– Debo acabar de curar las heridas de Fredric y Randwulf -interrumpió Silvanus.
Abstraídos en su conversación, Jonathan y Elaine lo miraron como si fuera una aparición. La voz del elfo era una intromisión, aunque ella no sabía decir si era bienvenida o no.
– Mi intención era curarlos aquí, al aire libre, pero si eso va hacer que te sientas indispuesto, podemos retirarnos a una tienda.
Jonathan sacudió la cabeza con brusquedad.
– Adelante, puedes curarlos. He sido injusto al protestar hace tan sólo un instante. No estoy acostumbrado a esta clase de magia tan extraña. Me resulta… incómodo.
Silvanus lo miró con expresión amable.
– Gracias, Jonathan. Entonces los curaré aquí, al lado del fuego, puesto que hace bastante menos frío que en las tiendas.
Jonathan asintió con un movimiento seco. Tomó un bocadillo de los de Thordin y se sentó al otro lado del fuego, dándoles la espalda para no verlo. Pero Elaine sí podía verle el rostro. Su semblante bastaba para saber hasta qué punto le había costado permitir que Silvanus los curase al lado de la hoguera. Estaba haciendo un esfuerzo. ¿Acaso se arrepentía también de lo sucedido la noche anterior?
El alzó la vista y la sorprendió observándolo. Ambos se sostuvieron la mirada. Elaine esbozó una sonrisa, y Jonathan se la devolvió. La muchacha sintió los primeros indicios de la «magia» como un hormigueo en la piel. Se apartó de la sonrisa de Jonathan para volverse hacia el sacerdote y la sanación. Quería ver cómo se cerraban las heridas en una sanación instantánea. Era lo que decían las leyendas. Historias esperanzadoras narradas al lado del fuego en invierno cuando los lobos aullaban a la puerta.
Elaine se puso en pie y dio unos cuantos pasos hacia el sacerdote. No se volvió para mirar a Jonathan. Temía que de nuevo estuviera enojado. No quería echar a perder la buena voluntad que habían recuperado por ambas partes, pero tampoco deseaba perderse el milagro.
Silvanus tomó el brazo vendado de Fredric con la mano sana. No echó la cabeza hacia atrás, como cuando los había resucitado. Se trataba de una tarea más simple. Se limitó a rozar la herida y utilizar el poder.
Elaine sintió el poder latiendo en su cuerpo, pero algo no iba bien. No sabía de qué se trataba, pero lo notaba distinto. Incompleto.
Silvanus encorvó los hombros, y su tensión se hizo evidente. El esfuerzo provocó visibles sacudidas en sus clavículas. La mano temblaba. Alzó la palma de la zona vendada.
– Retira la venda -pidió a Fredric.
– ¿Qué pasa, Silvanus? -preguntó éste.
– Retira la venda, por favor.
Fredric se limitó a hacer lo que le había pedido, sin rechistar. Al quitar las vendas manchadas de sangre, la herida seguía allí, sin sanar.
Fredric lo miró boquiabierto.
– ¿Qué ha pasado, Silvanus?
El elfo negó con la cabeza.
– Randwulf, descubre una de tus muñecas heridas, por favor.
El joven ya no gastaba bromas, y se limitó a quitarse la venda de la muñeca derecha. La herida había dejado de sangrar, pero seguía siendo una mordedura abierta, de aspecto desagradable y todavía dolorosa. Sin decir una palabra, Randwulf tendió el brazo al sacerdote.
Silvanus tocó la herida con las yemas de los dedos, con suma delicadeza. Recorrió el desgarro como si lo estuviera examinando. Randwulf hizo una mueca de dolor, pero no se quejó.
El elfo rodeó la herida con la mano e inclinó la cabeza, en un esfuerzo por concentrarse. De nuevo hizo aparición la magia, cada vez más intensa, aleteando en el aire como un pájaro enjaulado, un pájaro que no supiera hacia dónde debía volar. Algo no iba bien. Elaine no hubiera podido decir de qué se trataba exactamente, pero sabía que el proceso no seguía su curso normal. Las miradas que intercambiaron ambos guerreros bastaban para darse cuenta de ello, aun sin tener la capacidad para sentir la magia de la sanación. Estaban conmocionados, aterrorizados.
