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Harkon había dejado muy claro que castigaría a quienquiera que osara atacarlos, pero había seres en el país que no se dejaban disuadir por la amenaza de un posterior castigo. Harkon se mostraba a favor de ello y, una vez que estuviera en posesión de aquel cuerpo, el país podría masacrar a aquel grupo de hombres y mujeres a placer.

Pero, por el momento, Harkon Lukas permanecía allí de pie en medio del frío, con nieve hasta las rodillas, airado y vigilante. El bardo de Kartakass velaba el sueño de Jonathan Ambrose, exterminador de magos.

Harkon, a quien le encantaba la ironía siempre que ésta afectara a los demás, se rió entre dientes en medio de la oscuridad invernal. Tal vez tendría la oportunidad de contarle al exterminador de magos quién lo había protegido en sus viajes, y ver cómo su cara se deformaba en una mueca de incredulidad, para después asesinarlo. Un rugido grave se escapó de sus labios. Sí, sonaba divertido. Un pobre hombre lobo se merecía un poco de diversión en medio de aquella conspiración de gran alcance. Un cierto toque de frívola crueldad siempre lo había hecho sentirse mejor.

Capítulo 17

A la mañana siguiente, el cielo tenía una blancura que auguraba nieve. Bajo aquel cielo apareció el caballo de Elaine, que regresaba al campamento sin la más mínima intención de disculparse por haber estado a punto de romperle la espalda a la muchacha. Por el modo en que le brillaban los ojos, parecía querer decir que no le importaría volver a intentarlo. Elaine había albergado la secreta esperanza de que lo hubieran devorado los lobos.

Thordin vertió estofado en una especie de gruesos bollos de pan que había preparado para contener el guiso. Era una invención suya, inspirada en su tierra natal, que había dado en llamar «bocadillos canguro». Una Elaine más joven hubiera preguntado qué era un canguro, y la descripción dada por Thordin hubiera sido tan divertida que ella no hubiera podido creerle. Sí, claro, un animal que carga con su pequeño en una bolsa. Era una historia típica para engañar a los viajeros que nunca podrían comprobar su veracidad. Pero ella, al igual que todos los demás, también los llamaba «bocadillos canguro».

Elaine estaba sentada sobre un tronco, cerca del fuego, al lado de Blaine, quien daba cuenta de su segundo bocadillo. Silvanus y Averil, sentados enfrente, los observaban atentamente durante la colación matinal.

– ¿Cómo te encuentras hoy? -preguntó Elaine.

– Bastante recuperado -contestó Silvanus haciendo una pequeña reverencia.

Konrad había convencido a los forasteros de que no comentaran con Jonathan las recién descubiertas habilidades de Elaine, por miedo a que ese nuevo don mágico hiciera que el exterminador de magos la instara a recoger sus cosas. Elaine no le había contado a nadie su conversación con Jonathan de la noche anterior. No creía que Jonathan pudiera empeorar su concepto de ella, ni ella la de él.

Fredric y Randwulf se encontraban inclinados sobre el fuego, fuertemente arropados contra el frío. Konrad había vendado las heridas que todavía sangraban, pues el día anterior el estado de Silvanus era aún demasiado precario para poder curarlos. Elaine se había ofrecido voluntaria, pero el elfo lo consideraba prematuro. Él había tenido que ayudarla a sanarlo, y ninguno de los dos guerreros era capaz de hacer algo semejante.

Fredric dio un pequeño mordisco a un «bocadillo canguro». Lo masticó, dándole vueltas en la boca, saboreándolo. En seguida esbozó una amplia sonrisa.

– ¡Es excelente!

En tres bocados terminó con el resto. Randwulf lo igualó, mordisco a mordisco. Era obvio que su apetito no se había visto afectado por el hecho de estar heridos.

