– Averil con frecuencia es obstinada. Nos peleamos, pero siempre lo arreglamos. Son nuestros hijos, por mucho que nos enfademos con ellos.
– Ésta no es una discusión motivada por la elección de un pretendiente inadecuado -respondió Jonathan-. Invadió mi mente sin permiso. Me demostró que podía abusar de su poder.
– Pero Elaine sólo tiene… ¿dieciocho años en vuestra medición del tiempo? Es joven. En cambio tú cuentas con la paciencia y la sabiduría que otorgan los años. Te corresponde a ti solucionar este conflicto, no a ella.
– ¿Es así como actúas con Averil?
– Sí -dijo con voz cansada, como si fuera más fácil dar aquel buen consejo que ponerlo en práctica.
Jonathan volvió la vista atrás y sorprendió a Elaine observándolo. Le sostuvo la mirada un momento y después apartó la vista. ¿Acaso sus ojos lo buscaban como los de él a ella? ¿Ansiaba también resolver aquella disputa? En ese caso, ¿por qué había hecho aquello? Él podría haber pasado por alto muchas cosas, pero no aquella invasión abierta. Y ella debía saberlo. Era como si lo hubiera hecho deliberadamente.
– No puedo arreglarlo -dijo Jonathan por último.
– No quieres arreglarlo -puntualizó el elfo.
Jonathan asintió.
– No quiero. -Dicho esto, espoleó el caballo hacia adelante, por el camino que empezaba a descender sinuosamente.
– El orgullo es un mal consejero, amigo mío.
– No tiene nada que ver con el orgullo.
La voz del elfo sonó muy cerca de su oído, como si se tratara de su propia conciencia.
– Entonces, si no es orgullo, ¿de qué se trata?
Lo que Jonathan sentía era miedo, pero no sabía cómo explicárselo al elfo. La mujer de Silvanus, ya fallecida, había sido una bruja, una maga humana. Dedujo que si el elfo había podido amar a una maga, si había podido compartir el lecho con ella y tener un hijo, no sería capaz de comprender su miedo.
– Jonathan, te lo ruego, has sido muy amable con nosotros. Estoy dispuesto a escucharte con la mente abierta. Puedes utilizar mis oídos para exponer tus ideas, hasta que encuentres la manera de acercarte a Elaine.
Su propuesta sonaba muy razonable. Pero él no se sentía en absoluto así. ¿Cómo podía explicar su miedo a alguien que no lo compartía en absoluto?
El sol murió con un resplandor de sangre dorada entre las nubes púrpura. La luz se escabullía mientras descendían por la colina. Konrad iba en cabeza, y cada vez resultaba más difícil distinguir su silueta, que se confundía con la oscuridad en aumento. Konrad era el único, aparte del paladín, que no llevaba a nadie a la grupa. El paladín era simplemente demasiado corpulento. Konrad ni siquiera se había ofrecido.
– Mis padres fueron asesinados por la magia -dijo finalmente Jonathan.
– Al igual que mi esposa -comentó Silvanus.
Jonathan hizo un movimiento brusco de cabeza. ¿Cómo podía explicárselo?
– No sólo los asesinaron. Los humillaron y los torturaron.
– Cuéntame, amigo mío.
Pero no deseaba hacerlo. Era un dolor demasiado íntimo. Incluso después de casi cuarenta años, la herida seguía en carne viva. Su madre era gitana, como Teresa. Tal vez fuera ésa la razón por la que su pelo oscuro y voz grave lo habían seducido desde el primer momento. ¿Acaso no pasamos la vida intentando recuperar un pasado más feliz? Claro está que, si eso hubiera sido lo único que Jonathan deseaba, no se habría unido a la hermandad. Tampoco se habría convertido en exterminador de magos. Se habría llevado a Teresa consigo a un lugar tranquilo y se habría apartado de todo aquello. Pero no lo había hecho, tal vez porque pensaba que el mal, tarde o temprano, daría con él. Aquellos que no perseguían el mal para acabar con él se veían perseguidos por alguno de sus representantes. Mejor enfrentarse al mal, darle caza, en lugar de verse sorprendido por él.
Tenía diez años cuando el mago entró a lomos de su caballo en el patio de la granja. Su padre criaba ovejas. Su madre, de manos delicadas y dotadas de una sonora voz de contralto, era una cantante consumada. Si hubiera decidido viajar, podría haberse convertido en una maestra cantora, pero no era ambiciosa. Era una característica típica de los gitanos: muchos contaban con un gran talento, pero no les importaba demasiado que éste quedara desaprovechado. La felicidad era más importante.
