– No, si pasa algo yo soy el mejor sanador del campamento; o, por lo menos, el único que está consciente. Además, el mago hablará con más franqueza contigo, ¿no crees?
Nuevamente le estaba pidiendo su opinión. Esta vez sí podría dar una respuesta.
– Sí, eso creo.
– Entonces ve a hablar con el mago. Yo esperaré aquí y no haré nada a menos que se trate de una emergencia.
– En seguida vuelvo -dijo Elaine.
Konrad asintió con un gesto brusco de cabeza, casi una reverencia, y se encorvó para volver a entrar en la tienda. Elaine se quedó quieta todavía un instante, en medio del viento incesante. Konrad le había pedido su opinión dos veces en un día. No sólo era un récord; era un prodigio que no podía durar. ¿Qué era lo que estaba cambiando en él?
Capítulo 13
La tienda de Gersalius era de menor tamaño que las demás, y a su entrada una tabla de madera tenía grabadas unas extrañas runas en forma de arabescos. Elaine todavía no había tenido tiempo de examinar de cerca la tienda del mago. Ahora por primera vez se fijaba en la madera tallada, que parecía no estar sujeta de ningún modo a la tienda, sino más bien formar parte de ella. Era casi como si surgiera directamente de la tela de la tienda. No pudo reconocer ninguna de las fiorituras grabadas. Éstas no representaban animales ni imágenes que le resultaran familiares; simplemente se trataba de diseños de colores. Elaine gritó:
– Gersalius, soy yo, Elaine. Necesito hablar contigo.
El viento soplaba racheado, haciendo que la tienda se tensase y tirase de las pequeñas estacas que la sujetaban. La madera grabada se balanceaba al viento como si fuese la cornamenta de un animal vivo.
– ¡Gersalius! -Volvió a gritar Elaine, mientras esperaba fuera, en el frío, arropándose contra el viento-. Gersalius, si estás dentro, contéstame por favor.
Al no recibir respuesta, dio media vuelta y se dirigió a la hoguera. Blaine estaba haciendo la cena: salchichas en una sartén al fuego. Olía muy bien. Claro estaba que ni siquiera Blaine podía estropear demasiado unas salchichas al recalentarlas. Era casi a prueba de tontos.
A un lado había una pequeña sartén. Blaine removió su contenido con una cuchara de palo. De la sartén le vino un olor que le dejó un regusto amargo en la garganta. Antes de que pudiera decir nada, Blaine vertió la repugnante salsa sobre las fantásticas salchichas. A continuación, tapó la sartén y la dejó a un lado. De haberle preguntado, probablemente hubiera dicho que la estaba dejando reposar. Blaine era el peor cocinero del mundo, pero tenía pretensiones de gourmet. Sus «recetas mejoradas» y experimentos con hierbas eran legendarios.
Le sonrió, ufano.
– Esta noche estoy haciendo una nueva salsa, ¿quieres probarla?
– Ya la he olido, gracias -dijo Elaine, con una valiente sonrisa.
Blaine no sólo era el peor cocinero del mundo, sino que además era ajeno a esa realidad. Por mucho que Thordin y los demás se quejaran, Blaine no acababa de creerlos. No se desalentaba, y seguía machacando hierbas secas, moliendo raíces e intentando envenenarlos a todos.
– ¿Has visto a Gersalius?
– Creo que está en la tienda de Thordin. -Se volvió hacia una fuente de barro que yacía a sus pies, cubierta con un trapo que hacía las veces de tapa. Cortó el cordón que lo sujetaba y retiró el trapo para dejar al descubierto una masa gris-. Hice el relleno antes de salir. Todo lo que hay que hacer es calentarlo.
– ¿Te ayudó Malah a hacerlo? -preguntó Elaine esperanzada.
Blaine hizo una mueca.
– Por supuesto que no. Sabes que en la cocina me gusta hacerlo todo yo mismo.
– Claro-respondió ella.!
Lo dejó que estropease la cena y se dispuso a buscar la tienda de Thordin. Éste la compartía con Konrad, así que era lo suficientemente grande para albergar a un visitante.
