– Él se quedará con mi cuerpo.
Harkon se deslizó alrededor del lecho. Calum sólo podía mover los ojos para intentar seguir al bardo.
– ¿No crees que es un cambio justo?
Calum en efecto así lo creía. El cuerpo de Harkon también era fuerte y sano.
– Si en verdad dispones de un… hechizo que pueda intercambiar vuestros cuerpos sin que Konrad salga perjudicado, ¿por qué no le preguntas a él? ¿Por qué no pedir su colaboración?
– ¿Realmente crees que aceptaría? ¿Nuestro airado y honorable Konrad?
– ¿Acaso alguien aceptaría?
Harkon tomó asiento al borde del lecho. Ese simple movimiento hizo que Calum diera un grito ahogado.
– Ay, amigo mío -dijo Harkon-, ¿acaso te hice daño al sentarme? -Se inclinó hacia adelante con semblante preocupado.
Calum no quería que aquel hombre lo tocara. Sabía que la mirada de preocupación desaparecería al instante, ahuyentada por cualquier nueva emoción que irrumpiera en la mente de Harkon. Era tan voluble como una brisa primaveral, e igualmente poco fiable.
La mano de Harkon volvió a descansar en su regazo. Sonrió a Calum.
– Encontré un cuerpo para ti. Un hombre de algo más de veinte años. Alto, fuerte, de buena salud, atractivo. Es un poco más bajo de lo que eras en tu juventud, más delgado, pero tal vez incluso un poco más atractivo.
Volver a la juventud, con toda la vida por delante, y la sabiduría de un anciano; abandonar su cuerpo atormentado por el dolor. Era una oferta tentadora, y Harkon lo sabía. ¿Por qué no?
Calum se humedeció los labios.
– ¿Y qué será de ese joven, si yo me quedo con su cuerpo?
– Por supuesto, tomará el tuyo.
– Morirá de una forma horrible.
– ¿Te estás muriendo? -Harkon se puso en pie y retrocedió hasta el pie del lecho.
– Sí.
– Pero, Calum, ¿acaso no tenías la intención de devolver el cuerpo al muchacho, al igual que yo pienso devolver a Konrad el suyo?
Calum observó el hermoso rostro. Los ojos oscuros se burlaban de él. Sabía que, una vez que hubiera probado la libertad de un cuerpo nuevo y sano, en ningún caso querría regresar a la mortaja que era el suyo propio. Quería vivir. Pero ¿a qué precio?
– Nadie aceptará semejante trato.
– Te garantizo que el joven sí.
– ¿Cómo podría querer regresar a este sufrimiento cuando vuelva a ser libre? -Calum cerró los ojos-. No sería lo suficientemente fuerte para tomar esa decisión.
– Entonces deberás tomar otra distinta, Songmaster -repuso Harkon.
Calum abrió los ojos para encontrarse con la alta figura que se alzaba sobre él.
– ¿Qué quieres decir?
Harkon le ofreció su consabida sonrisa.
– Quedarte con el cuerpo, volver a ser joven y sano. Escapar de este caparazón de muerte.
– ¿Y qué hay del joven?
– Morirá.
– ¿Lo eliminarás?
La sonrisa se hizo más amplia.
– Haría lo que fuera por volver a verte sano y en buen estado, amigo mío.
– Tampoco tienes previsto devolverle el cuerpo a Konrad, ¿me equivoco?
Harkon esbozó una suave sonrisa.
– Oh, Calum, ¿realmente quieres saberlo?
No, decidió Calum, en realidad no deseaba saberlo. Estaban hablando del mal. Tan atroz como cualquier otra de las formas del mal contra las que él mismo había luchado. No sabía por qué razón Harkon insistía en perpetrar aquella hechicería, pero él, Calum Songmaster, no robaría la juventud, la vida de otro ser humano. Era una monstruosidad.
Harkon se inclinó aún más sobre Calum, con ojos hipnotizantes y expresión solemne.
– Puede que ésta sea mi última visita, Calum. No es que no quiera volver a verte, amigo mío, pero es posible que la próxima vez tú simplemente ya no estés aquí. Si mueres antes de que cerremos el trato…
Se acercó aún más, para seguir susurrando sobre la piel de Calum. Por un momento, éste creyó que el hombre lo besaría suavemente, tal como se besa a un niño enfermo. Se resistía a que aquellos labios le rozasen la piel. Pero únicamente las palabras de Harkon recorrieron como un aliento ardiente su arrugada mejilla.