Tenían una pequeña posada en la que podían alojarse los viajeros para descansar. Su madre amenizaba las noches cantando. Su padre pasaba casi todo el día fuera, pastoreando con las ovejas, pero al caer la noche todas ellas debían estar en la granja, pues los lobos podían aniquilar un rebaño entero en una sola noche.
El mago era un hombre alto y enjuto, tanto que daba lástima, como si no comiera lo suficiente, pero Jonathan recordaba haberlo visto comiendo grandes cantidades de comida de la que preparaba su madre. Nunca engordaba, y eso fascinaba a Jonathan y a su hermano pequeño, Gamail.
El mago, Timón, se quedó en la posada una semana. Los niños ni siquiera se habían percatado de que era un mago hasta el día en que una mujer entró en el patio. Ésta era diminuta y delicada, con una cascada de pelo oscuro del color de las hojas, en otoño. Iba en busca de un viejo enemigo, Timón, al que deseaba retar a duelo.
La madre de Jonathan intentó impedirlo interponiéndose entre ambos.
La bruja de cabellera pelirroja alzó las manos hacia el cielo.
– Apártate de mi camino, mujer. Mi contienda es con él.
– Ésta es mi casa. Si deseáis celebrar un duelo, hacedlo en otra parte. Eso es todo lo que pido.
– Si Timón me acompaña, considero vuestra petición aceptable.
El hombre alto y flaco se limitó a negar con la cabeza.
– Si debo ser ejecutado, no me iré por voluntad propia.
– Por favor, Timón -dijo la madre de Jonathan-, abandonad la granja.
Él volvió a negarse.
– Estoy a punto de morir, y tú te quejas por tu casa. Una casa siempre puede ser reconstruida.
– Timón, señora, os lo ruego.
Timón arrugó el ceño.
– Déjanos solos, mujer. -Dijo esto haciendo un gesto rotundo con una mano.
La madre de Jonathan cayó al suelo. Jonathan y Gamail corrieron hacia ella.
– ¡No, quedaos ahí! -gritó ella con su maravillosa y sonora voz.
Sus gritos llegaron hasta la casa. Huéspedes y sirvientes se asomaron a las ventanas y a la puerta, mientras la cocinera se precipitaba afuera y tomaba a ambos niños de las manos para arrastrarlos después hacia el interior de la casa.
Nadie ayudó a su madre. Nadie.
La madre intentó alejarse arrastrándose sobre el barro con las rodillas y las manos, pero la bruja pelirroja la señaló con un dedo. Un rayo de abrasadora luz verde rugió al salir de ella, para envolver a la madre de Jonathan. Ésta profirió un grito. Pudieron verla a través de la luz verde como a través de un cristal de color. Su cuerpo empezó a derretirse, cada vez más pequeño, de un tamaño casi imposible. Sus ropas formaron un charco vacío en el suelo allí donde la luz se desvaneció.
Jonathan intentó correr hacia ella, ayudarla, pero la cocinera lo asió por la muñeca como si su vida dependiera de ello, clavándole las uñas en la piel, hasta el punto de que éstas le dejaron una marca indeleble de por vida.
Timón avanzó hacia ella con suma cautela, sin perder de vista a la bruja pelirroja, y golpeó las vestiduras con el pie. Algo de pequeño tamaño se movió bajo ellas. Algo demasiado pequeño.
Timón se agachó y alzó la tela. Bajo ella había un gato acurrucado en el suelo. El gato bufó, erizado, y lo arañó. El mago dio un salto hacia atrás y cayó al suelo. El gato corrió hacia la casa, y entró como una flecha en ella.
Jonathan no se dio cuenta de que el gato era su madre. En su mente no cabía semejante absurdo, desde luego no a la edad de diez años.
La bruja pelirroja profirió una carcajada, señalando al mago derribado en el suelo. Esta vez no se produjo ninguna explosión de llamaradas de luz. Jonathan no pudo ver nada, pero Timón empezó a gritar. El aire se movió; una especie de nada parecía envolverlo. Aquella «nada» ejercía presión sobre él, cada vez con más fuerza, hasta que sus alaridos se extinguieron por falta de aire. Sin aire, se acabaron los lamentos. El mago reventó salpicándolo todo de fluidos rojos y en tonos más oscuros. El cuerpo se desplomó en el suelo.