo por encima del corazón. Algo de gran tamaño le había atravesado la piel justo ahí, hacía ya mucho tiempo.

– Ésta fue una estocada mortal -comentó Elaine.

– En efecto. Silvanus también me salvó de ésa. -Se acarició la cicatriz con los gruesos dedos, con la mirada perdida en los recuerdos-. Fue un buen golpe, directo al corazón.

– ¿Cuántas veces te ha devuelto la vida Silvanus?

– Tres, contando con la de hoy.

– Pero eso es… es…

Elaine no tenía palabras para expresar lo que pensaba. Había visto a tantos morir de heridas ni la mitad de serias que esa estocada en el corazón. Claro estaba que Fredric también había muerto, sólo que no para siempre. A Elaine le parecía algo atroz… y al mismo tiempo magnífico.

La joven retiró las mantas uno o dos palmos más. El vientre era plano y fuerte. Más abajo del estómago se encontraba la herida que lo había matado en esta ocasión. Elaine dobló cuidadosamente las pieles justo por debajo de la cintura. Pero en seguida decidió que tal vez sería mejor retirarlas un poco más. Después ajustó con firmeza las pieles justo por debajo de los huesos de la cadera. La piel blanca y suave que le recubría el abdomen había quedado arruinada.

Las zarpas lo habían desgarrado en jirones. Los colmillos habían arrancado grandes trozos de carne del estómago, ahora ausentes. Aun cuando no hubiera muerto a causa de la herida, habría sido imposible sanarla. No quedaba la carne suficiente para rellenar el hueco que las bestias habían dejado. Los lobos habían devorado la carne más allá del músculo, abriéndose camino con sus fauces hacia el estómago e intestinos. Aquello no era como suturar los bordes de una herida de gran tamaño o como recomponer un corazón perforado. Faltaban grandes trozos de carne, que habían sido devorados antes de que él volviera a la vida. El tejido de la cicatriz era un gran montículo rosado que cubría gran parte del estómago.

Elaine tocó la herida. Casi podía sentir la nueva carne cediendo ante la presión de sus dedos. El tejido de la cicatriz sostenía el estómago y el intestino, allí donde nunca debería haber habido una cicatriz semejante.

– ¿Son éstas tus únicas heridas? -preguntó Elaine.

– Creo que también tengo herida la pierna izquierda. -Las manos volvieron a agarrar fuertemente las pieles-. Puedes destapar la pierna. -Estaba claro que no le permitiría seguir retirando las pieles.

Elaine hizo lo indicado y descubrió la pierna izquierda, doblando las pieles hasta la altura de la mitad del muslo. El cuerpo del paladín quedó de ese modo casi desnudo, salvo por una franja de pieles sobre las ingles y la otra pierna, todavía cubierta. La pierna que quedó al descubierto era muy larga y musculosa. Los cabellos blancos habían hecho pensar a Elaine que Fredric era un anciano, más viejo que Jonathan, pero el cuerpo correspondía al de un joven.

Las zarpas le habían cortado el ligamento de la corva. La herida había sanado en parte, y la carne del fondo había quedado soldada en una masa rosada. Los labios de la herida todavía estaban abiertos allí donde las zarpas habían desgarrado la carne, pero el daño más grave ya había sido reparado.

– ¿Cómo es posible que sólo curara tus heridas en parte? ¿Cómo supo la magia reconocer tu peor herida? ¿Tal vez porque, en caso de curar heridas de menor importancia antes de la que provocó la muerte, el hechizo no surtiría efecto?

Fredric soltó una carcajada.

– Muchacha, no lo sé. No soy sacerdote. He visto a Silvanus hacer muchas cosas fantásticas, pero nunca se me ocurrió preguntarle cómo lo hace.