– Si pudieras curarlo antes de que haga aún más el ridículo -comentó Silvanus-, te estaríamos muy agradecidos.
Elaine miró a Randwulf, haciendo caso omiso de la sonrisa que todavía se dibujaba en su cara. Estaba concentrada en la herida, visualizándola en su mente.
– Creo que debería tumbarse para poder curarlo.
– No lo digas -le advirtió Averil a Randwulf.
Éste agachó la cabeza, queriendo fingir que se sentía violento, pero no lo consiguió.
– No he dicho nada.
– Sigue así -le recomendó Fredric.
Elaine pensó que debía de haber perdido el hilo de la conversación, pero no le importaba. Quería ver la herida de nuevo. Procedió a quitarse el abrigo.
– ¿Qué haces? -preguntó Jonathan.
– Necesita algo sobre lo que tumbarse.
– Creo que podemos ir a buscar una manta -dijo Jonathan-. No queremos que te resfríes.
Elaine volvió a ceñirse el abrigo.
– ¡Caray! He perdido la oportunidad de tumbarme sobre una tela caliente y además impregnada de su olor-se lamentó Randwulf.
Elaine lo miró. La noche anterior sus palabras la hubieran importunado, pero ya no. Estaba tan ansiosa por tocarlo como él a ella, aunque por motivos muy distintos.
Blaine llevó una manta y la dispuso ante el fuego. Randwulf se arrodilló sobre ella.
– ¿Podrías desabrocharte el cuello para que pueda poner las manos sobre la herida? -preguntó Elaine.
Él abrió la boca para decir alguna broma ingeniosa, pero Elaine alzó una mano y dijo:
– Me estás haciendo perder el tiempo. ¿Quieres que te cure, sí o no?
Randwulf adoptó la expresión más sobria que pudo y respondió:
– Sí, por favor.
– Entonces desabróchate el cuello y túmbate ante el fuego.
El joven hizo lo que se le indicaba. Elaine se arrodilló a su lado y retiró las pieles hasta la altura de sus hombros, para dejar la herida al descubierto. Cada una de las marcas de los colmillos era un pequeño charco de sangre congelada, con la particularidad de que la sangre se agitaba, pero permanecía en cada uno de los huecos sostenida por algo más misterioso que el hielo.
– ¿Tu sanación hizo esto? -preguntó.
Silvanus atisbo por encima del hombro.
– Sí. No tuve la suficiente fuerza para curarla del todo, pero sí para restaurar la espina dorsal y las heridas más profundas.
Los dedos de Elaine rozaron la herida.
– ¿Habrá diferencia respecto a la sanación de heridas menos graves?
– Puede que no haya ninguna. Parece que tienes una habilidad innata para estas cosas. Explora la herida y compruébalo por ti misma.
Las manos se posaron sobre la piel, casi como por voluntad propia. Las puntas de los dedos recorrieron los bordes de las profundas marcas. Esperaba encontrar algo que sostuviera la sangre en su sitio, pero los dedos sólo sintieron algo húmedo. Para su asombro, la sangre estaba caliente, a temperatura corporal.
La sangre manó alrededor de los dedos, formando finos hilillos que se abrieron camino por la piel. Hundió los dedos en las heridas abiertas. Randwulf jadeó y levantó la cabeza. Elaine lo obligó a bajarla de nuevo con una mano. La sangre le manchaba los rizos.
Los dedos invisibles se deslizaron por debajo de la piel. La espina dorsal no estaba completamente curada. Pudo seguir cada articulación entre las vértebras, pero las correspondientes a las cervicales presentaban un grosor fuera de lo normal, debido a los tejidos óseos creados por la cicatriz. Dos de las vértebras habían quedado unidas. No era de extrañar que le doliera el cuello. Si permitía que los huesos se soldaran, Randwulf perdería parte de la movilidad del cuello. Elaine desconocía la razón por la que estaba tan segura, pero de pronto no sólo podía ver la herida, sino que sabía lo que significaba y las secuelas que dejaría de no curarse correctamente.
Era como si en el interior de su mente se hubiera abierto una ventana hasta entonces cerrada, y a través de ella pudiera ver cosas que antes le estaban vedadas.
