– No ha hecho nada malo, maese Ambrose -dijo el mago.
Éste también seguía arrodillado en el suelo al lado del elfo. La sonrisa de su cara se había esfumado. Sus ojos azules parecían ahora distantes y severos, como un cielo invernal.
– Yo no he dicho eso.
– Tu cara es más explícita que tus palabras.
Jonathan se alejó con movimientos bruscos provocados por la ira. Teresa, que había llegado durante la sanación sin que Elaine la hubiera visto acercarse, le posó una mano en el hombro, pero él se la quitó de encima.
– No puedo cambiar quien soy. No puedo.
– Jonathan, por favor…
Elaine se puso en pie, liberándose de los abrazos de consuelo del mago y de su hermano.
– ¿Por qué protestas, Teresa? Tú también me tienes miedo. Lo vi en tus ojos.
– Elaine, te queremos -replicó ella.
– Aun así me tienes miedo.
Las lágrimas amenazaban con cerrarle la garganta. ¡Al diablo con todo! Ya era adulta. No necesitaba su aprobación. La deseaba, pero no la necesitaba.
– Sé que tú nunca nos harías daño -añadió Teresa.
– ¿Lo sabes? ¿Estás segura de ello?
Escrutó el rostro de la mujer, intentando evaluar la veracidad de sus palabras. Elaine no podía leerle la mente en aquel momento, y tampoco quiso intentarlo. No por miedo a lo que pudiera encontrarse, sino por educación. Escuchar a escondidas era una grosería, así que dedujo que leer los pensamientos de alguien sin permiso debía de ser dos veces peor.
– La muchacha no es mala -dijo el elfo. Teresa bajó la vista hacia el elfo.
– No creemos que sea mala.
– Eso es mentira -afirmó Elaine.
Lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas. La mente de Teresa se le acababa de abrir como una ventana. Ella creía que los poderes florecientes de Elaine habían dañado a aquel hombre. Teresa sabía que no era su intención, pero que tenía muy poco control. Por la mente de Teresa desfilaron imágenes de aquella noche en la cabaña en la que yacía el cadáver del hombre asesinado.
Elaine miró a Jonathan. Hojeó su mente como las páginas de un libro. Desconfianza, odio, miedo, prejuicios. Quería a Elaine, pero su aversión hacia todo aquello que tuviera que ver con la magia estaba demasiado arraigada en él. ¿Cómo podía cambiar la mentalidad con la que había vivido siempre? Una manera de pensar, por cierto, que lo había mantenido sano y salvo.
– No hice daño a Randwulf, desde luego no a propósito. Nunca he hecho daño a nadie, y nunca lo haría. Ni siquiera sé cómo utilizar la magia con ese fin.
Con cada palabra que pronunciaba crecía su desesperanza. Ya no le creían. Ya no confiaban en ella. Creían que había intentado asesinar a Randwulf, deliberadamente. Ese había sido el primer pensamiento de ambos.
– Cuando volvamos… -estuvo a punto de decir «a casa»- de Cortton, me iré.
– No -dijo Teresa, avanzando hacia Elaine.
Ésta alzó las manos como si quisiera desviar un golpe.
– Puedo leer tus pensamientos. Sé lo que piensas de mí.
Teresa la abrazó con impetuosidad.
– No puedo controlar mis pensamientos, Elaine, pero no te vayas; así no. Jonathan y yo aprenderemos… Todo saldrá bien.
Elaine se deshizo de su abrazo.
– ¿Qué es lo que Jonathan y tú aprenderíais? ¿A tolerarme? ¿A no odiar aquello en lo que me estoy convirtiendo? ¿A no tenerme miedo? -Dicho esto, negó con la cabeza y retrocedió aún más, fuera de su alcance. Se volvió hacia el mago-. Si a ti te parece bien, iremos a tu casa. Podría vivir allí mientras me enseñas. Por supuesto, sólo si estás de acuerdo.
En ese momento se dio cuenta de que debería haber preguntado al mago en privado. ¿Y si no le parecía buena idea? ¿Y si él tampoco la quería? Volvió a negar con la cabeza, haciendo esfuerzos por no volver a llorar.
