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Sintió su propio cuerpo, latiendo, palpitando, vivo. Era más consciente que nunca de los procesos vitales. Pero, sobre todo, sentía una fuerza que fluía derramándose por encima y a través de ella. Aquel líquido entraba y salía de Kartakass, una y otra vez, como un torrente de agua, aunque «agua» sólo era una palabra allí donde las palabras no bastan; era un truco para retener en la mente aquello que nunca debía haber existido. Agua, aunque en absoluto se tratara de eso.

– Mírame, Elaine, ¿cómo te sientes?

La muchacha miró a Silvanus, sintió su piel, los huesos de la mano en las suyas propias. Una ondulación en el agua que le recorría la piel. Una mancha de oscuridad que se le había enganchado en la piel mientras procedía a realizar sus sanaciones, allí, en Kartakass.

Elaine alargó la mano hacia aquella oscuridad, extrayendo el poder de la misma fuente que había intentado destruirlo. No tocó su corazón, sino la fuerza que se entretejía alrededor de éste. La mano se dirigió hacia el pecho porque aquél era el punto débil, el lugar asediado, aunque no fuera el corazón lo que intentaba sanar, sino la fuerza vital, aquella agua invisible que lo mantenía con vida. La oscuridad era como un desagüe por el que el agua podía filtrarse hasta que no quedara más que un pellejo vacío.

Pero, si se hubiera tratado solamente de un agujero, Elaine habría intentado rellenarlo; si hubiera sido una mancha, la habría limpiado; pero era algo que había que arrancar, un trozo de oscuridad adherido al elfo para absorber poco a poco su fuerza vital.

Elaine atrajo aquella mancha de oscuridad hacia su mano, hacia la fuerza invisible que rodeaba su propio cuerpo, y la envió de regreso hacia el suelo. Kartakass volvió a engullir la mácula con apenas un murmullo.

A continuación, Elaine posó por fin la mano sobre el pecho del elfo, y sintió el corazón por debajo de la tela y de la piel. Se le ocurrió que hubiera podido coger aquel corazón entre las manos y apretarlo con fuerza. En lugar de eso, derramó sobre él parte de aquella fuerza invisible que fluía a través de su mano. Parecía como si la misma fuerza supiera qué era lo que debía hacer. Y de ese modo reparó el daño causado por la oscuridad. El elfo estaba ahora curado sin que Elaine supiera realmente cómo había sucedido. No había sido su mano, ni sus conocimientos. Ella era simplemente una herramienta.

Silvanus respiró profundamente, todavía estremeciéndose. Elaine retiró la mano de su pecho. El elfo sonrió, y ella no pudo evitar devolverle la sonrisa. Se apartó de él, aunque permaneció a su lado, todavía de rodillas.

Volvía a ser ella misma. Ella sola, consciente de aquella fuerza invisible, aunque sólo fuera vagamente; y sentía el latido distante de Kartakass, casi como una música que estuviera justo fuera de su alcance auditivo. La sensación se fue desvaneciendo hasta que desapareció por completo y ella volvió a ser simplemente ella misma. Lo último que percibió fue una vaga sensación de placer. El país estaba satisfecho.

Capítulo 15

Aquella noche hacía un frío glacial. Sentado al lado del fuego del campamento, Jonathan se dedicaba a mirar las llamas anaranjadas hasta que le dolían los ojos; después volvía la vista hacia la oscuridad, cegado por la luz. Teresa hacía guardia en las afueras, acurrucada en su abrigo. Era Konrad quien estaba de guardia cuando Jonathan había tomado asiento. ¿Cuánto tiempo llevaba allí, al lado del fuego?

Quería llamar a su mujer para hablar, pero no lo hizo. Ésta se encontraba sentada en la fría oscuridad, en un lugar en el que sus ojos no se veían afectados por las llamas, y lo suficientemente lejos de las tiendas para poder apreciar cualquier cosa que se acercara a ellas.

