Éste se recostó sobre las pieles, mientras una lenta sonrisa asomaba a su rostro. Parecía muy ufano consigo mismo. Elaine reprimió las ganas de darle una bofetada. Probablemente eso sólo le hubiera hecho reír. Y no tenía la menor intención de divertirle. Para su sorpresa, se dio cuenta de que deseaba hacerle daño. O como mínimo hacerle sentir tan incómodo como ella se había sentido antes.
Elaine respiró hondo y expulsó el aire muy despacio. Retiró las pieles más abajo de su cintura. Echó un rápido vistazo antes de pasar a examinar las piernas. Si la herida mortal estaba en sus partes íntimas, Konrad podía muy bien empezar a buscarla por sí mismo.
Sus piernas eran cortas, casi achaparradas, musculosas por la marcha, pero no presentaban ninguna herida. Una cicatriz blanca como un rayo petrificado recorría el muslo derecho, pero no había ninguna herida nueva.
Elaine suspiró.
– Date la vuelta, por favor.
Las heridas de Randwulf tenían que encontrarse, por supuesto, en un lugar poco habitual. Pero no podía haberlo hecho a propósito. Elaine pasó la mirada por la mueca de sus labios. El se estiró, con los brazos por encima de los hombros. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Era como un gato satisfecho que ya ha dado buena cuenta de su plato de leche. Sus ojos oscuros la miraron fijamente, como si ella fuera un pajarillo indefenso.
Konrad y Fredric se encontraban a tan sólo un metro de distancia. No podría hacerle nada. Simplemente estaba coqueteando o burlándose de ella o ambas cosas a un tiempo. Pero eso no significaba nada, nada que tuviera importancia real. El único poder que Randwulf tenía sobre ella era el que ella le diera; y ya le había dado demasiado.
– Date la vuelta, Randwulf, ahora. -Su voz era una buena imitación del tono que ponía Teresa cuando ya no podía soportar por más tiempo las tonterías de los niños o los juegos dentro de la casa.
Randwulf le guiñó un ojo, mientras su sonrisa se hacía aún más amplia. Se pasó las manos por el pecho y el vientre. Los ojos de Elaine siguieron el movimiento, que era justo lo que él quería. Las manos siguieron bajando, pero Elaine le agarró una muñeca y le retorció la piel en ambos sentidos a la vez. Randwulf lanzó un bufido de dolor.
– Date la vuelta para que te pueda ver las heridas o me veré obligada a rociar con sal las que ya he visto.
– No te atreverás -afirmó él, pero en sus ojos podía verse un atisbo de duda.
– La sal limpia las heridas y previene las infecciones.
Randwulf entrecerró los ojos como si no creyera lo que estaba oyendo. Pero debía de haber algo en la expresión de Elaine que lo convenció. Empezó a volverse lentamente, para darle tiempo de admirar su cuerpo.
Elaine puso la cara más seria que pudo, haciendo un esfuerzo consciente por recordar la que ponía Teresa en los momentos de máximo enfado. Esa mirada que siempre había ahuyentado a su hermano y a ella misma.
Randwulf no dejó de observarle la cara, intentando captar una reacción que no fuera la desaprobación. Sin éxito. Profirió un leve suspiro y se acomodó sobre el estómago, aunque con la cara vuelta hacia ella para seguir observándola.
Elaine, por su parte, miraba boquiabierta la zona de la nuca. Los cabellos del joven eran lo suficientemente largos para ocultar la herida por delante, pero ahora… Las fauces de los lobos le habían desgarrado la nuca, quebrando su espina dorsal. En la piel podían verse las marcas de los colmillos, pero la nuca aparecía de nuevo rellena, como un odre lleno de agua, y Randwulf se movía con la suficiente soltura como para saber que la rotura de la columna no había dejado secuelas. Las marcas de los colmillos estaban llenas de sangre como charcos de lluvia en miniatura.
Pero de la herida no manaba sangre, aunque ésta parecía estar en carne viva. La sangre estaba como mantenida en suspensión por alguna fuerza invisible. Tal vez al frotar la herida con un trapo mojado ésta volvería a sangrar. ¿Debían hacer que sangrara de nuevo? ¿Serían capaces de detener la hemorragia en ese caso? ¿Una sanación mágica?