El elfo y su hija comían más despacio, pero también parecían disfrutar de la comida. Cualquiera de los que habían probado la cena de Blaine, consistente en salchichas rellenas de una masa gris y bañadas por una salsa indefinida de hierbas, y como postre galletas con frutos secos, se sentía tremendamente agradecido por aquel ágape mucho más sencillo pero comestible. Thordin no tenía pretensiones de gourmet, pero podía cocinar cualquier cosa y convertirla en algo sabroso. En viajes realmente prolongados era mejor no preguntar cuáles eran los ingredientes del estofado. Era el caso de algunas carnes que, a pesar de tener un sabor agradable, eran capaces de revolver el estómago del comensal que conociera su origen.

Elaine volvió a mirar a Silvanus. Había algo diferente en él. Durante la noche había sufrido un cambio que sus ojos podían percibir, pero que su mente no podía dilucidar. ¿De qué se trataba? Su aspecto había cambiado. Aunque no es que se hubiera convertido en una experta en la apariencia de los elfos, ni siquiera de ese elfo en concreto.

A Silvanus no le resultó difícil comer los bocadillos con una sola mano. Tal vez Thordin los había preparado teniendo en mente que los heridos no tuvieran problemas a la hora de comerlos. Era un hombre atento y cortés, aunque muy discreto.

– ¿A cuál de los dos estás mirando? -preguntó Blaine en voz baja, con la cara rozándole el pelo.

Ella sintió una oleada de calor inundándole el rostro, y comprendió que se estaba ruborizando. Era como reconocer su culpabilidad, a pesar de ser completamente inocente.

– Es de mala educación mirar a la gente -respondió ella, ahora con la vista fija en el suelo.

Al margen de lo que hubiera sucedido entre los dos, Silvanus era un perfecto desconocido, y Blaine la había sorprendido mirándolo fijamente. Sería terrible que él también se diera cuenta de que lo estaba observando.

– Entonces, ¿qué es lo que estabas mirando? -inquirió Blaine, con la sonrisa típica de los momentos en los que estaba determinado a burlarse de ella.

– Hay algo distinto en él esta mañana, pero no consigo descubrir qué es.

Blaine echó una mirada por encima del fuego. Averil lo sorprendió mirando y le sonrió. Blaine le devolvió la sonrisa, en absoluto disgustado por haber sido sorprendido mirando a una muchacha hermosa.

– Hacéis buena pareja, vosotros dos, susurrando delante del fuego.

Aquella voz hizo girarse a Elaine. El mago se encontraba justo detrás de ellos. Se les había acercado sigiloso como un gato, sus pasos amortiguados por la nieve.

– No pretendía asustaros -se disculpó.

Elaine quería decir que no lo había hecho, pero aún sentía el corazón en la garganta, y no se atrevió a hablar.

– Nunca antes había visto a un hombre moverse de ese modo, tan furtivamente; sigiloso como un espía -dijo Blaine.

El mago se encogió de hombros.

– Si vives lo suficiente, aprenderás unos cuantos trucos útiles.

– Eso no fue un truco -dijo Elaine con voz suave.

– Tampoco fue magia -replicó el mago.

Elaine frunció el ceño de pronto. No le creía.

– Todos tenemos cualidades innatas, Elaine. En mi juventud me llamaban Gersalius Zarpas de Gato. Entonces se me ocurrió que podía convertirme en ladrón, pero mi madre me dijo que me cortaría las orejas si alguna vez deshonraba a la familia. -Al decir esto soltó una carcajada-. Siempre me amenazaba con cosas semejantes. Pero no recuerdo que utilizara la vara con nosotros en ninguna ocasión.

El mago se sentó a su lado. Thordin le ofreció algo de comida.

– Espero que para tus viejos huesos este deambular no sea tan extenuante como para los míos -dijo el guerrero.

El mago hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– No se trata tan sólo de la edad, Thordin. Durante años me refugié en mi casa, apartado del mundo. No he participado en un viaje tan largo desde hace más de una década.

– No te oigo quejarte demasiado -comentó Thordin.