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Silvanus dio un sorbo que de nuevo lo hizo toser, pero no con tanta fuerza. Siguió dando pequeños sorbos hasta que pudo beber sin más sacudidas. Después volvió a recostarse en los brazos de su amigo, agotado.

– Oh, padre, ¿qué sucede?

– No estoy seguro. Ya había resucitado a personas fallecidas anteriormente, pero ahora tengo una sensación extraña.

Averil se volvió hacia Konrad.

– Tú también eres sanador. ¿Qué le sucede?

Elaine conocía la respuesta. Konrad no. Pero respiró hondo antes de decidir qué debía decir.

– Creo que se trata de una reacción desencadenada al haber sanado a los demás.

– Sin embargo ya me había curado con anterioridad en varias ocasiones -intervino Fredric-. Pero nunca lo había visto así.

– En efecto -añadió Randwulf-, es un sacerdote. Se dedica a curar a los demás. Es como si yo disparase una flecha y ésta regresara a mí y me hiriera. Es ridículo.

– Tal vez Randwulf está más en lo cierto de lo que él cree -dijo Elaine en un susurro.

Todos se volvieron hacia ella. Incluso los extraños ojos de Silvanus parecían clavados en su rostro.

– Continúa, Elaine -dijo Konrad. Su expresión era neutra. No parecía molestarle el hecho de que se estuviera inmiscuyendo. Konrad siempre se mostraba dispuesto a escuchar la opinión de los demás si podía salvar vidas.

Elaine se mojó los labios y respiró nerviosa. De repente se sintió ridícula. ¿Y si se equivocaba? Observó los rostros expectantes a su alrededor. Silvanus tenía una expresión paciente, incluso dulce. ¿Y si estaba en lo cierto y no se decidía a hablar?

– Gersalius y Thordin afirmaban que la sanación mágica no podía funcionar en Kartakass, que ni siquiera tendría efecto la imposición de manos sobre una herida. Pero Silvanus consiguió resucitar a los muertos. ¿Y si todavía puede curar, pero al mismo tiempo se hace daño a sí mismo? -Expresada en voz alta, la mera conjetura, así, sin adornar, sonaba descabellada. Elaine notó una oleada de calor en su cara, mientras los demás seguían con la vista fija en ella.

– Eso es ridículo -dijo Averil. Su voz contenía el desprecio que Elaine había esperado.

– No, hija -dijo Silvanus, con la voz ronca por la tos-. Escúchala.

Escúchala, se repitió Elaine a sí misma; pero ya no tenía nada más que decir. Ésa era su teoría en su totalidad. Averil tenía el rostro congestionado con una expresión de desaprobación, pero esperó. Todos esperaron a que Elaine prosiguiera con su exposición, pero no hubo más.

Silvanus liberó su mano de las de Averil y se la tendió a Elaine, todavía temblando levemente. Ella la tomó entre las suyas. Tenía la piel fría o tal vez la sensación provenía de sus propias manos. Casi sintió la necesidad de disculparse por no haberse calentado antes las manos, pero algo en los ojos del elfo se lo impidió. Dentro de su cabeza sintió un balbuceo, un desesperado intento de decir algo interesante.

– No te esfuerces tanto-dijo el elfo.

¿Qué quería decir con eso?

– No estoy haciendo nada.

– Relaja la mente. Vacíala. Siente.

Esa frase bien podría haberla dicho Gersalius y sería igual de enigmática.

– No sé qué quieres decir.

Sus ojos dorados parecían más grandes de lo normal, enormes pozos de un reluciente metal en estado líquido. La luz mortecina que traspasaba la tela de la tienda cabrilleaba en ellos. Ese trémulo reflejo casi la hizo desmayarse. La mano del elfo entre las suyas la sostuvo; de lo contrario, se hubiera desplomado.

– Estás herido -dijo Elaine. Su voz parecía lejana, ausente, incluso en sus propios oídos. Pero, al pronunciar aquellas palabras, Elaine supo que estaba en lo cierto-. Siento un aura a tu alrededor y en tu interior, que se mezcla con mi piel… ¿Es…?

– Se trata de la fuerza vital, Elaine, estás percibiendo mi fuerza vital.