Tocó el hueso y lo frotó entre sus dedos. No era como la sanación de las otras heridas. El hueso ya no estaba roto, pero tampoco se había soldado como debería, así que empezó a buscar los defectos. La sangre fluía en una cortina por las manos de Elaine, bajándole por el cuello. Dio un masaje sobre las protuberancias de las vértebras una y otra vez, hasta igualarlas. Las uñas invisibles de sus dedos seccionaron la soldadura para abrirla de nuevo. Las manos movieron el cuello hacia adelante y hacia atrás con facilidad.
– ¿Te duele?
– No -respondió Randwulf en un tono no carente de sorpresa.
La sangre que fluía por sus manos estaba muy caliente, y se extendía por la nieve como si fuera un refresco de frutas. Las salpicaduras de color carmesí fascinaron a Elaine. Había tanta sangre que ésta empezó a abrirse camino a través de la nieve como un torrente de aguas termales.
– Cierra las heridas, Elaine. -La voz de Silvanus seguía siendo tranquila, pero traslucía cierto apremio.
Elaine se volvió despacio hacia él, pues le costaba apartar la vista de la sangre; quería observarla, sentir cómo manaba sobre sus manos para siempre.
Silvanus le puso la mano en el hombro.
– Elaine, cierra las heridas.
Ella volvió a dirigir su atención hacia el cuello sangriento. Las heridas ya no eran visibles porque la sangre las cubría por completo, pero Elaine podía sentir las marcas de los colmillos en las manos. Randwulf yacía inmóvil bajo ellas. Profundizó con el tacto en el cuerpo del joven. Y vio que la vida se le escapaba. Estaba muriéndose. ¿Por qué?
Observó la sangre que se extendía por la nieve.
– Lo estoy matando -dijo en un susurro.
– Sí -confirmó Silvanus.
Capítulo 18
Debes cerrar las heridas ahora mismo, Elaine -repitió Silvanus. Elaine cerró los dedos como en un puño. La piel se alisó tras el movimiento. Pasó los pulgares sobre la carne para allanar las últimas imperfecciones.
– Déjame ver qué has hecho, Elaine. -La voz de Silvanus era suave y cariñosa, como si hablase a un niño asustado.
– Randwulf está bien -dijo ella.
Thordin rodeó las muñecas de Elaine para retirarle las manos del cuello del joven. La sangre corrió también por sus brazos, mientras se arrodillaba sin soltarle las manos.
– Puedes dejarme, Thordin.
Éste miró a Silvanus. El elfo había limpiado la sangre y estaba examinando el cuello de Randwulf.
– Ha quedado perfecto. -Alzó la vista de repente como si se acabara de dar cuenta de que Thordin estaba esperando-. Déjala, es su primera sanación importante. Se dejó llevar. Es normal.
Thordin la liberó y se enjugó las manos en la nieve hasta que volvieron a estar limpias.
Elaine seguía arrodillada. Alzó las manos todavía sangrientas ante ella. La sangre le goteaba por las muñecas para adentrarse en sus mangas, y se enfriaba rápidamente en contacto con el aire glacial. Se restregó las puntas de los dedos. La sensación de la sangre congelada aplastada entre sus dedos era… interesante. Se frotó las manos, lentamente, analizando la sensación.
– ¡Déjalo, Elaine!
Ella alzó la vista, sobresaltada. Jonathan estaba de pie ante ella, con la cara congestionada por la ira.
– Estás corrompida.
– Jonathan, con frecuencia resulta difícil controlar esta clase de poderes al principio -dijo el elfo-. Lo hará mejor con la práctica.
– ¿Práctica? Casi mata al muchacho.
Silvanus asintió.
– Pero no lo hizo.
– Le vi la cara. Todos la vimos. Estaba disfrutando. Mírala, restregándose la sangre por las manos. -El disgusto era tan evidente en su voz como en su rostro.
Elaine dejó caer las manos manchadas de sangre sobre el regazo. Se le hizo un nudo de lágrimas en la garganta. Después de tantos años, le resultaba muy duro. Tan sólo hacía unos días, la opinión de Jonathan era más importante para ella que la de cualquier otra persona, más aún que la de Blaine. Su hermano podía hacer tonterías a veces, al dejarse llevar por el corazón más que por la razón. Había necesitado de Jonathan para pensar con claridad, para contemplar todos los aspectos de un asunto concreto. Ahora se daba cuenta de que el gran exterminador de magos no quería ver ciertas caras de la realidad. Y una de ellas, desgraciadamente, era la que la afectaba a ella directamente.