– Una vez muerto, no podré ayudarte.
Una oleada abrasadora de dolor de huesos molidos y del nudo que tenía en el estómago ascendió desde su vientre podrido. Cuando el dolor remitió, todavía con la respiración entrecortada, miró fijamente los ojos oscuros de Harkon.
– ¿Qué quieres que haga?
Harkon sonrió.
– No mucho, amigo mío, no mucho.
Calum esperó a que las palabras se fueran desprendiendo de los labios de Harkon, esperó hasta escuchar cómo traicionaría a sus amigos, cómo destruiría a uno de ellos por completo. Ambos sabían que Konrad no sobreviviría en el cuerpo de Harkon. Él también sería eliminado. Calum lo sabía y, sin embargo, se dispuso a escuchar.
Sus ojos se posaron en el escritorio y en el cráneo, que parecía expectante. Sintió que les debía una disculpa a los huesos de su amigo por obligarlo a presenciar su caída. Había luchado por su país durante toda su vida, pero en su hora final le había sido ofrecido algo demasiado valioso para poder permitirse rechazarlo. Quería vivir. Y estaba dispuesto a pagar el precio, aunque éste consistiera en la sangre de otra persona. Incluso aunque algún día tuviera que pagar con su alma. Ahora se le antojaba un precio módico, a cambio de una segunda oportunidad.
Capítulo 2
Elaine Clairn se encontraba arrodillada frente al enorme hogar de la cocina. Los niños estaban apiñados al lado del fuego, pero la razón no era el frío, sino que no querían perderse el más mínimo movimiento de las manos de Elaine.
Sus pequeñas y finas manos se movían frente al fuego, con las puntas de los dedos muy abiertas, tan cerca de las llamas que su calor reverberaba sobre la piel. Con la mirada fija en las llamas danzantes, puso en contacto las yemas de los dedos. Giró las muñecas hacia afuera, de forma semejante a los pétalos de una flor que se despliegan. De las puntas de los dedos brotaron imágenes. Un hombre diminuto pero perfectamente formado empezó a caminar hacia las llamas. Era como si el fuego fuera un espejo titilante en el que se reflejaba aquel hombre.
Llevaba un abrigo de pieles blancas, con la capucha echada hacia atrás, dejando al descubierto una media melena rubia, hasta la altura de los hombros. Sus cabellos eran del mismo color oro pálido que el sol de invierno. El hombre se abría paso a través de la nieve que le llegaba hasta las rodillas, rodeado de árboles que el invierno había desnudado. Elaine susurró:
– Blaine.
Un segundo hombre caminaba junto a él. Llevaba un sombrero de tres picos sujeto a la cabeza mediante una bufanda multicolor. La empuñadura de un mandoble sobresalía por el cuello de su abrigo.
– Thordin.
Los dos hombres pasaron por debajo de un árbol muy alto, que sobresalía entre los demás como un gigante en Liliput. Había sido fulminado por un rayo hacía ya dos años, pero sus ramas desnudas y sin vida seguían sirviendo como punto de referencia en varios kilómetros a la redonda.
Las ramas se movían temblorosas, balanceándose por encima de ellos. Una de ellas empezó a descender, con un lento crujido que nada tenía que ver con el viento. La rama esquelética con sus ramitas heladas como dagas alcanzó a Blaine.
– ¡Blaine! -gritó Elaine.
Alargó las manos hacia las llamas como si pudiera llevarlo consigo hacia un lugar seguro. Las llamas lamieron las mangas de su toga. Las manos llegaron hasta la parte de atrás del hogar. El fuego llameaba alrededor de los hombros y de la cara.
Unas manos la arrancaron del fuego.
– ¡Elaine!
Alguien envolvió la tela humeante con una manta y sofocó las llamas. La piel estaba intacta, protegida por su magia. Sus ropas no habían tenido tanta suerte.,
– ¿Me ves, Elaine? ¿Me oyes?
La muchacha miró hacia arriba parpadeando, hasta enfocar un rostro barbado. El aroma de un guiso hacía el aire denso y espeso, y se mezclaba con el del pan puesto a enfriar cerca de ellos. Elaine se vio envuelta por los familiares ruidos y olores de la cocina, y supo que se hallaba a salvo. Pero ése no era el caso de los otros.