Elaine asintió. ¡Por supuesto que se trataba de eso! El elfo apretó con su mano las de Elaine hasta que ésta tuvo que ahogar un grito. Acto seguido, el elfo se desmoronó, y la mano quedó como muerta entre las suyas. La fuerza vital latía vacilante junto con su corazón, que ahora palpitaba de forma regular. Pero esa misma fuerza vital, ese algo invisible, era ahora más débil.

– A tu corazón no le pasa nada -afirmó Elaine.

– Por supuesto que sí, todos lo hemos notado -rebatió Averil inesperadamente.

Elaine dio un respingo y se volvió para mirar a la muchacha. Casi se asustó al ver aquellos ojos tan parecidos a los que acababa de ver, y al mismo tiempo tan distintos.

– Elaine -dijo Silvanus, quien al pronunciar su nombre atrajo de nuevo su atención. Ya no estaba inmersa en sus ojos, pero algo sucedía; algo que crecía entre ellos, y que contenía aquella fuerza progresiva que Elaine había percibido cuando Silvanus había resucitado a Randwulf.

– Si mi corazón no está herido, ¿qué me está pasando? -Hablaba con cautela, como guiándola por un laberinto desconocido.

– Tu fuerza vital está malherida. Algo se está alimentando de ella.

– ¿Qué es lo que se está alimentando de mí, Elaine? -Su voz era suave, y la mano apretaba con firmeza las suyas.

Elaine podía ver a los demás, y sabía que se encontraba arrodillada en la tienda. Seguía consciente. No era como la magia que Gersalius le había mostrado, y en la que se había perdido dentro de sí misma. Ahora percibía aquella fuerza, pero en su interior sólo había una chispa de ella. Miró fijamente a Silvanus.

– ¿Soy yo la que está absorbiendo tu poder?

– No, Elaine-respondió el elfo con voz suave.

– Entonces, ¿adonde va a parar…?

Al formular la pregunta, Elaine supo la respuesta. Sintió moverse la tierra bajo sus pies, como un gigante que despertase de un largo sueño

– A la tierra.

Dijo esto en un escueto susurro. No creía que nadie hubiera podido oírla, pero los ojos de Silvanus le confirmaron que él lo sabía. Aunque no lo hubiera dicho en voz alta, él lo sabía.

En aquel preciso instante, fue consciente de algo más. El país odiaba al sacerdote. La sensación era tan extraña, que no pudo evitar que se le escapara un débil gemido.

– Elaine, ¿estás bien? -preguntó Konrad, poniéndole una mano en el hombro.

– ¡No me toques!

La virulencia de su voz la sorprendió a ella misma. Rebosaba odio, como si fuera aceite hirviendo. Konrad no la amaba, ¿cómo se atrevía? Elaine negó con la cabeza con fuerza, como si intentase despertar de una pesadilla.

– Sigues siendo tú misma, Elaine. Has incrementado tu poder, pero nunca te perderás en él -dijo Silvanus.

Su voz ahuyentó el odio y le permitió pensar de nuevo con claridad. El país, Kartakass, despreciaba profundamente esa clase de poder. El sacerdote era en cierto modo más poderoso que todas las fuerzas del país combinadas.

– Konrad, no debes tocarme; ahora no.

La voz había recuperado su tonalidad casi normal, aunque todavía parecía impregnada de ira, lo que la hacía más áspera. Konrad la miraba con los ojos como platos.

– ¿Qué está sucediendo aquí? -preguntó Konrad, dirigiendo su atención directamente a Silvanus.

– Está haciendo una imposición de manos sobre mí, para curarme.

– No es posible, ella no tiene esa capacidad -negó Konrad:

– Yo creo que sí -dijo el elfo.

En su rostro podía leerse una absoluta serenidad, seguro de que Elaine era capaz de hacerlo. Su fe era también la de ella. La fuente de la que se alimentaba era el odio, la envidia, aunque ella no lo contuviera en sí misma. Ella seguía siendo Elaine Clairn, aquella que había vivido toda su vida en Kartakass. El país la había alimentado y vestido, y arropado en sus oscuros brazos, desde siempre.

Permitió que aquellos brazos oscuros la tocaran ahora, consciente por primera vez de que aquel suelo estaba vivo con algo más que la cosecha del año siguiente. Debería haberse sentido asustada, pero no era así. En realidad, el mero hecho de no tener miedo debería haberla asustado.