Randwulf todavía observaba su rostro.
– ¿Tiene mal aspecto?
Randwulf era joven y atractivo, y la expresión horrorizada de Elaine lo perturbó.
Le había facilitado la manera de herirlo; para ello, Elaine sólo necesitaba mentirle. Y eso era lo único que no podía hacer.
– No es el aspecto de la herida, sino lo terrible que debió de haber sido. Tenías la columna rota, partida en dos. ¿Cómo puedes haberte recuperado?
– No lo sé -respondió.
– ¿Es la primera vez que… mueres? -preguntó Elaine.
Él se mordió el labio inferior, con cierta inseguridad en su mirada.
– Sí, la primera vez.
– ¿Tenías miedo?
– ¿De morir?
Elaine asintió.
– Tuve miedo cuando los lobos me aferraron los brazos con sus fauces y me retuvieron, tal como hubieran hecho dos hombres, cada uno por un lado. Entonces oí al hombre lobo detrás de mí. Sentía su aliento cálido y sonoro en mi nuca. Creo que grité. Por un solo instante sentí un dolor agudo y terrible; después, nada. No sentía nada. -Se pasó la mano por la nuca y palpó las marcas de los colmillos con las puntas de los dedos, con mucha suavidad-. El dolor se esfumó, pero sentí que me iba. Sentí que moría.
Elaine se limitó a mirarlo fijamente. No se le ocurría nada que decir.
– Elaine, ¿puedo hablar contigo? -dijo Konrad, ahora en pie, aunque encorvado debido a la escasa altura de la tienda. Se dirigió hacia la abertura de salida de ésta-. Mejor fuera.
Elaine hizo un esfuerzo por mantener una expresión neutra, se puso en pie y lo siguió hacia el exterior. El viento le azotó el rostro como una fría bofetada. Colocó la capucha en su sitio, luchando contra el viento para mantener el abrigo de pieles pegado al cuerpo.
Los largos cabellos de Konrad le cubrieron la cara, enredados por el gélido viento, al que daba la espalda. El abrigo ondeaba a su alrededor, pero no necesitaba arroparse porque ya lo hacía el viento por él. La tienda restallaba y daba sacudidas con cada ráfaga.
Konrad le pasó una mano por los hombros y la condujo a unos cuantos metros de la tienda. La mantuvo en el círculo que formaban sus brazos, para poder hablar por encima del aullido del viento y del golpeteo de las paredes de cuero de la tienda. Pero eso era todo. La proximidad física que a ella le hacía sentir una opresión en el pecho no significaba nada para él. Elaine volvió a recordárselo a sí misma, cuando Konrad se inclinó para hablarle, acercándose a su rostro.
– Si limpiamos las heridas, ¿crees que empezarán a sangrar otra vez y que no podremos detener la hemorragia? ¿Acaso la magia utilizada para sanarlas en parte afecta la manera como debemos atenderlos?
Elaine deseaba decir algo inteligente, y con certeza, pero eso hubiera sido una escandalosa mentira. Y había vidas en juego. No era momento de embustes.
– No lo sé.
– Sabes más de magia que yo -insistió Konrad.
Le estaba pidiendo de veras su opinión. Pero Elaine nunca había hecho alarde de sus conocimientos. Si no sabía algo, lo decía con toda claridad. Sin embargo, ahora se sentía poderosamente tentada. De la cara de Konrad la separaba la distancia de un beso. Y sus ojos la miraban, y la veían.
Elaine lanzó un profundo suspiro.
– Llevo muy pocos días estudiando magia, Konrad. No soy experta, pero Gersalius sí lo es. -Se sintió considerablemente complacida con este último pensamiento, satisfecha por habérsele ocurrido una buena idea, si no una buena respuesta.
– No puedo dejarlos solos. ¿Podrías tú hablar con el mago y volver para contármelo?
– Podría quedarme con ellos mientras tú hablas con Gersalius.
Era una generosa oferta. Lo último que Elaine deseaba era volver a la tienda. La mirada seria de Randwulf y el tono de su voz al contar el relato de su muerte la habían asustado. Prefería incluso sus burlas e insinuaciones.