Averil se arrodilló al lado de su padre, que seguía estremeciéndose, esforzándose por curarlos, y le posó las manos en los hombros.
– Padre, padre, por favor.
Pero él se deshizo de sus manos y se desplomó en el suelo. El abrigo barrió el fuego. Elaine se arrodilló y rescató la prenda, que todavía no había empezado a arder.
El elfo se volvió hacia Elaine.
– No puedo hacerlo. No puedo curarlos.
Tenía el rostro contraído por la angustia.
– Claro que puedes -lo animó Elaine.
Era mentira, y ella lo sabía incluso al decirlo, pero lo dijo de todos modos.
– Mago -dijo Silvanus, buscando a Gersalius con los ojos.
Gersalius se acercó hasta plantarse delante del elfo.
– En efecto, amigo mío. -Su voz traslucía una profunda compasión.
– Dijiste que no sería capaz de curar en Kartakass. ¿Por qué?
– Desconozco la razón, Silvanus. Sólo sé que es así.
Silvanus se volvió hacia Thordin, que seguía arrodillado al lado del fuego, removiendo su guiso mientras observaba al sacerdote.
– Tú viniste acompañado por una sacerdotisa. ¿Llegó ella a saber por qué no podía seguir curando?
– Kilsedra me dijo que ya no podía llegar a su dios, que de algún modo había quedado separada de su deidad -dijo Thordin con voz pastosa; le costó mucho decir esas palabras.
Silvanus negó con un movimiento de cabeza.
– Eso es imposible. Bertog no puede quedar separado de sus sacerdotes. No, no puede ser eso.
Thordin se encogió de hombros.
– Sólo puedo decirte lo que oí en boca de Kilsedra. Yo no soy sanador.
Silvanus se volvió hacia Elaine. Sus brillantes ojos buscaron su rostro.
– Elaine… -empezó a decir.
Evitó mirar hacia el lugar en el que se encontraba sentado Jonathan. No debía hacerlo. Konrad le había explicado en parte la difícil situación por la que atravesaba Elaine, y el sacerdote había prometido no revelar que ella también poseía aquella magia.
Elaine volvió la vista atrás y vio a Jonathan observando. La novedad le había hecho olvidar sus remilgos. Estaba atento e intrigado. Si no hubiera estado tan aterrorizado, se habría mostrado casi tan curioso como ella, como era natural en él el hecho de interesarse por todo. Pero su miedo se interponía como una pared infranqueable.
Si Jonathan hubiera sabido lo que Elaine había hecho, seguramente la consideraría aún menos humana. Se volvió hacia Silvanus, que ahora la miraba con calma. Sabía que él no le reprocharía nada si se negaba. Si la hubiera amenazado o intentado convencer de otro modo, Elaine habría podido negarse, pero a aquellos ojos tranquilos y pacientes… no podía decirles «no». Pero lo principal era que no quería negarse esa posibilidad. Quería saber si podía hacerlo, si podía conseguir que una herida se cerrase con un simple roce.
– Enséñame cómo -dijo haciendo un gesto de asentimiento con la cabeza.
Silvanus le ofreció una sonrisa cuyo calor la reconfortó como si se tratase del mismo sol.
– Toca la herida de Fredric.
– ¿Qué dices? -interrumpió Thordin-. Elaine no es una sanadora.
– Sí que lo es -rebatió Silvanus-. Colaboró en mi sanación ayer.
– Elaine -intervino Gersalius-, eso es fantástico.
Thordin lanzó una exclamación de sorpresa.
Todos volvieron su atención hacia el sacerdote, decididos a hacer caso omiso del exterminador de magos en la medida de lo posible; si es que alguien era capaz de hacer caso omiso de una tormenta inminente, a punto de estallar en cualquier momento.
– Toca la herida, Elaine, explórala. Memoriza su tacto en la yema de los dedos -la animó Silvanus.
Elaine vaciló, con las manos rozando casi la carne desnuda de Fredric. Estaba ansiosa por tocar la herida y explorarla, pero…