Elaine observó su cara transformada por la risa. Estaba perpleja.
– ¿No te interesa saber cómo funciona?
El paladín alzó sus anchas espaldas en un gesto de indiferencia.
– Mientras funcione, eso es lo que importa.
– Hablas como un guerrero sin ninguna afición -dijo Randwulf.
Elaine se volvió hacia el que había considerado más joven. Aunque, tras ver el cuerpo de Fredric, ya no estaba tan segura. Randwulf en efecto parecía más joven por su manera de actuar, pero tal vez no lo era en edad.
Randwulf estaba tumbado sobre las pieles, desnudo, con excepción de unos calzones blancos. Elaine se volvió hacia el lado contrario y clavó la mirada en la pared de la tienda.
– ¿Dónde está la herida que te mató? -El simple hecho de formular aquella pregunta sonaba ridículo.
– ¿No prefieres buscarla tú misma, como has hecho con Fredric?
– Creo que no.
– Elaine, ¿puedes ayudarme? -preguntó Konrad.
La muchacha dejó escapar un suspiro que había estado reprimiendo sin saberlo. Si Konrad necesitaba su ayuda en aquel momento, era muy probable que se ocupara de Randwulf él mismo. Aquel hombre de ojos oscuros y cabellos rizados ansiaba demasiado que lo tocara.
Se acercó a Konrad, que seguía arrodillado al lado del elfo inconsciente. Había cortado la manga del brazo desgarrado del que sólo quedaba un palmo. Tendría que haberse visto el hueso desnudo y la carne desgarrada en jirones, y sin embargo su aspecto era suave. La piel se había vuelto a unir, ocultando el extremo del brazo en un muñón redondeado de piel dorada.
– ¿Está recuperándose? -preguntó Elaine.
Konrad asintió con la cabeza.
– Eso creo.
– ¿Para qué necesitas mi ayuda? -preguntó Elaine.
– Necesito una segunda opinión.
Elaine lo miró. Su atractivo perfil tenía una expresión seria; no estaba bromeando. Giró el rostro hacia ella. Los ojos verdes examinaron los suyos. De haberse tratado de otra persona, Elaine hubiera dicho que parecía inseguro.
– Si se tratara de un amputado normal, habría cauterizado la herida para que dejara de sangrar y para evitar la infección -Recorrió el muñón con una mano-. Pálpalo.
No deseaba hacerlo, pero Konrad nunca antes había pedido su opinión. Le había enseñado a limpiar y vendar heridas leves. Normalmente ella se ocupaba de examinar previamente a los heridos e informarle de quiénes eran los más graves. Una vez hecho esto, Elaine obedecía sus órdenes y actuaba en consecuencia. No era el momento de mostrarse aprensiva.
Elaine recorrió con los dedos el muñón. La piel era suave como la de un recién nacido; por debajo de ella no sobresalía ningún hueso cortante. El muñón era carnoso como si estuviera relleno en su extremo. Era terso, sólido, perfecto.
– Está curado -susurró Elaine.
Konrad asintió.
– ¿Crees que debo quemar el extremo del muñón?
– No, ya está curado. Quemarlo sólo provocaría una nueva herida, ¿no crees?
Elaine sabía que cauterizar la herida era inapropiado, pero no pudo evitar solicitar su aprobación. Se odió ligeramente por haber hecho esa pregunta.
Konrad miró fijamente al elfo, recorriendo con la mano el suave muñón.
– Creo que tienes razón. Sin embargo, por lo que he visto hasta ahora esto supera mis exiguos conocimientos. Casi no sé cómo atenderlos.
– Trata las heridas que no están del todo curadas y deja que las demás sigan su curso -propuso Elaine.
– ¿De veras lo crees así? ¿Has examinado a los otros dos?
– Todavía no he visto las heridas de Randwulf.
– Háblame de las heridas del paladín.
Una vez que Elaine hubo finalizado su informe, Konrad profirió un suspiro y se dirigió hacia Fredric.
– Examina a Randwulf -le indicó a Elaine.
La joven se quedó allí sentada por un momento, enojada. No estaba de humor para dejar que se burlaran de ella o que la martirizaran. Ya se había sentido lo bastante incómoda para todo el día.