Teresa estaba haciendo guardia, y no debía distraerla. Su presencia ante el fuego con toda seguridad ya le resultaba lo bastante inquietante. Estaría preocupada por su estado de ánimo. Cuando permanecía inmóvil durante tanto tiempo, pensativo, con frecuencia era mala señal. Solía caer entonces en un estado depresivo, pero en este caso no se trataba de eso, sino que estaba intentando entender lo que había presenciado ese día.

Jonathan siempre había creído que la magia era maléfica por naturaleza o, como mínimo, que su carácter era débil e indolente. La mayoría de los méritos de la magia podían conseguirse también mediante el trabajo honrado. Tal vez una misma tarea resultaría más dura, o llevaría más tiempo, pero era posible.

Pero aquello… resucitar a los muertos y devolverles la verdadera vida… Jonathan acercó las manos a las llamas hasta que sintió que le hervía la sangre. El fuego no parecía calentar lo suficiente. Tal vez la sensación de frío no radicaba en el cuerpo, sino en algo mucho más profundo.

Habían montado la tienda adicional para emergencias junto a la suave elevación de la colina que se encontraba a sus espaldas. El sacerdote elfo y su hija la ocupaban ahora, seguros tras las paredes de cuero. Y los dos hombres, antes muertos, se habían retirado a sus respectivas esteras. Aunque parecían cansados, su estado no había empeorado. ¿Cómo era posible?

Oyó un leve ruido tras él que lo hizo volverse bruscamente, con el corazón en la garganta. Era Elaine, arropada en su abrigo blanco, en el que aún se veían manchas de sangre aquí y allá.

Era la última persona a la que Jonathan deseaba ver.

Pero allí estaba, de pie, con una expresión insegura en el rostro, como si supiera que no era bienvenida. El dolor que reflejaban sus ojos azul turquesa lo hirió como un cuchillo. No quería lastimarla. Por ella había traicionado todo aquello en lo que creía. Le había salvado la vida, pero ¿no habría puesto en peligro tal vez algo más valioso? ¿De quién era la culpa? ¿Suya? ¿De nadie?

Le alargó una mano. Ella sonrió y avanzó hacia él, aceptando la mano que se le ofrecía. El la atrajo hacia el círculo de sus brazos y de su abrigo, igual que cuando era pequeña.

Con un suspiro, Elaine se acurrucó en su pecho. Exactamente igual que cuando tenía diez años, cuando Jonathan por primera vez tuvo a un niño en sus brazos y le dijo las mentiras que dicen todos los padres, que el mundo era justo y que sus brazos de adulto podían protegerla de todo mal. Notaba sus suaves cabellos en la cara, que olían a hierbas y a… ella. El aroma tibio de un niño, que ningún perfume podría ocultar.

– ¿Todo esto ha sucedido realmente? -preguntó Elaine en un susurro.

– ¿A qué te refieres?

– Al elfo. Resucitó a dos hombres de la muerte; lo he presenciado, pero todavía no puedo creerlo.

– Yo tampoco podría creerlo de no haberlo visto con mis propios ojos.

– Thordin y Gersalius dijeron que ningún sacerdote sería capaz de resucitar a los muertos en Kartakass. ¿Por qué?

– No lo sé.

– ¿Sabías que Gersalius es extranjero, como Thordin? -preguntó Elaine.

– No, no lo sabía. -Jonathan se preguntó qué otras cosas desconocía del mago.

– ¿Acaso el elfo podría sanar a Calum?

Jonathan permaneció inmóvil. Había estado tan ocupado con sus elucubraciones acerca de la magia y el estado de las almas, que se había olvidado por completo de la enfermedad de Calum. Tenía que ser ella, la corrupta maga, quien le recordara a Calum y su sufrimiento. Jonathan se sintió avergonzado tanto por su mala memoria como por su suspicacia.

– No lo sé. Thordin nos contó que podían curar heridas, lesiones, pero no dijo nada de enfermedades o de la vejez.

– Quizá Calum llevaría mejor el hecho de ser un anciano si no tuviera tanto dolor.

Elaine alzó la vista, con la cabeza todavía apoyada en su hombro. Era un gesto familiar; por un momento, la niña volvía a mirarlo. Después se enderezó, sin apartarse de él, para mirarlo directamente a la cara, con sus ojos sinceros e implacables.