Gersalius se puso en pie y le cogió una mano entre las suyas.
– Eres más que bienvenida en mi casa, Elaine Clairn. Siempre lo serás.
Blaine posó una mano en el hombro de su hermana.
– ¿Podrías aceptarme a mí también, Gersalius?
El mago alzó una ceja.
– Tienes un don natural para los animales y las plantas, pero no eres mago.
– No pretendo aprender magia, sino haceros compañía.
– También serás bienvenido en mi casa. -Lanzó una mirada a Jonathan y a Teresa-. Recordad esto, no fue la magia lo que les ha hecho tomar esta decisión, sino los prejuicios.
Teresa dio media vuelta y se dirigió a grandes zancadas hacia las tiendas. Jonathan se quedó allí, de pie. Parecía no saber qué decir, ni qué hacer. Elaine nunca le había visto tan confundido.
– Tú tienes compromisos, Blaine -dijo Jonathan finalmente.
Elaine sabía a qué se refería. La hermandad. Ella había solicitado participar, pero Jonathan la había convencido de que era mejor desistir. No tenía conocimientos de armas, ni táctica de defensa alguna. Sus visiones, aunque de gran utilidad, la hacían caer enferma, por lo que debía guardar cama durante horas o incluso días. Pero eso ahora había cambiado.
– Si Thordin necesita otro compañero, puede pedírselo a Konrad -repuso Blaine.
– Konrad sería perfecto, pero no necesito otro compañero -afirmó Thordin, poniéndose en pie en medio de los tres, como si quisiera impedir lo que estaba a punto de suceder.
– Lo siento, Thordin -dijo Blaine.
– Entonces ¿quién será tu nuevo compañero? -preguntó Jonathan.
– Yo -declaró Elaine.
Jonathan se volvió hacia ella con el ceño fruncido.
– Ya hemos discutido esto antes, Elaine. No estás preparada…
– Ayer tuve una visión. Y no tuve que postrarme en la cama. Gersalius me está enseñando a controlar mis poderes.
– Todavía no tienes ningún método de defensa. ¿Y si Blaine no está contigo? ¿Quién te protegerá?
Gersalius se rió entre dientes.
– ¿Qué pasa, mago?
– Elaine es poderosa, exterminador de magos. Podrá cuidar de sí misma perfectamente una vez que haya completado su instrucción.
– Como ves, Jonathan, todas tus objeciones son infundadas -dijo Elaine con gran satisfacción. Ya no se sentía desvalida.
– Éste no es el momento ni el lugar para hablar sobre esto -replicó Jonathan.
Tenía razón. Estaban hablando casi abiertamente sobre una supuesta organización secreta. Pero Elaine deseaba poner punto final a aquella conversación. Quería que Jonathan sintiera su cólera. Que la oyera, incluso.
El pensamiento bastaba. «Seré el nuevo compañero de Blaine.»
Jonathan palideció y dejó escapar una exclamación ahogada. Thordin lo asió por el brazo para tranquilizarlo.
– ¿Qué te pasa, Jonathan?
Éste negó con la cabeza, sin atreverse a hablar.
«Estás oyendo mis palabras, Jonathan, se trata simplemente de eso. No te haré daño. Piensa cualquier cosa, y yo podré oírla. Acabemos esto entre nosotros, aquí y ahora.»
La piel de Jonathan se le había tornado gris, y Elaine percibió el miedo que le provocaba su presencia dentro de la mente. Pero ya no le importaba.
– Responde, Jonathan -dijo en voz alta.
– ¿Eres tú la responsable de esto? -preguntó Thordin.
– Puede leer mis pensamientos, al igual que yo los suyos, eso es todo. No le causará ningún daño. Es su propio miedo el que lo está perjudicando.
– Elaine, no sigas -dijo Blaine.
– Tengo que hacerlo.
Jonathan tragó saliva con dificultad, luchando contra las náuseas. Por fin pensó en una respuesta sumamente cauta.