Konrad se arrodilló al lado de Fredric y buscó con las manos las heridas de las que Elaine le había informado. No cuestionó su examen buscando otras posibles heridas, sino que fue directo a las zonas que Elaine le había mencionado. Era una prueba de confianza. Antes hubiera examinado personalmente a cada herido; ahora simplemente creía en su palabra. Tal vez no la amara pero la respetaba, y eso valía mucho para ella, lo bastante para arriesgarse a sufrir las burlas de Randwulf y a mucho más. El hecho de que él no la amara no significaba que ella no lo quisiera a él. Así es el amor. Una vez que aparece, no resulta tan fácil deshacerse de él.
Randwulf había vuelto a acurrucarse bajo las pieles. Por lo visto hacía demasiado frío en la tienda para coquetear tan descaradamente. Al ver que lo único que salía fuera de las pieles era su cabeza de rizos castaños, a Elaine le resultó más fácil acercarse a él. Tal vez sólo estaba bromeando y a la hora de la verdad se comportaría decentemente.
Y una vaca volando.
La sonrisa de Randwulf era encantadora, pero había algo diabólico en ella, un conocimiento demasiado íntimo en su mirada para ser dirigido a una joven desconocida. Parecía que supiera el aspecto que Elaine tenía desnuda o, como mínimo, que quisiera saberlo.
Elaine se ruborizó, pero la ira acompañó a la vergüenza. «Ya basta», pensó para sí. Se arrodilló ante la figura cubierta, con el ceño fruncido en una expresión de eficiencia.
– ¿Dónde te han herido? -Elaine dotó su voz de un tono frío y distante.
Él pareció no advertirlo.
– Oh, estoy gravemente herido por todas partes. Creo que es mejor que lo compruebes por ti misma. -Al decir esto, Randwulf apartó las mantas y Elaine bajó la mirada. Examinó el suelo como si su vida dependiera de ello.
El rostro de Randwulf apareció de repente en su campo de visión. Éste había apoyado la cabeza en su regazo, con la cara vuelta hacia ella.
– ¿No quieres ver mis heridas?
Elaine se puso en pie bruscamente. La cabeza se golpeó contra el suelo helado. Randwulf cerró los ojos.
– Ahora también me duele la cabeza.
– Eso espero -espetó Elaine.
Estaba enfadada con él, pero más aún consigo misma por permitir que la importunara de ese modo. Había atendido a unos cuantos desconocidos, pero ninguno se lo había puesto tan difícil. Era más fácil fingir que el contacto no era íntimo si el paciente colaboraba con la misma actitud.
– Ya está, ya lo he arreglado -dijo él.
Elaine temía alzar la mirada, pero finalmente lo hizo. Randwulf estaba tumbado, ahora cubierto hasta la barbilla. Su rostro, que asomaba por encima de las pieles, parecía muy joven. Tenía un aspecto pueril y adorable, pero el brillo de sus ojos era demasiado adulto para que resultara convincente. Pero por lo menos ya no estaba desnudo. Cualquier mejora en la situación sería bien recibida por Elaine.
Se arrodilló a su lado otra vez. Los dedos se curvaron sobre las pieles para retirarlas. Con los nudillos le rozó las mejillas. Alzó las pieles y la mano a la vez, para alejarla de su alcance. Si hubiera intentado besarla, Elaine se habría puesto en pie de un salto y habría dejado que se las arreglara él solo. Pero sus movimientos eran los de un gato. Un gato excesivamente sociable.
Elaine retiró despacio las pieles que lo cubrían, buscando heridas en el cuerpo del joven. Su piel no era tan blanca como la del paladín. Parecía que hubiera tomado el sol. El pecho y los brazos estaban bien torneados, pero eran más esbeltos que los de Fredric. Tampoco podía hacer gala de tantas cicatrices como su compañero. Había tenido más suerte, o tal vez era mejor guerrero, o se había iniciado recientemente en la vida aventurera. Elaine se decidió por esta última opción.
Ambos antebrazos presentaban mordeduras. Parecía como si sendos lobos lo hubieran asido cada uno por un brazo y hubieran tirado de él. Las heridas resultantes eran tremendas, pero no habían sido responsables de su muerte. El vientre plano de Randwulf estaba ileso, la piel suave.