El viento amainó de forma tan repentina como se había levantado. Elaine oyó un murmullo de voces masculinas en medio de la silenciosa y gélida calma, un ruido sordo y suave que resultaba de algún modo reconfortante. Elaine había pasado gran parte de su vida oyendo esa cadencia fuerte, rotunda y campechana.
Se inclinó y dijo:
– Gersalius, ¿estás ahí?
La entrada de la tienda se abrió y por ella asomaron el rostro y el brazo de Thordin.
– Pasa, Elaine, y únete a nosotros. Creo que si nos apretamos un poco hay sitio para todos.
Por primera vez se le ocurrió que Thordin ya había visto antes a sacerdotes utilizar su magia sanadora. Puede que también supiera algo que les fuera de utilidad en este caso. Elaine se agachó para entrar en la tienda y tiró del pesado abrigo para hacerlo pasar a través de la pequeña abertura.
Gersalius estaba sentado sobre un montón de ropa de cama, sonriente, con una taza entre las manos.
– Elaine, ¿qué te ha hecho venir en mi búsqueda?
Thordin le ofreció también una taza.
– Seguro que es la tuya -dijo ella.
– Sí, pero puedo conseguir otra. -Con una sonrisa, le tendió la taza.
– Gracias.
El calor de la taza en sus manos era una sensación maravillosa. Los vapores que salían de ella se le antojaron espíritus de dulce aroma. Era una infusión de menta verde con un leve toque dulzón. Respirar el vaho era casi tan reconfortante como beberlo.
– ¿Cómo evolucionan los heridos? -preguntó Thordin.
– Ésa es la razón por la que he venido -dijo Elaine.
Thordin llenó una tercera taza con la infusión procedente de una tetera de barro y volvió a dejarla sobre un calentador. Tomó una pizca de azúcar de una bolsita que pendía de su cinto, lo añadió a la infusión y procedió a removerla con una cucharilla de plata.
– Con unas pocas comodidades, cualquier sitio es un hogar -dijo Gersalius.
– Eso es exactamente lo que yo pienso -repuso Thordin.
– ¿Por qué me buscabas, Elaine? -preguntó de nuevo el mago.
– Konrad y yo no habíamos visto nunca antes los resultados de sanaciones mágicas. No estamos seguros de cómo debemos proceder.
– Un sacerdote cura mediante la imposición de las manos.
La herida simplemente se cierra y ya está curada -explicó Gersalius.
– ¿Completamente curada? -insistió ella.
– Sí -confirmó el mago.
Ella negó con la cabeza.
– Pero esas heridas no están completamente curadas.
Gersalius se enderezó con tanta brusquedad que derramó parte de la infusión caliente sobre sus vestiduras. Dio un pequeño alarido, apartando al mismo tiempo la tela de su cuerpo, y depositó la taza en el suelo.
– Dime qué quieres decir exactamente, Elaine, ya que podría ser de gran importancia.
La muchacha miró alternativamente a uno y a otro. Thordin parecía tan preocupado como el mago.
– ¿Se supone que las heridas deben estar perfectamente curadas? -preguntó Elaine.
– Sí -afirmó Gersalius.
– No siempre -intervino Thordin.
El mago miró fijamente al guerrero.
– Un conjuro funciona, o no funciona.
– Yo ya era un guerrero mucho antes de llegar a Kartakass -empezó Thordin-. Un sacerdote puede curar una herida, pero cuando yo sufrí varias heridas a un tiempo, no todas ellas sanaron. Todas mejoraron, pero algunas seguían sangrando, otras sólo estaban curadas en parte. Kilsendra, la sacerdotisa que me acompañó hasta aquí, me dijo que cada sanación tiene un poder concreto. Cura hasta donde puede, de modo que es posible que se necesiten varios intentos hasta que cada herida sane por completo.
Gersalius frunció el ceño.
– Es cierto que yo no he vivido una vida de aventuras. Tuve un pequeño negocio de magia que suministraba materiales a otros magos; pero con mi magia, un conjuro funciona o no funciona. Si los componentes del hechizo son insuficientes, éste simplemente no puede funcionar.
Thordin negó con la cabeza en señal de desacuerdo.